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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (26 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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En segundo lugar, las alabanzas de los bardos, con canciones en honor a Huma y a Vinas Solamnus y a Gerald di Caela, fundador de la familia y bajo cuyo nombre se celebra este torneo.

Para esta hora, casi todos los Caballeros están presentes allí: más de cincuenta. Cuatro de los más prominentes llegarán con retraso.

Sir Prosper Inverno no llega hasta que los clérigos de Mishakal están cantando las plegarias a Kiri-Jolith, señor de la guerra. El fornido Caballero entra a pie entre las filas de sus compañeros con su brillante y misteriosamente translúcida armadura... Los demás Caballeros no pueden evitar hacer comentarios cuando se dan cuenta de quién acaba de llegar. Sir Robert se sonríe ante aquel espectáculo, pues ya tiene oído que los sureños tienen el don de la teatralidad.

Los del este, por otra parte, están a merced de impulsos menos premeditados. O por lo menos algún hombre del este, ya que Sir Ramiro de Maw llega cuando los rezos para congraciarse con Mishakal están a punto de terminar. Llega demasiado tarde para recibir las bendiciones que previenen heridas mortales, impartidas por los vicarios de la diosa Mishakal. Hace una reverencia ante Sir Robert en señal de presentación de excusas y di Caela se da cuenta de que el vino corrió sin mesura en su campamento la noche anterior, por lo que está mañana esta agotado, dolorido y llega retrasado. Por esta razón no cabe duda de que su desenfreno ha echado por tierra la poca ventaja que tenía para salir victorioso, cosa que Sir Robert ya sabe que le ha ocurrido en otros torneos.

Con más retraso llega Sir Gabriel Androctus, sospechosamente ausente de las plegarias, en el momento en que se desarrollan los cantos de los bardos, cuando los participantes se están aprestando para el combate. Aparece en el último segundo, cuando suenan las trompetas y los Caballeros se van presentando al ser proclamados sus nombres, leídos de la lista escrita en el pergamino. En ese momento es cuando Sir Robert di Caela puede ver a Sir Gabriel ya armado y a caballo, con una lanza en la mano, llevando su caballo al paso por en medio de los contrincantes ocupados en mil cosas.

No es sorprendente que su armadura sea negra. Y de nuevo Sir Robert siente ese malestar que sintió la víspera en la escalera y no comprende cómo pudo escribir el nombre de aquel hombre tan alegremente.

Debía de estar medio dormido,
piensa.
Pero seguramente Orban o Prosper...

Seguramente sus lanzas acabarán con él antes de que...

Esta vez con menos paciencia y con más rabia, escudriña el pie de las montañas del oeste.

Cúmplase lo que está reservado para Brightblade. Cúmplase el destino. Cúmplase la profecía.

* * *

Aunque nunca amañaría los sorteos que señalan el orden de los contrincantes para enfrentar a un Caballero inquietante —por decir uno, Gabriel Androctus— contra uno más poderoso —por ejemplo, el Caballero Azul de Balifor—, respira más tranquilo cuando ésos son los resultados. Cuando sus turnos salen del yelmo de plata de ceremonias, el número «3» sale como caído del cielo, señalando que aquellos dos deben enfrentarse en el tercer torneo del día.

Bien. Pronto habrá acabado todo esto.

Sir Robert contempla cómo se suceden las dos primeras lizas, que acaban casi tan pronto como cuando se inician. Sir Ledyard y Sir Orban vencen a dos Caballeros, torpes y jóvenes, procedentes de Lemish. De hecho, la victoria de Ledyard no comporta ningún tipo de esfuerzo y esto hace que Ramiro, con sarcasmo, diga: «Si Sir Ledyard es la flor de Southlund, ¿es su contrincante el capullo de Lemish?».

Sir Robert solía reírse abierta y escandalosamente con esas tonterías, y más cuando eran dichas con el acento del este que tenía Ramiro. También solía reírse con los osos de los malabaristas que hacían gracias delante de la tribuna mientras se hacía tiempo esperando que se celebrara el siguiente torneo. Pero ahora está silencioso, atento a la siguiente contienda anunciada en el cartel para aquel día: el Caballero Azul de Balifor y el misterioso y enlutado Gabriel Androctus.

Por fin suena la trompeta del heraldo y la actuación del malabarista acaba siendo aplaudida por algunos criados y otros Caballeros y damas menos atentos al torneo. Los que saben de justas no pierden ojo a los contrincantes, cada uno ocupando su sitio respectivo en los extremos del terreno, medio ocultos en unos remolinos de polvo que acababan de levantarse. Los Caballeros tienen las lanzas en posición de descanso, es decir, en una posición vertical, de tal forma que sobresalen como astas de banderas o como obeliscos, y alcanzan los cuatro metros. El aire de la tarde es caluroso.

Androctus es zurdo,
remarca con preocupación Sir Robert.
Eso
confundirá al Caballero Azul. Pero, si debemos hacer caso a las historias, problemas más graves ha tenido que afrontar.

Tras la señal dada por el heraldo, los dos hombres tienen que cerrar sus visores y lanzarse pullas, como signo de que están preparados para enfrentarse y que la lucha puede empezar.

Pero aquí nos encontramos con un problema, ya que los visores de los dos Caballeros se han mantenido cerrados desde que ambos aparecieron esta mañana, prefiriendo los dos guardar su anonimato.

Aquí Sir Robert presiente un drama.

—¡Caballeros! ¡Levantad vuestros visores! —exclama con su voz más oficial y autoritaria. Tal como esperaba con cierta malicia, en ambas partes se produce un momento de duda.

Y, para su sorpresa, el Caballero de la armadura negra levanta su visor. Su cara es pálida, de la clase que las mujeres suelen calificar como elegante, pero que los hombres calificarían de peligrosa. Sir Robert hubiera deseado que su hija estuviera a su lado, pues no tiene rival en el arte de juzgar caras. Pero no asiste al torneo, ya que ha preferido permanecer en sus aposentos, y desentenderse de lo que clasifica de «gamberrada celebrada con vestidos de gala». Por lo tanto, Sir Robert tiene que recurrir a su propio criterio.

Aquella cara es inescrutable como la de un icono o la de un hombre fallecido. Es el rostro de un hombre que aparenta entre veinte y sesenta años; sin poder hacer mejor apreciación al respecto, Sir Robert se contenta con ésta. Los ojos son de un gris pálido, casi amarillento, los párpados de un rojo perverso, como si estuvieran pintados por manos inexpertas o no estuvieran acostumbrados a la luz.

Se podría decir que es una cara terriblemente familiar, por todo lo que tiene de horripilante.

Sir Robert apenas mira al Caballero Azul. No está seguro de si el contrincante de Sir Gabriel levanta o baja el visor pues el Caballero Encapuchado cierra su yelmo con un ruido seco, se acomoda bien en la silla, y se cambia la lanza a la mano derecha, demostrando así no querer tomar ventaja indecorosa.

Como bien es sabido, a los caballos de tal envergadura —aquellos inmensos caballos bayos de batalla criados en Abanasinia— les cuesta empezar a moverse. Sus grandes patas y cuartos son pesos pesados, al igual que su abombado pecho. Y no digamos nada de los caballeros con armadura que tienen que llevar. Todo esto hace que les lleve tiempo alcanzar velocidad de torneo. Pero una vez en movimiento son prácticamente imparables, como una avalancha o el fluir en cascada de un río de montaña.

Al advertir que el Caballero de negro se hallaba pronto al ataque, el Caballero Azul de Balifor clava las espuelas en los ijares de su caballo y por un momento el animal da un respingo y relincha, tras sentir quizás un giro inesperado en el torneo. Pero pronto los dos hombres, con las lanzas preparadas, se dirigen a toda velocidad hacia el centro del terreno, donde dos gallardetes —uno de color azul intenso y el otro negro como el ojo de un cuervo— ondean en astas elevadas.

En un instante colisionan y las lanzas se astillan. Un instante después el Caballero Azul cae de su caballo, y al tocar tierra con su armadura se produce un gran estruendo. Una bota azul de hierro se queda enganchada en uno de los estribos. Y el asustado animal sale al galope dejando tras de sí una densa polvareda. El maestro de ceremonias, a caballo, y los ayudantes, a pie, salen detrás del animal. En el lugar de la colisión, el Caballero Azul yace prácticamente inmóvil. Por un momento, su cabeza, que todavía conserva el yelmo, se levanta lentamente como si estuviera intentando ponerse de pie. Luego se hunde, y el cuerpo se contrae de dolor.

Sir Robert se levanta de su asiento inmediatamente, sospechando que ha habido engaño, algún pase de lanza trucado o al margen de la ley. Pero todo parece haber ocurrido con toda limpieza, incluso escrupulosamente, y en el momento en que el escudero y otros servidores del Caballero Azul se precipitan junto a su señor, Sir Robert mira de nuevo a quien ha obtenido la victoria.

Sir Gabriel parece indiferente a los sufrimientos de su contrincante, ya que no ha hecho gesto alguno para preguntar caballerosamente sobre el estado del adversario derrotado, como hizo Oban e incluso el excéntrico Sir Ledyard, el trastornado por el mar. En su lugar, el Caballero de negro aguarda montado en su caballo en el extremo del campo, con la lanza rota en posición de descanso. Luego, lleva al paso al caballo hasta las tribunas y justo delante de Sir Robert se levanta de nuevo la visera.

Su mirada es irónica, su sonrisa es fría como los páramos de la montaña. Una sonrisa que Sir Robert tendrá presente a lo largo del torneo de esta primera tarde, mientras resuenan los ruidos de lanzas rotas y los gritos del público en sus oídos, hasta que se apagan y todo esto se queda como ruidos de fondo para sus reflexiones preocupadas, ruidos como los de los cucos mecánicos que suenan aquella noche en los salones del Castillo di Caela, a la vez que Sir Robert, después de haber dado permiso a sus criados para retirarse hasta la mañana siguiente, se pasea de un lado a otro en sus desordenados aposentos.

Seguro que mañana. Este Sir Gabriel Androctus se las verá con un contrincante de su categoría, Sir Orban de Kern. Hubo un tiempo en que la lanza de Orban era conocida hasta en Tarsis.

Con la preocupación de que la lanza de Orban siga siendo invencible, Sir Robert se queda dormido, pero poco duerme aquella noche.

* * *

La confrontación se produce en el quinto torneo del día, siguiendo los sorteos extraídos del yelmo de oro. Sir Robert está impaciente y malhumorado e incluso llega a regañar a Lady Enid hasta hacerla llorar (pero es él quien vierte lágrimas y no Lady Enid, pues cuando es regañada no para mientes en regañar a su vez). Incluso se dice que de camino al campo de las justas ha abofeteado a un criado que estaba holgazaneando.

Es como si una nube hubiera cubierto los campos del torneo; Sir Robert di Caela está sentado taciturno en las tribunas viendo pasar con impaciencia cuatro lizas que lo tienen sin cuidado, esperando el momento en el que Sir Orban y Gabriel Androctus rompan lanzas.

Por fin llega el momento, hacia la mitad de la tarde. Los campeones se suben a sus caballos en los extremos del campo, y sus escuderos se dirigen andando hasta las tribunas para ofrecer al presidente del torneo los respetos de los contendientes. El escudero de Orban es un muchacho guapo, de pelo negro, bastante fornido y para más señas sobrino de Sir Ramiro de Maw, vencido por su propio vino y por Sir Prosper Inverno el primer día de las justas. Ramiro, acompañado por una desconocida joven, está sentado entre el público junto a Sir Robert. Todo el mundo aplaude los modales de su gordo sobrino.

El escudero de Sir Gabriel, por otro lado, es un misterio tan grande como su protector. Una figura delgada con una capucha negra que no había estado presente el primer día de la competición. Por lo cual, todo el mundo pensó que Sir Gabriel había venido solo. A pesar de no saber ni quién es ni de dónde viene este escudero, hay que decir que es eficiente: repite las palabras ceremoniales sin falta alguna y sin entusiasmo, y vuelve sin demora junto a su protector. En este momento, los escuderos llevan los caballos hasta los lugares en los que se han de bajar los visores y desde donde se lanzan los desafíos.

Otra vez, Sir Gabriel Androctus realiza el gesto de cambiarse la lanza de la mano izquierda a la derecha. Y sólo Robert di Caela oye, al verle repetir ese ademán, un juramento blasfemo que no tiene nada de solámnico.

El malvado quiere decir que puede derrotarlo con cualquier mano,
piensa Sir Robert. No puede dejar de preguntarse si Sir Gabriel Androctus podrá demostrar su fanfarronada.

El primer lance va mejor que el de ayer, piensa Sir Robert, pues los Caballeros se cruzan y se astillan las lanzas al golpear los enormes escudos. Como consecuencia de la colisión, los dos Caballeros se ponen de pie sobre sus estribos. Sir Robert aprieta fuerte los dientes y su hombro le da un tirón, como en los torneos de hace tanto tiempo.

Después de llevar a sus caballos al punto de salida, piden otra lanza. De nuevo comienza la carga a una señal del mariscal. Los caballos se lanzan hacia adelante como grandiosos y pesados carromatos; los Caballeros se inclinan en sus sillas y enristran amenazadoramente sus lanzas.

Las cosas cambian terriblemente en la segunda carga. La lanza de Sir Gabriel golpea de lleno el escudo de Sir Orban produciendo un tremendo estruendo y un hiriente sonido de metal rozado y retorcido. El magnífico impacto de Sir Gabriel hace que el arma atraviese el escudo de metal y cuero y, de nuevo, el metal del peto de Orban.

La reacción de Sir Robert y de Sir Ramiro es inmediata: ambos se ponen de pie, y gritan: «¡Trampa!». No cabe duda de que las armas del Caballero Encapuchado han sido afiladas antes del combate,
armas finales
en vez de
armas corteses,
romas y protegidas, como las reglas del torneo habían dispuesto.

Aquello ya no sirve de nada al descabalgado Sir Orban. Intenta levantarse en dos ocasiones y a la segunda, con grandes y dolorosos quejidos, consigue ponerse de rodillas. Así, cubierto de polvo y tierra, con la sangre que se escurre por la incisión del mellado peto y por las ranuras del visor al toser una y otra vez, Sir Orban se tambalea de rodillas y cae de cara contra el suelo justo antes de que lleguen hasta él sus ayudantes.

Su voluminoso escudero, sacando fuerza de indignidad y pánico, hace girar sobre la espalda el cuerpo acorazado con un movimiento rápido pero suave.

Abre el visor y estalla en lágrimas.

—Que el pecho de Huma reciba su alma —musita Sir Ramiro.

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