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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (4 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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* * *

Los días que siguieron vieron cambios en la casa del foso. Cambios de los que me había percatado desde el primer momento, pero que los demás achacaban al mal tiempo, a una brusca variación del clima. Desde que los pájaros habían dejado de cantar la noche del banquete, se notaba cierta ausencia en el ambiente: donde se habría esperado oír el canto del ruiseñor, el graznido de los arrendajos, o el aleteo y zureo de las palomas, sólo había silencio. Llegué a pensar que, aunque todavía estuviésemos en pleno verano, los pájaros se habían ido, quizás en busca de un clima más benigno, a esperar a que pasase el invierno injustificado.

Teniendo en cuenta la época del año, esperábamos que hiciera un tiempo veraniego: luz, calor y la sofocante humedad que se eleva de los grandes pantanos, apenas a un kilómetro de nuestras murallas. Pero el tiempo estaba siendo muy distinto. Por la mañana podíamos levantarnos y ver la tierra cubierta de escarcha y los árboles perdiendo las hojas prematuramente. Teníamos dificultades para mantener las chimeneas encendidas y también las velas, como si éstas estuvieran aspirando toda la luz y el calor.

Gileandos había estudiado con los gnomos. Casi siempre pasaba por alto lo obvio, y prefería fijarse en lo sutil, en lo oculto de una circunstancia. De ello, casi siempre, solía extraer una conclusión equivocada. Cuando se dio cuenta de la partida de los pájaros y de la súbita caída de la temperatura en torno a la casa del foso, lo atribuyó a la «precipitada acción de las manchas solares sobre los vapores de los pantanos».

Recuerdo ahora cómo miraba distraído con su telescopio directamente al sol y afirmaba sin asomo de dudas, una vez acabada su observación, que había descubierto unas manchas solares que no estaban allí antes. Tenía al menos sesenta años, pero ya debía de hacer mucho tiempo que tenía el pelo cano. Andaba encorvado. Adornado de joyas, con la barba repeinada, olía a pomadas oleosas y colonias. Era un dandy que envejecía muy mal. Pero a su lastimosa apariencia había que añadir un frecuente aire cadavérico que le causaban los litros de ginebra que ingería.

Nos enseñó poesía e historia. También matemáticas, hasta el día en que Alfric se desmayó, exhausto, en una clase. También nos enseñó heráldica, retórica y las tradiciones solámnicas. Era un compendio de todas las ciencias, templado en todas las disciplinas, pero rehuía temeroso los puntos de calor y de luz.

Por eso, como siempre, no presté la más mínima atención a su explicación, de tan preocupado como lo vi en perderse en conjeturas, rumores y supersticiones. En su lugar, tiré el Calantina, los dados rojos de Estwilde, y saqué cuatro veces seguidas el cinco y el diez: vapor en la tierra, el Signo de la Víbora. Consulté los libros en la biblioteca de Gileandos, y leí todos los comentarios sobre aquel augurio, pero no saqué nada en claro.

Durante esos días todo el mundo estaba exaltado por lo sucedido la noche del banquete.

Bayard, vestido con un jubón de cuero prestado, escudo y espada, estaba dispuesto a partir en busca del ladrón, si hubiera sabido dónde hallarlo. Preocupado por el retraso que sufrían los planes para su torneo, pero indulgente por naturaleza, todavía pretendía llevar con él a su escudero, aun después de haber descubierto que Alfric dormitaba mientras su armadura cambiaba de manos. Padre, por su parte, no dejaba de preguntarse qué papel había tenido Alfric en el robo, y no era nada indulgente.

—Bayard, ¿la pena por el descuido en la custodia de una armadura sigue siendo la horca, o la Orden se ha vuelto menos rígida en los años transcurridos desde mi retiro? Me acuerdo palabra por palabra de aquello. Me lo grabé en la memoria mientras contenía la tos que me producían la ceniza y el humo. Porque debéis saber que en la casa del foso había pasadizos secretos de los que Padre se había olvidado o que nunca llegó a conocer, y que Brithelm, por demasiado espiritual, y Alfric, por demasiado estúpido, nunca descubrieron. Sin embargo resultaban ideales para un chico acostumbrado a esconderse para evitar responsabilidades y castigos. Le tenía un cariño especial al de la entrada del salón principal, diestramente oculto detrás de la chimenea, desde donde oí la conversación de Padre y Bayard.

—No es que se haya hecho menos estricta sino que
entiende
que los escuderos o aspirantes a escuderos puedan cometer errores.

Podía verlo echado hacia adelante en la silla, y oír el crujido del jubón de cuero cuando hacía una pausa para dar énfasis a sus palabras. Aquel vestido le quedaba corto y le habría dado una apariencia cómica de no ser por sus ojos grises y la faz impasible que acallaban cualquier tentación de mofa.

—No —prosiguió—, hoy la Orden tiene tendencia a ser indulgente, y no estoy muy seguro de que esté mal que sea así.

Entonces, no lo colgarían. Muy bien. Siempre habría accidentes en el camino: bandidos, centauros hostiles, incluso los mismos labriegos que, durante generaciones, no habían tenido demasiado aprecio a la Orden. Según Gileandos, ello se debía a algo que tenía que ver con el Cataclismo, aunque éste hubiera sucedido casi doscientos años antes.

Los campesinos tienen muy buena memoria. De todas formas, los chiquillos del lugar aprovechaban gustosos cualquier excusa para atacar a todo Caballero Solámnico que pasara por sus campos. O al menos ésa era la versión que nos había llegado.

—Creo que sólo se trata de un error juvenil del muchacho —continuó Bayard, mientras rascaba la oreja de uno de nuestros innumerables perros, que había ido a tumbarse junto a su silla. Bayard levantó la mano para subrayar lo dicho. El perro, condicionado por los años que llevaba en la casa del foso, se arredró y gruñó.

—No olvidéis, Bayard, que el «muchacho» del que habláis tiene veintiún años —protestó entre dientes Padre, apretando con sus enormes manos el bastón en el que se apoyaba cuando las frías mañanas le recordaban el dolor de la pierna herida durante un accidente de caza el invierno pasado—. Y Alfric, como ya habréis comprobado, no es el más inteligente de los mozalbetes.

Bayard disimuló educadamente una sonrisa y asintió. Padre no se dio cuenta, pues tenía los ojos fijos en el suelo.

—Atendamos a los hechos. Digo que tiende a ser bruto y mezquino, sin asomo de amabilidad. Tiene veintiún años, Sir Bayard. No es un crío y no parece que vaya a cambiar. Si cuando era niño hubiese tenido algún interés y un poco de decencia, a estas alturas ya sería un Caballero. Si hubiese nacido campesino, ya podría tener esposa y muchos hijos.

Y si hubiese sido un perro o un caballo, habría muerto ya hace mucho tiempo, sin causar problemas.

Mi escondite era muy exiguo. Cambié de posición, pero la hebilla de mi cinturón rozó la piedra e hizo tal ruido que pensé que podrían haberlo escuchado en Palanthas, en Pax Tharkas, en el fin del mundo. Contuve la respiración y esperé.

Bayard se recostó en la silla y lanzó una mirada, tranquila y rápida, en mi dirección. Estaba seguro de que me había descubierto.

Pero se volvió hacia Padre, quien seguía con su perorata como si no hubiese pasado nada.

—Digo —prosiguió el anciano— que a los veintiún años, Alfric no debería cometer «errores juveniles». A su edad yo ya era Caballero de la Espada y defendí con un grupo los Senderos de Chaktamir, cubierto hasta las rodillas de la sangre de los hombres de Neraka...

—Aquéllas, Sir Andrew, eran épocas especiales, cuyos protagonistas eran también hombres especiales —comentó Bayard suave, respetuosamente—. He oído los relatos de vuestras acciones en Chaktamir. Y por ello afirmo que algún mérito debe haber heredado alguno de vuestros hijos, sin tener en cuenta lo poco prometedores que se hayan mostrado. Al fin y al cabo, la herencia de la sangre siempre tiene algo que decir en estos casos.

Padre enrojeció bajo la encanecida barba pelirroja. No era un hombre que aceptase fácilmente los cumplidos.

—¡Maldita sea! Sir Bayard, quisiera que estos chicos se fueran de aquí, de Coastlund del Norte, de este cenagoso fin del mundo. Quisiera llevarlos a Solamnia, a la aventura, a los combates con espada, a enderezar entuertos y todo lo demás. Mi hijo mediano es como un... monje, y el más joven tiene trazas de ser un bellaco.

Bayard lanzó una rápida mirada hacia el lugar en el que me hallaba.

—Los juzgáis con severidad, los comparáis con vuestra propia valía.

Pero Padre no se tragaba aquella explicación.

—Y el mayor..., un hosco imbécil bajo mi techo. Esto es suficiente para volver loco a un anciano.

—Mi ofrecimiento continúa en pie, Sir Andrew —respondió Bayard, un poco impaciente—. Uno de vuestros hijos, ahora diría que cualquiera de ellos, podría ser mi escudero. Encontrará en mí a un solícito maestro.

Se echó hacia atrás y estiró los dedos, volviéndose levemente de vez en cuando hacia la chimenea.

Me pegué a la pared del escondite, en aquella segura y cenicienta penumbra.

Fue entonces cuando por sorpresa me llegaron nuevos problemas. Una rata, a la que había despertado y sacado de su escondrijo con tanto movimiento en el pasadizo, cruzó a toda velocidad por entre mis pies y se acurrucó aterrorizada en la esquina más oscura de la chimenea. Sorprendido, grité, salté y me golpeé la cabeza contra los ladrillos y la piedra ennegrecidos, y quedé cubierto de ceniza y hollín.

Con ello, llamé la atención del perro, que se arrojó precipitadamente hacia mi escondite, seguro de que iba a acorralar a algo vivo y quizá comestible. Le di una patada a la rata, poniéndola a la vista del perro que se acercaba, y me arrastré por el túnel. El ruido de los gruñidos, ladridos y los últimos desesperados chillidos agudos se desvanecieron a mi espalda cuando me deslicé por el armario de mi aposento. Me cambié las delatoras ropas cubiertas de hollín por un inocente camisón y me metí en la cama, llenando las últimas horas de la mañana y la desierta ala del castillo con el sonido de unos falsos ronquidos.

* * *

El parlamento prosiguió en mi ausencia, llegando los dos Caballeros a la peor de las decisiones posibles. Padre estaba convencido de que el ladrón nos había atacado desde la habitación a la que, según él, había accedido a causa del total descuido de Alfric. A pesar de que Bayard asegurase que Alfric necesitaba comprensión, Padre, enfurecido, dictó sentencia tajante.

Mi hermano mayor iba a consumirse en arresto domiciliario, confinado entre las paredes de la casa del foso, donde, atado a una cuerda o encerrado en las profundidades de una mazmorra, haría todo lo posible para atentar contra mi persona con una de las muchas armas que tendría a su alcance.

Porque Alfric pensaba que yo debería haber confesado, que debería haber cargado con las culpas de toda la desgracia.

Tal es la ingratitud de los hermanos.

* * *

Huelga decir que en aquellos días me sentía muy intranquilo cada vez que oía los pasos de mi hermano subiendo desde la sala. Alfric estaba malhumorado y me hacía remotamente responsable del robo de la armadura, aunque el vino y el golpe en la cabeza le habían dejado un recuerdo nebuloso de lo que había sucedido aquella fatídica noche.

Sin embargo, la neblina de su cerebro nunca alcanzó a sus puños ni a sus certeros pies. Así que me escondía durante horas en las alcobas y en los túneles secretos, asustado, cubierto de cenizas, echando a patadas a alguna que otra rata para que se divirtieran los perros. Estaba convencido de que de todas las criaturas que habitaban la casa del foso, yo era la que corría mayor peligro. Me disfrazaba, me hacía pasar por deshollinador. Y, cuando no estaba disfrazado o escondido, ponía cara de inocente, doblaba mis esfuerzos al realizar todas mis tareas y me mantenía cerca de Padre o de Brithelm.

Siempre llevaba las manos metidas en los bolsillos para que nadie me preguntase qué había sido de mi anillo personal.

Me vi obligado a hacer compañía a Brithelm y a escuchar sus especulaciones sobre los dioses. Procuraba no quedarme dormido.

—Galen, ¿qué me dices de la naturaleza de la profecía? —preguntaba mientras daba de comer a los pájaros en el patio de la casa del foso, con una benigna sonrisa en los labios y su melena pelirroja sobre su hábito rojo y remendado. Siempre buscaba razones para todo como si fuera una extravagante gallina clueca escarlata que hubiese trabado amistad con palomas y tórtolas.

—No sé. Ten cuidado con el abrevadero.

Mi hermano había estado a punto de caerse al agua mientras seguía tirando maíz y silbando para sus adentros.

—A ver si me explico: la profecía es como una sala de espejos, uno se refleja en el de enfrente y todos se vuelven a reflejar vistos por un ojo que se encuentra en el centro.

—Tú sabes de esas cosas. Tendrás razón, Brithelm. Cuidado, no pises al perro.

—Estos pájaros... —comentó pensativo a la vez que pisaba a un terrier que dormitaba a la sombra de un abrevadero. El perro pataleó en el aire, como si fuese a la carrera en sueños—. En la Edad de la Luz, los clérigos predecían el desastre observando el vuelo de los pájaros. A veces en mi santuario...

—¿De nuevo has ido al Pantano del Guarda? He oído que está cubierto de una espesa vegetación y que un ciprés crece todo lo que tiene que crecer en sólo unas semanas. Se dice que el aire es tan húmedo que los peces devoradores de hombres vuelan por allí a la búsqueda de presas.

Brithelm me miró mientras seguía andando directamente hacia el aljibe. Lo cogí del brazo y lo encaminé a las escaleras que subían a la muralla sur de nuestra pequeña y ruinosa fortaleza.

—El pantano de una persona... —empezó y se rió afablemente, lanzando el último puñado de maíz a una bandada de palomas— es la ermita de otra. Algunas veces, por la mañana se puede ver media docena de codornices en medio del campo, hermanito. Comen de tu mano. Y, es cierto, también ocurren sucesos misteriosos, pero las leyendas los exageran. Los pájaros son lo mejor para interpretar las profecías. Después están las hojas y la serena charca de agua en la que fijando la mirada se llega a ver más allá de sus reflejos...

Así transcurrió aquel tiempo de total indolencia. Mientras, mi hermano mayor conspiraba, hacía planes, lloriqueaba e imploraba, aunque nunca pudo recordar lo suficiente como para echarme las culpas. De todos modos, llenaba los oídos del anciano con conjeturas.

Tras pasar una mañana hablando de supersticiones con Brithelm, notaba que con frecuencia me examinaba sospechosamente cuando estábamos a la mesa a la hora de la comida. Padre lo hacía desde la cabecera y Alfric, desde su asiento entre botellas de vino y carne de venado. Desde el asiento de la ignominia, al final del salón. Era como estar atrapado entre espejos.

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