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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (25 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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No se ha de entender que el Caballero Azul de Balifor fuera el contendiente más insólito que compitiera para conseguir la mano de Lady Enid di Caela. Cuando se reúnen participantes de todo el continente, se puede estar seguro de que algunos de ellos son un tanto... estrafalarios.

Allí se encontraba Sir Orban de Kern, con una barba dividida en sus extremos y con un parche en el ojo, todo lo cual le daba una apariencia escandalosa, como de pirata, aunque afirman las historias que no había Caballero que le aventajara en poseer un corazón más inocente y noble. Llevaba encaramado a su hombro un loro que hablaba, de color naranja y rojo y estos colores cambiaban a la luz del sol y de la luna. El loro hablaba sin cesar a Sir Orban, y éste a su vez le respondía con palabras amables y a pocos más decía palabra alguna.

Allí se encontraba Sir Prosper Inverno de Zeriak, el Caballero Solámnico procedente de las tierras más al sur de Solamnia. Su armadura era gruesa y translúcida como el Acantilado Glacial que se encontraba a un día de camino de sus dominios. Gruesa y translúcida, y además reluciente como los zarifos, por lo que los reunidos en el Castillo di Caela se preguntaban si no estaría hecha de hielo o de alguna piedra preciosa. Una piel blanca de oso le cubría los hombros y se contaba que el aire que rodeaba su tienda era más frío que los otros, que hasta el vino que se dejaba en una copa amanecía a la mañana siguiente con una capa de hielo. Aparte de aquellas historias, todo el mundo sabía que era un lancero de gran habilidad y de sorprendente fuerza, y ninguno de los Caballeros deseaba que le tocara enfrentarse con él cuando comenzó el torneo.

Allí estaba también Sir Ledyard de Southlund, que había navegado, se decía, durante muchos años por todos los mares. Había pasado cerca del Mar Ensangrentado de Istar y los ojos se le pusieron rojos ante aquel espectáculo. Tanto o más extraño que el yelmo que lucía, labrado en metal, que imitaba las acaracoladas conchas marinas en la zona que protegía las orejas, por lo que Sir Ledyard recordaba a alguien que hubiera sido sacado del mismo Mar Ensangrentado. Se dice que con aquel yelmo no cesaba de oír el rumor del mar, un rumor que lo invitaba sin cesar a volver hasta él.

Allí estaba también Sir Ramiro de Maw, Caballero que procedía de tierras más al este de donde viniera el Caballero Azul de Balifor y también de mucha más envergadura: debía de pesar unos ciento ochenta kilos, sin su armadura, por supuesto. Siempre estaba alegre, y era muy aficionado a las canciones de viajes —algunas de tinte obsceno—, y estoy seguro de que Lady Enid dejó escapar un suspiro de alivio cuando perdió el torneo frente al Caballero Encapuchado la primera mañana de las lizas.

Y fue el Caballero Encapuchado quien levantó más rumores y especulaciones en el Castillo di Caela. Llegó la noche anterior al día señalado como comienzo del torneo y puso su campamento a tres kilómetros al oeste del castillo, alejado de todos los demás contendientes. Muchos de los Caballeros, incluso el campechano Sir Ramiro, sintieron escalofríos la víspera del torneo cuando miraron hacia el oeste, donde estaba situado el campamento del Caballero Encapuchado, y pudieron ver su silueta negra contrastada con el rojo color sangre del sol que se ponía.

Hasta el mismo Sir Robert di Caela se sintió consternado con aquella presencia, aunque sin saber por qué, y se sorprendió mirando hacia el oeste más allá de aquel campamento, hacia las faldas de las Montañas Vingaard intentando ver algún signo de movimiento, algún resplandor cogido en las últimas luces del día que indicara que Sir Bayard Brightblade, el Caballero cuya armadura era tema de las fábulas, había llegado por fin allí. Así, Sir Robert podría inaugurar el acontecimiento con confianza, sabiendo que el destino volaba hacia él, que el de Brightblade, al que había esperado, había llegado por fin.

La noche cayó, y Sir Robert dejó las almenas descorazonado, ya que Brightblade no había llegado, retrasado por algún motivo en los caminos. Mientras tanto se habían ido extendiendo más rumores por todo el campamento.

Se decía que el Caballero Encapuchado era heredero de una familia que había sido proscrita de las Órdenes Solámnicas, que había llegado al torneo con la esperanza de reinstaurar a su familia y recuperar el honor perdido muchas generaciones atrás, en tiempos del Cataclismo.

O que el Caballero Encapuchado era un encantado obligado por algún maleficio a rodar por el mundo hasta que ganara un torneo como el que se iba a celebrar entonces. Después de todo eso, liberado del encantamiento y de sus ataduras a esta tierra, desaparecería, no dejando nada tras sí.

O que el Caballero Encapuchado era Sir Bayard disfrazado, ya que había llegado sin ayudantes, pues todo el mundo sabía que Bayard había estado buscando por todo Coastlund un escudero.

Estas fueron todas y otras no mencionadas historias que le llegaron a Sir Robert hasta sus aposentos en el Castillo di Caela. Las estaba sopesando y contrastando cuando se produjo una llamada en las puertas del castillo y los guardianes profirieron un breve grito de sorpresa, aunque Sir Robert no podía afirmar si de alegría o de temor.

Es demasiado tarde para presentar los respetos esta noche,
pensó Sir Robert o así me lo dijo.
Sea quien sea puede esperar hasta mañana, pues nada se hará con las listas hasta entonces.

Pero entonces pensó en Sir Bayard Brightblade, camino del Castillo di Caela. ¿No sería esto posible? Pudiera ser que se encontrara al pie de las murallas, en espera de recibir la cortesía solámnica: una habitación caldeada, una copa de vino, el apuntar su nombre cortés y ceremoniosamente en las listas para el día siguiente.

Alentado por tales pensamientos, Sir Robert abandonó su lecho, haciendo sonar, sin duda, todos sus huesos.

Sir Robert se colocó la armadura encima del camisón, y el casco encima del gorro de dormir, y delante del espejo que había en la habitación (una de las últimas reliquias de su difunta esposa que murió siendo hermosa y muy joven) se ajustó el peto y el visor, intentando encontrar ese punto medio entre el bienestar y la dignidad.

No estoy mal, para ser un hombre de cincuenta -
-pensaba—.
Tengo el pelo un poco amarillo, aunque esto es normal, y el exceso de peso me impide encajar bien la armadura. Pero a fín de cuentas, no estoy tan decrépito como para no ver en mí a aquel que fui en los días en que estaba en activo, y por supuesto lo suficientemente digno como para recibir a los jóvenes combatientes, quienes, con excepción hecha de Sir Bayard Brightblade y quizás un par más, no son sino pálidas copias de los Caballeros que iban al frente de las Órdenes en los tiempos de mi juventud.

Comienza a bajar las escaleras, tosiendo un poco por lo intempestivo de la hora y por el frío. En algunas partes del castillo, tres cucos salen del reloj y dejan oír su canto. Sir Robert se ilumina con la poca luz de una vela hasta que ésta tiembla por unos instantes y se apaga, dejándolo en la oscuridad. Deja escapar un juramento suave y se pone de puntillas intentando prender la mecha de la vela con las ascuas que habían quedado en una tea de una pared.

Entonces oye la voz, procedente del pie de las escaleras. Aun sin haberse visto nunca con el hombre, sabe que no es Bayard Brightblade, como había esperado; se trata del Hombre Encapuchado, que ha levantado su campamento en el oeste, quien ha aguardado hasta que oscureciera antes de presentarse en el castillo para ofrecer sus respetos y para firmar las listas.

—Imagino que sois Sir Robert di Caela —dice el Caballero desde la oscuridad. Y di Caela piensa en unas cuantas respuestas: palabras de enfado, valientes; piensa en respuestas agudas que dejarían bien asentado que en este castillo las cosas se tratan a la luz del día, pero al oír aquellas palabras frías y secas del Caballero desde el pie de las escaleras, todo lo que alcanza a contestar es un débil
sí.

Sir Robert se ve a sí mismo retrocediendo hacia la habitación. Aquellas piernas que resistieron con tanto vigor más de cien torneos, que se mantuvieron incondicionales en el desfiladero de Chaktamir, donde mi padre se convirtió en un héroe, ahora, en esta ocasión, han empezado a moverse antes de que él se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Se detiene, y se maravilla de todo el coraje que necesita para hacerlo.

Hay movimiento al pie de la escalera.

—He venido, Sir Robert, a presentaros mis respetos —dice una voz glacial—. Tenéis un magnífico castillo y muy bien conservado. Los trabajos de restauración son apenas perceptibles, lo que muestra el buen hacer de un buen artesano.

—Gracias —comienza a decir Sir Robert, recuperándose del malestar, del innombrable temor de hace un momento—. Gracias, Caballero, aunque no sé nada de restauración ni de decoración de castillos; todo ello está más allá de mi alcance. Soy una persona tosca a quien se le caen de las manos los vasos, ese tipo de hombre que se limpia la barbilla con la esquina del mantel en vez de ser alguien refinado, educado, un heredero digno de los viejos antepasados familiares.

—Si ése es vuestro mayor fracaso como Caballero, Sir Robert —dice la oscura voz con amabilidad—, podéis dejar vuestras pertenencias a vuestros herederos, sabiendo que... habéis cumplido muy bien en todos los aspectos. Es mi creencia que el estado de vuestras posesiones: vuestras finanzas, vuestras tierras, el bienestar de vuestra servidumbre y de vuestros criados, están tan saneadas como el aspecto de vuestro castillo.

—Bueno, bueno —se defiende di Caela, apoyándose contra el marco de la puerta, ya no tan seguro de su total desprecio por el visitante, hasta casi llegar a ver en el joven cierta... perspicacia, una prudencia rara en personas de su edad, por el hecho de saber apreciar cuan difícil podía ser el mantenimiento de un dominio, cuan absorbente de la energía de un hombre y de sus horas de sueño. Y sueño tenía.

Pues de no ser que esperaba la llegada de Sir Bayard Brightblade de un momento a otro...

—Imagino que habéis venido para inscribir vuestro nombre en las listas, joven —comienza a decir amablemente Sir Robert en el momento en que el hombre se sitúa a la luz de las escaleras.

Está vestido de negro, como si llevara luto por alguien estimado por él,
anota Sir Robert.
Y la capucha sobre su cara no es tan amenazadora como la que describió el viejo Ramiro.

No cabe duda de que se trata de algún tipo de pena que está intentando sobrepasar, ahogar.

—Vos debéis ser aquel a quien llaman el Caballero Encapuchado —dice Sir Robert, y allí no hay asomo de que sea una pregunta pues no está acostumbrado a hacer preguntas. Las preguntas, sin duda, son muestra de debilidad.

—Gabriel Androctus —dice la voz, saliendo de los pliegues de la tela negra, con calma, suavemente—. Así sonará mejor cuando lean las listas. Menos... teatral.

—Dad un paso adelante, joven —exclama Sir Robert, esta vez más animado—. Entrad en mis aposentos mientras voy a buscar una pluma.

Pero Sir Gabriel se queda en el último peldaño de abajo, sin moverse.

—¿Sois sordo, muchacho? —protesta Sir Robert—. Subid.

—Bueno, es muy tarde, Sir Robert. No dudaré en hacerlo más tarde... cuando nos conozcamos mejor —musita Sir Gabriel—. Ahora, una vez presentados mis respetos, una vez que mi nombre está ya en las listas, ruego permitáis que me retire, pues debo volver a mi tienda. La noche es breve y debería descansar para estar preparado para las justas de mañana.

—Cómo no, cómo no —dice Sir Robert volviéndose; en su escritorio está la pluma, metida en un tintero, y el pergamino enrollado, con la lista de los contendientes, atado con un lazo de terciopelo.

Desenrolla la lista y oye cómo suena la puerta al cerrarse allí abajo. Se dispone a escribir el nombre pero se queda con la pluma en el aire, profiriendo un juramento.

—He olvidado preguntar a Sir Gabriel de dónde es; ¡maldita sea!

Los salones de la parte de abajo están en silencio. Afuera un caballo relincha impaciente en el establo, y la noche deja paso al grito de las lechuzas y al lento chirriar de los grillos.

* * *

Las listas son expuestas a la mañana siguiente, pero el nombre de Gabriel aparece sin indicar el lugar de procedencia ni su linaje y ocupa el último lugar del pergamino. A Sir Robert le habría gustado conseguir esa información y completar las listas con el boato debido.

De todas formas allí consta el nombre, junto a los del resto de los Caballeros que han acudido a la cita. ¿Qué más podía pedir un hombre que está dispuesto a conceder la mano de su hija al más diestro, al hombre solámnico más viril de entre todos? Algo más, quizá, pues allí no consta el nombre de Bayard Brightblade.

En la ventana de la torre más baja está asomado Sir Robert mirando hacia el oeste y puede ver lo que sucede si mira entre los estandartes que ondean al viento en las tiendas de los campamentos. Allí puede ver bordado el gran oso de Ramiro, con el pez entre sus dientes, y un poco más allá la montaña plateada de hielo de Sir Prosper. Más lejos está, inmóvil, el estandarte negro de Gabriel Androctus.

Más allá, las montañas, de las que no se despide polvareda alguna, ni se ve a nadie subir de los caminos que conducen al este y hacia el valle.

Bayard no viene. Todavía no.

Sir Robert respira con dificultad al comenzar a ser ayudado por su escudero en el gravoso ceremonial de colocarse la armadura de bronce. Por fin acaban con aquella faena y el escudero le entrega el escudo que lleva el emblema de la Casa di Caela —una flor roja llameante sobre una nube blanca y todo ello sobre un campo azul.

Después, Sir Robert baja por la escalinata de la torre. Ha llegado la hora de comenzar la ceremonia, que durará tres días; al término de ella tendrá que conceder la mano de su hija. Será una ceremonia de cesión del último nombre, pues en las generaciones futuras este lugar no será conocido como Castillo di Caela —irremediablemente— y de ello tiene toda la certeza.

¿Castillo Inverno, quizás?

¿O Castillo Androctus?

Haciendo una pausa en el rellano de la larga y tortuosa escalinata, mira de nuevo hacia el oeste. Y no ve nada al pie de las montañas.

Entonces,
piensa Sir Robert di Caela resignadamente,
que comience el torneo.

* * *

Hacia mediodía, cuando el sol empieza a calentar y ya se han reunido los Caballeros, empiezan a tener lugar los complicados preliminares que marcan un torneo solámnico, uno por uno: primero, las plegarias, a cargo de los clérigos de blancos hábitos, al Gran Dragón, a Kiri-Jolith y a Mishakal, a quienes se ruega que todo se desarrolle con honor, con destreza y que no se produzcan heridas mortales.

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