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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (3 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Alfric cedió ante aquella alusión. Aflojó su mano y recuperé algo de valor.

—No voy a hacer nada, lo juro. No necesito entrometerme en los problemas ajenos. Pero las preocupaciones, la confusión y las carreras alocadas no se harán esperar si la armadura no está donde le corresponde.

Alfric me soltó y en un segundo estaba de rodillas junto a la puerta, puñal en mano, hurgando allí donde yo había estado haciéndolo antes.

—¿Alfric?

—Calla, Comadreja.

El roce del metal contra metal al meter el puñal en la cerradura, era frenético. Miré hacia el pasillo. Nadie.

—Alfric, si eres tan imprescindible en todo este asunto es porque tienes las llaves de la puerta... en tu cinturón.

Después de varios forcejeos torpes con llaves y cerrojos, ganamos la entrada de los aposentos de los invitados, que esa noche iban a acoger al más ingenioso de los espadachines solámnicos. Era la habitación más ricamente decorada de la casa del foso. Padre era un fanático de la hospitalidad. Colgaban tapices de todas las paredes, la enorme cama estaba cubierta con edredones de pluma de ganso y el fuego de la chimenea ardía alegremente.

No era un lugar apropiado para cometer un delito.

Alfric irrumpió en ella delante de mí, dando bandazos con pánico de borracho en dirección al armario. Lo seguí con dificultad, pensando desesperado qué explicación iba a dar si Bayard entrase por sorpresa y nos encontrara curioseando sus pertenencias.

Pensaba angustiado qué pasos iba a dar a partir de esos momentos.

Alfric dio un traspié, se agarró a las puertas del armario y tiró. Estaban cerradas. Tenía la llave en el cinturón y, evidentemente, lo había olvidado, angustiado y borracho. Dentro del armario la armadura se desplomó, y produjo el mismo ruido que las cadenas de los fantasmas de las viejas historias.

Se puede adivinar que se va a producir un milagro sólo si pones toda tu atención. Todo adquiría sentido: la temeridad, los golpes, la pesada armadura en el armario. Después de que mi hermano hubiese estado tratando de abrir torpemente la puerta con las llaves durante un interminable momento, una de ellas encajó por fin. Con su considerable fuerza bruta, Alfric dio un tirón a la puerta y ésta se abrió de golpe.

Y el pesado peto de la armadura de Sir Bayard Brightblade cayó hacia afuera, y, al hacer contacto con la cabeza de mi hermano, produjo tal estrépito que bien pudiera haber interrumpido las solámnicas conversaciones que Padre y Sir Bayard mantenían en el piso de abajo. Y en el piso de arriba, las meditaciones de mi hermano Brithelm y la resaca de Gileandos.

Pero no ocurrió nada. El golpe no hizo sino dejar a mi hermano tirado en el suelo sin sentido. El ruido del metal al golpear el material rocoso de la cabeza de Alfric, quedó amortiguado por el ruido de las campanadas de la torre. Como he dicho, sólo se puede adivinar que se va a producir un milagro si pones toda tu atención.

—¡Cuidado, Alfric! —dije, tranquilo y agradecido, al sonar la undécima campanada.

* * *

El tiempo que siguió estuvo lleno de incertidumbre. Esperaba allí solo, en la habitación de los invitados, que llegara la hora en que el intruso volviese y la armadura cambiara de manos. En el exterior, todos los pájaros guardaban silencio. Todos menos el ruiseñor, que cantaba alegre mientras yo sudaba como un condenado y me moría de nervios.

Tiré los dados que siempre llevaba conmigo para adivinar qué me iba a deparar el futuro. Saqué dos nueves: túnel sobre túnel en el Signo de la Comadreja. Mucha suerte, teniendo en cuenta mi apodo. Sin embargo, si hubiera recordado el segundo verso que correspondía a aquellos puntos, no me habría confiado tanto.

Así que, dándome ánimos a mí mismo para cuando regresara el intruso, esperé, hasta que volvió a sonar la campana de la torre. A la séptima oí un ruido en la ventana del vestíbulo, como si alguien estuviera intentando entrar por allí.

Los acróbatas solitarios hacen maravillas.

Retrocedí hacia la cama, dispuesto a arrojarme debajo, por si el amigo Escorpión resultaba menos nombre de palabra de lo que decía. Pero un quejido me sobresalto.

Había surgido un pequeño obstáculo en el milagro. Mi hermano se estaba despertando justo a medianoche, sabrían los dioses con qué terroríficas intenciones.

Fue entonces cuando pensé en el yelmo. Estaba en el suelo al lado del peto, un poco sucio debido al poco cuidado que Alfric ponía en sus deberes como escudero. No obstante seguía siendo impresionante, con sus intrincados grabados incrustados de cobre, latón y plata.

Unas pisadas se acercaban por el pasillo mientras mi hermano iba recuperando el sentido y, con ello, se avecinaba mi perdición.

No había tiempo que perder, así que tomé rápidamente el yelmo, corrí al lado de mi hermano, levanté en el aire el condenado artefacto —visor, corona y penacho; hierro, cobre, plata y latón, todo— y lo lancé con todas mis fuerzas contra su frente. También en esta ocasión el estrépito del golpe se perdió entre las campanadas. Alfric dio un alarido, cayó de espaldas y se quedó inmóvil en el suelo.

Mi pánico disminuyó y pude recuperar la cabeza. Durante un interminable minuto permanecí medio desmayado sobre mi hermano, pensando que el asesinato que había jurado cometer durante aquellos cinco años por las almenas de la casa del foso, había sido, por fin, realizado.

Sentí un movimiento en la puerta, pero no me volví. Corrí hacia la cama, y una mano poderosa me asió por el tobillo y me arrastró al centro de la habitación, donde quedé tumbado, temblando y lloriqueando. Oí cómo el Escorpión levantaba la armadura con un movimiento rápido y ligero, casi sin esfuerzo. Y de nuevo sonó su voz más dulce, más venenosa.

—Lo has hecho aceptablemente bien, pequeño, aunque la violencia con la que has terminado tu labor ha sido un poco... sucia.

Miré a mi alrededor. Una figura negra, encapuchada, se dirigía a la puerta con la pesada armadura colgada al hombro como si fuese un haz de leña o una manta. Entonces se detuvo y volvió el rostro.

El resplandor rojo de sus ojos me atravesó como el apretón que me había herido y envenenado apenas hacía dos horas.

—Tu anillo.

—¿Có... cómo decís?

—Tu anillo personal, el que tiene grabado tu nombre, pequeño. —Y alargó la mano enguantada hacia adelante, con la palma extendida—. ¿Sabes? Estamos vinculados por algo más que... un acuerdo entre caballeros, si podemos decirlo así. Estaría más contento, y por cierto más seguro, teniendo en mi poder alguna prenda que selle nuestro trato.

—¡Mi anillo, no!

—Oh, pero puedes quedarte con las piedras, caballerito. Son mucho más valiosas que ese anillo de cobre y, después de todo, ya son tuyas desde el primer momento.

El intruso guardó silencio, mientras mantenía extendida la mano enguantada. De muy mala gana me quité el anillo; era de cobre, sí, pero con una talla muy rica. Era un ejemplar único. Me lo habían dado hacía cuatro años, al alcanzar el bastante lastimoso estado de pubertad que ahora acababa de acrecentar su penosidad al tratar con este tipo de canalla, hambriento de armaduras.

Si algo identificaba a un joven solámnico era su anillo personal, con su nombre grabado.

Le lancé el anillo al Escorpión y desapareció en su mano enguantada en un abrir y cerrar de ojos.

—A propósito, tienes que seguir siendo fiel al resto del trato. Ni una sola palabra a nadie, porque cualquier cosa que digas, la oiré..., no importa dónde me encuentre. Quizás esta misma noche tu piel reciba su merecido. Quizás, otra noche. De todas maneras, será pronto. Oh, sí, muy pronto.

Y con gran rapidez, saltando por encima de Alfric, quien empezaba a moverse lentamente, salió por la puerta.

Alguien, quizás un criado, dio la voz de alarma. Yo me quedé allí sin saber qué hacer, esperando que alguien valiente como mi padre, o como el incomparable Bayard Brightblade, pudiese detener al personaje de botas negras antes de que éste alcanzara las tinieblas con la armadura y con la intención de cumplir sus amenazas sobre mi piel.

No tenía ni idea de lo rápido y eficiente que podía ser el intruso, de cómo pudo desaparecer con la armadura. Padre, cargado de vino, y Sir Bayard, sobrio pero cargando a Padre, habían subido las escaleras en un intento de socorro que llegó tarde.

_____

2

Las quejas de los campesinos

No sabía cómo iban a reaccionar por las aldeas los campesinos y los labradores cuando mi visitante, ahora vestido con la armadura que había robado a Sir Bayard, intentase convertir a los pueblos cercanos a la casa del foso en su propio feudo. Sin embargo, podía hacerme una idea porque los merodeadores nunca cayeron bien en el campo: exigían tributos, quesos, ganado que sacrificaban en las mismas narices de sus legítimos dueños. También exigían dinero y doncellas. Y no podía prever los motivos que podía tener aquel intruso disfrazado para causar destrozos.

Ya al día siguiente del robo de la armadura, comenzaron a llegar campesinos a la casa del foso para quejarse a mi padre. Sombrero en mano, sugerían sencilla y humildemente en aquellos primeros días que «el Señor hiciese algo con los problemas que están asolando nuestros caseríos».

Ese «algo» que apuntaban era que mi padre destripase y descuartizase al malvado Caballero y que pusiera variadas partes de su anatomía «encima de una bandeja» (la parte en concreto dependía de la imaginación del campesino).

—Si es el deseo del Señor, a muchos de nosotros nos gustaría ver la cabeza del culpable en una bandeja de plata.

—Si no llevara mucho tiempo ni diera problemas al buen Señor, al pueblo agraviado de la Hoya del Roble le agradaría contemplar los dedos del ladrón puestos en hilera en una bandeja de bronce.

—¡Su corazón palpitando sobre un plato de cobre junto al pozo del huerto de mi casa!

Así siguieron, cada cual intentando superar la barbaridad sugerida por su vecino, llegando a partes del cuerpo que jamás había oído nombrar, hasta el extremo de preguntarme en qué pensarían, además de en aberrantes torturas, mientras trabajaban los campos.

Padre escuchaba sin demasiado entusiasmo. Su atención, sin duda, estaba concentrada en la negligencia de sus hijos. Era un Caballero Solámnico de viejo corte, severo y estricto seguidor del Código y la Medida. Que hubieran robado a uno de sus invitados en su casa era suficiente para producirle un ataque y para asegurar que Alfric quedaría bajo arresto por su descuido, confinado en la casa del foso, «hasta nueva orden».

Además, el expoliado era nada más y nada menos que Sir Bayard Brightblade, uno de los Caballeros más prominentes en el norte de Ansalon, cuya habilidad con la espada, valentía y buen sentido común habían alcanzado tal fama que incluso había llegado hasta aquí, hasta nuestro remoto y olvidado territorio perdido en medio de Coastlund (al noroeste de las Montañas Vingaard y al sudeste de ninguna parte). Bayard estaba tranquilo, guardándose educadamente su enfado, sin duda molesto con el retraso que lo retenía en nuestra casa cuando hubiera preferido estar ya camino de Solamnia, donde podría machacar las cabezas de hombres más jóvenes que él en justas para alcanzar la mano de una doncella que ni siquiera conocía, si era cierto lo que yo había oído. Probablemente yo también sería castigado. Aquella noche, que ahora parece muy lejana, cuando hubo huido el intruso con botas, mientras la cabeza de Alfric yacía inmóvil sobre el fondo del armario y Padre y Bayard se apresuraban por las escaleras, me vi obligado a pensar algo a toda prisa.

Me habrían hecho muchas preguntas si me hubiese quedado, ileso como estaba, en el escenario de los hechos. Era mucho más prudente confundirse con el paisaje.

Agaché la cabeza y me lancé contra la puerta de roble de los aposentos de Alfric. El resultado fue que el primer cuerpo que los Caballeros encontraron y reanimaron fue el mío. Yo no sabía nada, me limité a gemir patéticamente mientras Padre corría hacia mi hermano mayor. Lo arrastró por los pies hasta el centro de la habitación y lo despertó a bofetadas.

Era la primera vez que veía a Sir Bayard en persona. Y pasó la revista. Ahí estaba el hombre: una cabeza más alto que mi padre, bastante delgado, más moreno, con bigote. Pasados los treinta pero con menos de cuarenta; pelo largo hasta los hombros, al estilo solámnico de aquella época. Porte tranquilo, la cara elegante pero como una inexpresiva máscara, como la de una talla de algún monumento en un abandonado paraje en el que no hubiera nada más que sol y rocas.

Bayard me consideró durante un breve instante y después miró interrogante hacia mi padre, quien me amonestaba sin rodeos y con lengua de trapo.

—No te preocupes de la fanfarria, Galen. Cuéntanos lo que ha pasado.

Alfric empezaba a reanimarse. Gruñó y Padre lo miró ansioso. Empecé a contar lo sucedido sin demora.

Los dos Caballeros oyeron el mismo cuento que había contado a mi infortunado hermano: la oscura y sigilosa figura; mi preocupación por nuestro invitado. Que debido a mi desvelo por las pertenencias de Sir Bayard me había dirigido a la puerta de las habitaciones de los invitados y al encontrarla cerrada había solicitado ayuda a mi hermano cuando éste pasó por allí.

—Con nuestras mejores intenciones, mi hermano y yo entramos en esta habitación. A causa de nuestra inquietud, no advertimos que el felón se había deslizado hasta detrás de nosotros desde un oscuro rincón del pasillo, o... —hice una significativa pausa, esperando echar más leña al fuego de Alfric— o... o quizá ya estuviera escondido en vuestra habitación por anterior negligencia.

Hice otra pausa, dejando que captasen la insinuación, y continué:

—Cómo sucedió, no lo puedo afirmar con seguridad. El caso es que me volví al oír un ruido en el pasillo y vi una figura con una capucha negra que se cernía sobre mi caído hermano. Quienquiera que fuese se movía muy rápido. Se me echó encima antes de que pudiera reaccionar, y no me dejó tiempo para ver nada con claridad. Lo siguiente que recuerdo es a vos despertándome, y yo tirado aquí y Alfric con la cabeza dentro del armario y... Me siento un poco mareado, Padre.

Me eché, simulando gran cansancio. Alfric farfullaba algo en el suelo junto a mí.

—Espero —dije suspirando— que mi querido hermano esté indemne.

Lo bastante indemne como para que tuviera que esperar otra década para conseguir las espuelas de escudero.

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