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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (24 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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La mayoría ha llegado a esta conclusión. Pero la familia di Caela no está totalmente segura.

—¿Y vos, Sir Bayard? —preguntó Agion al hacer aquél una pausa—. He oído esta historia de calamidades, venganzas y violencias, una historia que transcurre durante cuatrocientos años en los que las injusticias se suceden sin cesar, y debo confesar que tengo muchas preguntas que hacer. La primordial es vuestra parte en una historia de infortunio tan antigua.

—Ésa también es una historia muy larga —comentó Bayard, moviendo la mano como queriendo decir que ya había contado demasiadas historias aquella tarde.

—Pero, contadnos, por favor, Sir Bayard —insistió Agion—. Galen y yo mismo somos entusiastas de las historias.

—Agion, quizá Sir Bayard esté un poco cansado y...

—Nada de eso importa, Galen —dijo Bayard mostrando un poco de cansancio—. Pues los dos merecéis saberla, ya que todo esto os concierne también a vosotros.

Y contó la historia, una historia sensacional, que escuchamos con atención mientras cabalgábamos junto a él.

*

*

—Mi infancia prometía no ser como la tuya, Galen. Yo era el heredero de un inmenso castillo en Solamnia central.

—Muy parecida a mi infancia, Sir —añadí con sarcasmo—. Pues, después de todo, estoy en tercer lugar para heredar un nido de ratas en una casa con foso en el noroeste de Coastlund.

Bayard me ignoró, animado por su historia, dispuesto a enseñarme algo o a que nos matáramos mientras tanto.

¿Existe alguna historia de la infancia de un hombre que ha alcanzado el éxito que no sea un cuento de escasa suerte?

—No hubo soldados de Neraka, ni bandidos de Estwilde, que vinieran a robarme mi derecho de primogenitura, ni castillo ni tierras que me llevaran dos años para recuperarlos. Ni ninguno de nuestros viejos enemigos conspiraron para arrebatarme mi herencia. Sin embargo, fue nuestra propia gente la que se levantó contra mi padre una noche de verano, más o menos como ésta. Yo tenía en aquel entonces catorce años. Mataron a mi padre y a mi madre. También mataron a los criados de la casa y a toda la servidumbre por «albergar simpatía por los opresores», según dijeron. Y a la edad de catorce años me habrían asesinado si no me hubieran salvado mi buena suerte, su agitación y desconcierto.

—¡Cobardes! —exclamé, pensando que se esperaba que dijera algo por el estilo.

Fue una metedura de pata, como siempre. Bayard se volvió hacia mí, me miró con mala cara y sacudió la cabeza.

—No, cobardes, no. Aunque también lo pensara yo a mis catorce años y juré vengarme de ellos y de su gente. Era demasiado joven para entender su cólera o mi juramento. Cobardes no, puesto que las consecuencias más catastróficas del Cataclismo —cuando el mundo se derrumbó y cambió la configuración de la tierra— fue aquella pobre gente la que las sufrió inmediatamente y con más intensidad, Galen. Nada sabía de aquello cuando hice mi juramento, nada sabía de la rabia que se produce dentro cuando uno ve que alguien no se muere de hambre por la simple y sencilla razón de que no ha nacido para morirse de hambre. Aquello lo aprendí crudamente en Palanthas.

—¿Palanthas? —interrumpí—. A ver si lo he entendido bien. Os dejaron huérfano cerca del Alcázar de Vingaard, solo en el mundo a la edad de catorce años y no os faltó el valor ni los recursos para viajar solo durante una semana, atravesando las Montañas Vingaard hasta la ciudad de Palanthas. ¿Es así?

Agion también estaba muy atento, después de que el nombre de Palanthas le viniera a recordar algo. Se volvió y se dirigió a mi protector.

—¿Palanthas, Sir Bayard? ¿Habéis visitado Palanthas?

—Sí, Agion. Y también he vivido allí.

—Quizá me podréis decir algo. ¿Es cierto que se comen a los caballos los de Palanthas?

Creí que era una superstición de los centauros y me preparé para reír aunque no me dio tiempo, pues Bayard lo había confirmado con la cabeza.

—La gente pobre lo hace, Agion, cuando los cazan. Aunque esto ocurre muy raramente y se ven obligados a sobrevivir con otras cosas. Esto lo confirmo, que lo sé muy bien, como antes afirmé.

Prosiguió puestos los ojos en la lejanía, y miré a
Valorous
y a la yegua de carga, y traté de imaginarlos en una bandeja sobre una mesa rodeada de comensales.

—... pude salir del torreón sin ser visto, y tras cabalgar un kilómetro más o menos, volví la vista, pero no pude ver las llamas de la torre del vigía, solamente el humo. Un poco más tarde tomé la carretera que me llevaría hacia el oeste y salí de los dominios de mi padre entrando en lo que en aquella época llamábamos «tierras hostiles». Entonces lo que me parecieron tierras hostiles eran las tierras que iba dejando atrás, aquellas que habría heredado si todo hubiera seguido como siempre.

Haciendo un alto en su narración, hizo que
Valorous
se parara.

—Nos detendremos aquí a comer. Si uno no tiene cuidado, hasta las costillas de cabrito pueden echarse a perder en este tiempo tan caluroso del año.

Después de todo lo que tuvo que pasar en Palanthas, y aunque aquello estuviera relacionado con los di Caela, no cabe duda de que Sir Bayard aprendió bien las lecciones de supervivencia.

*

*

La historia quedó detenida para hacer una fogata y poner las costillas para que se asaran en una parrilla que pudimos improvisar. Agion se quedó de pie, y vigilaba por si se acercaba algo atraído por el olor de la carne braseada.

—Ya está bien de historia por hoy —insistió Bayard—. Deberíais descansar.

Estuve de acuerdo y miré disimuladamente hacia Agion, quien estaba mordisqueando con tranquilidad una manzana y mantenía fija la mirada hacia el oeste, que caía a nuestra espalda, y hacia el pantano que posiblemente ya habría olvidado.

Me quedé dormido durante un rato en aquel lugar y también lo hizo Agion. Cuando de nuevo estábamos de camino hacia el sur, Bayard siguió contando la historia a partir de donde la había dejado. Pasamos por unas tierras llanas y monótonas: el tipo de paisaje característico de Coastlund. Justo en el momento en que miré a un halcón que revoloteaba en el cielo del oeste, empezó a contarla.

—Viajar hacia Palanthas era muy peligroso, porque las Montañas Vingaard son un lugar horriblemente frío en cualquier estación del año. De no haber sido verano, el resultado final de mi historia habría sido muy diferente.

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De todos es conocido que Palanthas es famosa por sus riquezas, su bibliotecas, sus colegios y universidad y por la torre tan espléndida a la que llegan magos de todo Ansalon para ser examinados e instruidos. Si la ciudad se señalaba por algo era por su amor a la sabiduría y a la prudencia —remarcó, aunque sonriendo con ironía—. Tengo que decir que si esto hubiera sido así, tal y como se creía, habría sido mejor recibido allí.

Me imaginé la ciudad de oro, un paraíso asentado en una colina, sobre un paisaje monótono, que se extendía en todas las direcciones. Por aquel entonces desconocía que a pesar de todas las riquezas y brillo, Palanthas era una ciudad portuaria, dura, que descendía por la colina hasta el muelle de profundas aguas y que de éste subían marineros que hablaban lenguas que ninguno de nosotros habíamos oído o que nunca oiríamos de nuevo; hombres que llevaban dagas con empuñaduras muy labradas y los filos de las hojas envenenados.

La historia de Bayard fue la primera que oí que apuntaba a la pobreza, los dados y los puñales, que eran la base de la ciudad. Escuché, incrédulo al principio, las partes de la historia de Bayard que «se sucedían unas a otras» como había dicho ya Alfric antes de hundirse en un mar de tierras movedizas. A Agion, sin embargo, no necesitaba que lo convencieran mucho. Asintió con la cabeza durante todo el relato no porque hubiera estado en Palanthas, por supuesto, sino porque estaba seguro de que el revés de la cara de las ciudades era el único existente en las ciudades de los humanos, en las que criaturas pequeñas, con dos piernas y violentas se reunían en lugares de piedra y quemaban barro y carbón vegetal.

—Cuando llegué a Palanthas —siguió contando Bayard; echándose hacia adelante le quitó a
Valorous
un trozo de cardo seco que se le había adherido a las crines, aprovechando que el caballo se había puesto al paso—, nada que me interesara había en la parte sur de la ciudad. Sólo había comercios y mercaderes por doquier y la mayoría no atendían a los compradores, pues estaban solamente preocupados por comprar las mercancías de otros compradores en un intento, parece ser, de alcanzar ser el único y solo vendedor de té en la ciudad o el único peletero. Los que de verdad buscaban a alguien que comprara sus mercancías sólo se interesaban por los ricos: los magos que iban en carrozas, o los mercaderes de especias que lucían sus mantos y que iban por las calles de la ciudad montados en corceles de pura sangre. ¿Os imagináis lo que supondrían unos corceles tan briosos encerrados en una ciudad?

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No, allí no podría encontrar trabajo. No podía ni siquiera comprar comida con el poco dinero que tenía encima y que pude sacar de mi habitación de la torre. Aquellos mercaderes no estaban interesados en sumas de dinero tan ridiculas.

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Así que me dirigí hacia la parte oeste de la ciudad y pasé por las ruinas de los antiguos templos consagrados a dioses que habían sido arrinconados porque eran considerados «inconvenientes». Allí fue donde vi la legendaria Torre de la Gran Brujería, tan cantada en fábulas, no desde cerca sino a distancia y por poco tiempo. No tenía tiempo ni energía para admirar maravillas arquitectónicas...

*

*

Bueno, esto puede dar una idea de hasta qué punto habíamos llegado. Según iba hablando Bayard, una capa de amargura empezó a cubrir cualquier acontecimiento que narraba. Y empecé a comprender, al contarnos cómo durmió en los muelles evitando el contacto con las ratas, los asesinos y las rondas de enganche, por qué tuvo que dedicarse a robar lo que podía cuando le acuciaba el hambre y el frío. Sir Bayard nos contó cómo en una ocasión no pudo aguantar el hambre y el frío cuando se encontraba robando dentro de una casa de personas ricas, en un barrio del este, y abrió una cómoda llena de ropa de cama, sacó una manta, se envolvió en ella y se quedó dormido. Allí donde cayó se despertó pero vigilado por un Caballero Solámnico que estaba alojado en aquella casa y de paso por Palanthas, por lo cual no había llevado muchas riquezas que un ladrón le pudiera quitar. Bayard nos contó cómo aquel Caballero había conocido a otro Caballero que había conocido a otro que había conocido al padre de Bayard, y fue sólo por aquel azar que pudo escapar del frío y del hambre y también de la pobreza. Así fue como, muchos años más tarde, repaldado por un ejército solámnico, pudo emprender la marcha para reconquistar sus tierras y el Castillo del Alcázar de Vingaard.

—Dadas las circunstancias, Sir, hubiera hecho prevalecer todos los derechos que me correspondían por sangre —intenté consolarlo, y también Agion estuvo muy de acuerdo con ello—. Vuestro castillo os pertenecía, había ido pasando de padres a hijos generación tras generación y sólo hicisteis uso de aquellas amistades para hacer salir de él a la chusma que os había robado.

—Pero no hubo tal desalojo de chusma como tú los llamas —explicó Bayard—. Pues nunca se establecieron en la fortaleza. Pensaron que si vivían en el lujo de aquellos que los habían «oprimido», como ellos decían, llegarían a convertirse en gente tan maligna, tan malvada como sus propios opresores.

—¿Queréis decir que prefirieron seguir en sus miserables chozas y que no ocuparon los salones del Alcázar de Vingaard?

Bayard lo confirmó.

Aquello parecía algo imposible de creer.

—Entonces sí que merecían el destierro y todo lo que les pudiera caer más tarde, por razones de total y absoluta imbecilidad —pronuncié.

Esta vez Agion no fue tan rápido en darme la razón: la idea de estar bajo techo de paja era más de su gusto que el estar bajo techo de obra. Tampoco estuvo de acuerdo Bayard, quien meneó la cabeza lentamente, me miró con el entrecejo fruncido y con los ojos entornados para después mirar hacia el horizonte del este.

—Galen, no puedo responder a eso. Lo que a veces pasa por ser total y absoluta imbecilidad son principios disfrazados. —Sin dejar de mirar hacia el este, apuntó con la cabeza como si hubiera descubierto algo en los límites del horizonte, y así fue. Se volvió hacia mí, y me habló seria y directamente.

—Bastantes dudas tengo con mis propios principios como para poder dictaminar sentencia sobre los de los demás. —Me senté bien en la silla y me preparé para recibir otra pomposa lección magistral, pero en su lugar, Bayard apuntó hacia el este y cambió de tema.

—Las Montañas Vingaard.

—¿Sir?

—Las Montañas Vingaard. Las veréis pronto. Las verías también ahora si supieras escrutar en la distancia. —Sonrió, tiró de las riendas de la yegua y la puso a la altura de
Valorous-
-. A partir de ahora, nos dirigiremos hacia el este y llegaremos a las montañas, cerca de donde se encuentra el desfiladero.

* * *

Las montañas eran negras y se recortaban en un cielo azul profundo que estaba oscureciendo. Aquella noche acampamos bajo sus sombras. La vegetación se hacía cada vez más escasa en torno a nosotros según iba ascendiendo el terreno; el suelo era cada vez más rocoso.

No dormimos bien; por lo menos yo. A la mañana siguiente no estaba más fresco que cuando me acosté la noche anterior. Bayard me zarandeó para despertarme y cuando aquello no dio resultado, me dio con el pie. La punta de la bota no encajó bien en aquellas partes doloridas por la cabalgada, si se me permite hablar de esta manera.

—Hoy nos espera otra buena cabalgada, Galen —me anunció con alegría aunque también enérgicamente—. Si no paramos este ritmo, y si los dioses nos conceden que el camino esté despejado y que no encontremos obstáculo alguno, no dudo de que llegaremos a las puertas del Castillo di Caela dentro de cinco días, la víspera del torneo.

10

Preparativos para el torneo

Es hora de que cuente yo también una historia.

Esto sucede no mucho después de que Bayard contara su historia, y comienza cuando estábamos subiendo por las Montañas Vingaard camino del Castillo di Caela.

Como Bayard había temido, los sucesos del pantano habían retrasado nuestra llegada al torneo de los di Caela, aunque podíamos recuperar aquel retraso. Hay que aclarar que el torneo se celebraría puntualmente sin esperar a ningún candidato. Más de doscientos Caballeros habían acudido desde todo Solamnia, desde Ansalon. Cuentan las historias que incluso un Caballero vino desde el lejano Balifor, vestido con una armadura azul y luciendo una impresionante colección de plumas amarillas, pero para cuando llegamos al castillo ya hacía mucho tiempo que se había ido. Cabe decir también que fue vencido en las lizas que se celebraron al principio y no pudo llevarse a aquellas lejanas montañas del este a ninguna dama, pues sólo consiguió una gran moradura y una rotura de cervicales.

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