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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (28 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Durante un instante, no cabe duda, ambos piensan que han perdido. Pero al ver a su oponente en tierra, los dos sacan las espadas con confianza renovada y se dirigen el uno hacia el otro con pasos torpes.

Cuando están a un metro, se detienen. Sir Prosper pasa la mano por la hoja de su espada, desafilada cuidadosamente siguiendo las reglas del torneo.


¿Armas finales?,
Sir Gabriel? —pregunta ceremoniosa, cortés y fríamente.

—Si lo permite nuestro anfitrión —acepta Sir Gabriel—. Después de todo —y esto lo dice casi gritando—, Sir Robert nos ha recordado que éste es su torneo.


Armas finales -
-declara Sir Robert, sin dudarlo un instante.

—Pues que así sea —declara Sir Gabriel y levanta la mano en la que su encapuchado escudero deposita una espada afilada. El escudero de Sir Prosper hace exactamente lo mismo.

Lenta y atentamente los dos Caballeros giran en círculo. Luego, como dos serpientes al ataque, se aproximan velozmente y entrechocan sus espadas.

—Ya ni siquiera estoy como para hacer esgrima —musita Sir Ramiro en el oído de Sir Robert y continúa diciendo algo más.

Pero en ese momento Gabriel hace un rapidísimo movimiento de muñeca y su espada alcanza su blanco. Sir Prosper se tambalea con un profundo y sangrante tajo en la parte de atrás de su pierna derecha. Se puede decir que todo está perdido. ¡Qué duda puede caber, si tiene los tendones de la rodilla desgarrados!

—¡Bien, escuchad, Sir Gabriel! —dice Sir Robert gritando en el expectante silencio del campo del torneo—. ¿No creéis que ya basta?

—¿Basta? —pregunta con calma Sir Gabriel—. Esto sólo es el comienzo. —Con otro movimiento seco de su mano izquierda Sir Prosper cae de rodillas golpeando el suelo con la cara ya completamente desjarretado.

A pesar de todo, Sir Prosper no profiere grito alguno. Se aguanta el dolor en silencio y el dolor que sufrirá —y peor— inmediatamente.

—Habéis ganado el torneo, mis dominios, la mano de Enid —implora Sir Robert—. ¡Deponed vuestra espada!

—¿Quién me alentó y estuvo de acuerdo en que se utilizaran
armas finales? -
-pregunta Sir Gabriel— Por una vez, Sir Robert, por una sola vez, mantened vuestra palabra.

Por una última vez, como un rayo, la espada se levanta y cae en la desprotegida cabeza de Sir Prosper de Zeriak, quien mira impasible hacia el sur en ese momento, justo antes de sentir la espada.

Así pues, el próximo domingo, dentro de cuatro días, Sir Robert di Caela concederá la mano de su hija Enid a su prometido, Sir Gabriel Androctus. Con la mano de su hija concederá, a su debido tiempo, las tierras y las posesiones de la familia di Caela. También le concederá el Castillo di Caela.

11

La muerte de Agion

Cuando sucedió todo esto, todavía estábamos en las Montañas Vingaard. Debido a lo pendiente de las últimas laderas antes de llegar al desfiladero, nuestro paso se había hecho muy lento; además, los aguaceros habían borrado los caminos. Agion y Bayard se habían visto obligados a parar en dos ocasiones; cortaron algunos árboles y pusieron troncos en los senderos enlodados, pues era tal la pendiente que los caballos no podían continuar de otra manera, y aquel sendero era el único que nos conducía montaña arriba, a no ser que quisiéramos volver y rodearla, con lo que no llegaríamos nunca al torneo.

Después de dos días de fango, lodo y sufrimientos, comenzamos a ascender por zonas todavía más empinadas, por los terrenos de roca sólida que formaban las montañas propiamente dichas. Aquella mañana aparecía gris pero sorprendentemente alegre, pues el sol salió por detrás de las nubes y el anuncio de lluvia o de algo peor no pesaba tanto sobre nosotros. Bayard encabezaba nuestro grupo, flamante, encima de
Valorous.

El caballo era obediente y se movía con gracia delante de Agion, quien estaba encantado con un puñado de manzanas que había podido coger y me llevaba encima sin protestar; pero yo estaba contrariado y mohíno. Llevaba las riendas de la bestia de carga, cuyo resentimiento había pasado a ser rabia latente ya que, antes de dejar el pantano, Bayard le había cargado otra vez aquella pesada y aparatosa armadura.

Hacia media mañana la carretera dejó de ser tan pendiente, y fue como si pasáramos a la segunda parte de la estación. Las praderas de Coastlund, a las que todavía no había llegado el pleno otoño, empezaron a amarillear cuando iniciamos la ascensión de las montañas, y el suelo tan rico, que era la causa de tantos verdes y panoramas aburridos, dejó paso a un suelo más rocoso y a una vegetación más seca y espinosa.

* * *

Estaba anocheciendo y todavía no habíamos alcanzado el desfiladero que decía recordar Bayard. Fue entonces cuando vimos al ogro. Era una criatura voluminosa, que lucía una armadura de batalla completa. Sus gruesas piernas llegaban hasta un pecho grande como el tronco de un castaño y encima había unos anchos hombros, sobre los que se veía un yelmo sorprendentemente pequeño. Sus dientes estaban amarillos y sus colmillos eran retorcidos como olivos. Sus pies eran mastodónticos y parecían salir de las piernas metálicas de la armadura como si estuvieran profunda y grotescamente enraizados en las rocas. Llevaba un tridente y una red, como si hubiera salido del mar. Su caballo parecía estar atemorizado y triste.

Era como si a su alrededor el aire reverberara en gris, en verde. Como si algo dentro de la armadura se estuviera quemando. Las desnudas ramas de los raquíticos árboles de la montaña que se alineaban a los bordes del sendero se vencían hacia abajo, como si su proximidad fuera venenosa y provocara un intenso e inolvidable frío.

Delante de mí, Bayard meneó la cabeza, como si pidiera paso, pero el monstruo acercó su caballo hasta donde estaba
Valorous
y allí se quedó. Bayard saludó e intentó pasar por el otro lado, pero el ogro se interpuso de nuevo.

Agion, debajo de mí, gritó: «De cortesía carece la cosa absolutamente, Sir Bayard. Vestid vuestra armadura y enseñadle modales».

Bayard intentó pasar a la criatura otra vez y de nuevo ésta se lo impidió. Ahora sí que la sugerencia de Agion le sonaba mejor. Hizo girar a
Valorous
y fue al trote hasta la yegua de carga. Allí desmontó, puso la armadura en el suelo y comenzó a colocársela.

—¡Y bien, escudero! —me dijo mirándome con todas aquellas piezas de metal esparcidas por el suelo.

—Y bien, señor —dije.

—¿No es deber tuyo como escudero el ayudarme a colocarme la armadura?

Allí estuvimos sentados componiendo la armadura, frente a aquella monstruosidad. Trabajé frenéticamente, pensando qué pieza iba con qué pieza, qué correa se unía con qué correa, incluso dudé de la dirección en la que iba el visor cuando coloqué el yelmo metálico en la cabeza de Bayard. Finalmente, Bayard estaba armado ante mí y lo aupé sobre
Valorous.
Agion se puso a la altura de Bayard, un gesto muy cortés para indicar que tomaría parte en la lucha que estaba a punto de comenzar, y muy estúpido como para ver la gran ventaja que sería si se olvidara de la cortesía.

Yo, por supuesto, sólo pensé en dar media vuelta y salir corriendo. Pero sabía que no llegaría muy lejos a pie y que el enorme salvaje mataría primero a Bayard, luego a Agion y que luego me perseguiría, dándome alcance en las faldas de las colinas rocosas y después ataría mis orejas a la brida de su caballo, como una especie de trofeo bárbaro. Como dijo Gileandos, mi imaginación «era muy propensa a pensar travesuras cuando me hallaba al borde del desastre», y ahora me imaginaba asesinatos y torturas y todo tipo de mutilaciones.

Una vez montado, Bayard desenvainó la espada y espoleó a
Valorous
y a medio galope se dirigió hacia Sir Enormidad, quien sin moverse lo estaba esperando, con el tridente agarrado con ambas manos.

El desastre estuvo más cerca de producirse cuando
Valorous
se lanzó a todo galope y Bayard levantó la espada. En vez de arremeter con el tridente, nuestro inmenso enemigo esquivó el ataque de Bayard y, con tanta simpleza como si estuviera limpiando una estera, blandió el tridente, enganchó con sus dientes la figura que pasaba y la arrojó hacia el terreno rocoso. Allí se quedó Bayard quieto como las piedras que lo rodeaban.

Pasó un largo rato antes de que Bayard se moviera de aquel sitio.

Mientras tanto, su adversario cabalgó sendero arriba hasta cierta distancia, parándose donde éste se estrechaba y pasaba por medio de un escarpamiento de granito, donde las piedras que flanqueaban el camino se elevaban muy por encima de sus hombros. Era imposible pasar por donde estaba el ogro, pues sentado en su caballo era como si hubiera allí un peñasco.

Agion se había ido inmediatamente adonde yacía Bayard, se había arrodillado junto a él —cosa no tan fácil de hacer para un centauro— y estaba intentando reanimarlo con varias hierbas de aroma muy fuerte.

Yo, por mi parte, me quedé allí. Miraba a la enorme criatura que seguía sentada en su caballo como si se tratara de lastre muerto. No se movía. No amenazaba.

Pero sentía como si me estuviera observando. Y ya antes había sido observado de aquella manera.

Detrás de mí oía farfullar a Bayard, y su armadura sonó cuando se puso de pie.

—¿Qué me pasaste por la nariz, centauro?

—Malta dorada, que sirve...

—Lo sé, lo sé, para robar el aliento y matar al paciente. Bien, si has intentado envenenarme, quizás...

A Bayard le llevó un momento poder recordar dónde se encontraba. Se cayó y miró hacia arriba del sendero, donde estaba el ogro montado en su caballo, esperando como una inmensa barricada metálica. Me quedé donde estaba, sin prisa por reunirme con mis compañeros. Pero al ver cómo Bayard se tambaleaba un poco en la pendiente rocosa, cómo levantaba la espada saludando a la manera solámnica, cómo señalaba a Agion que le ayudara a montar de nuevo en
Valorous,
sentí algo muy parecido a la vergüenza.

Vergüenza por no echar una mano.

Bien es cierto que no dejé que aquello me preocupara por mucho tiempo. Después de todo, un compañero podía ser víctima de algo, y más entre centauros y ogros. Me agaché junto a un tronco derribado en tierra después del conflicto y esperé el resultado, preparado para empezar a correr si las cosas se volvían contra mi protector.

Una vez sobre el caballo, Bayard hizo dar media vuelta a
Valorous
y gritó retando al monstruo que ocupaba el sendero delante de él.

—¿Quién sois que tan groseramente os interponéis entre nosotros y nuestro camino en estas montañas?

No hubo respuesta alguna.

Bayard prosiguió:

—Si algo tenéis en vuestro espíritu de paz o de justicia, apartaos y dejadnos pasar sin lucha ni conflicto. Pero si la lucha o conflicto es lo que buscáis, estad seguro de que lo tendréis de la mano de Bayard Brightblade del Alcázar de Vingaard, Caballero de la Espada y defensor de las tres órdenes Solámnicas.

Quedó precioso, desde luego, pero el guardián del desfiladero se quedó donde estaba, una sombra densa recortada en el cielo oscuro del este.

Espada en alto, Bayard atacó al ogro de nuevo.

Esta vez todo acabó tan rápidamente como empezó. La criatura lanzó la red sin gran complicación, atrapó la espada de Bayard y la tiró contra las rocas, hacia el sur. Luego dio un golpe al yelmo de Bayard con el tridente y de nuevo nuestro héroe acabó chocando contra el suelo, donde se quedó inmóvil. El vencedor, siempre desde su montura, otra vez inmóvil como una piedra vigilaba cómo se icercaba al galope Agion, quien levantó a Sir Bayard en sus brazos y con gran dificultad lo llevó sendero abajo, dejándolo allí fuera de peligro inminente.

Fue un gesto valiente pero temerario el que realizó Agion pues nadie podía decir cuándo aquel tridente bajaría con rápida y asesina intención.

Ya fuera del alcance del tridente, Agion pasó al trote delante de mí y me volví para seguirlo, tirando de la yegua con gran dificultad.

Nos instalamos a unos doscientos metros del ogro, en un pequeño claro de piedras justo al borde del sendero. Agion se arrodilló y movió las ramas de malta dorada delante de las narices de Bayard una vez más.

Esta vez no tuvo efecto.

—¿Está...?

—Sólo lo ha dejado inconsciente con el golpe —me aseguró Agion—. Lo más probable es que Sir Bayard esté sin sentido durante un rato. —Miró hacia la parte de arriba del sendero—. Y al parecer nuestro adversario se ha esfumado.

Miré también hacia arriba. Efectivamente, el paso se veía libre de gigantes.

—¿Lo podrías llevar, Agion? Quizá podremos escurrirnos por el desfiladero aprovechando la ausencia de Sir Monstruosidad. O también podríamos tomar camino hacia el oeste, hacia Coastlund.

El centauro hizo un signo con la cabeza negando mis palabras.

—Aquí permaneceremos mientras dure la guerra. El Caballero está herido. No se lo puede mover sin que corra algún riesgo. De forma que hasta que despierte... haremos una fogata, y estaremos alerta, no vaya a ser que vengan más ogros.

Miré a nuestro alrededor. No se podía decir que aquello fuera una tierra de promisión. Bayard nos había guiado cada vez más alto por las Montañas Vingaard, sobrepasamos la zona de arboledas y nos hallábamos en un lugar lúgubre, de rocas y cascajo y hielo. A nuestro alrededor, el mundo había sucumbido dentro de un silencio denso, inquietante.

* * *

El día siguiente se presentó como el peor de los que habíamos tenido hasta el momento. Bayard no reaccionaba con la malta dorada, ni con la ajedrea ni siquiera con la mejorana silvestre. Todas estas hierbas las recogía yo por indicación de Agion y otras que suponía podrían tener algún efecto. Después de hacerlo, yendo tan lejos como me lo permitía mi valor, volvía al campamento, donde Agion seguía arrodillado junto al todavía inconsciente Bayard.

—¿Os llegué a contar en alguna ocasión lo que solía decir Megaera acerca de la mejorana silvestre? —preguntó Agion.

—Mira, Agion, no creo que ahora sea el momento de...

—«Buena para todo lo que os aqueje, Agion», solía decir, «siempre y cuando dispuesto estéis a aguardar durante un año para que haga su efecto». —Y tiró la hierba lejos con indiferencia.

—Agion...

—Debéis estar vigilante, no vaya a retornar el ogro misterioso. Con los cambios bruscos de tiempo y con las propiedades ocultas de estas hierbas ya tengo de qué preocuparme. Y por lo que respecta a mi persona, mi plan es ponerme lo más cómodo posible para pasar la noche, pues Bayard no parece tener los hados a su favor para recuperar el sentido y poder dejar este lugar.

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