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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (5 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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—Entonces, es probable que el niño esté en algún lado.

—¿Podría seguir vivo?

Levanté la vista hacia él. Quería contestar que sí, pero estaba casi segura de que no, así que me quedé en tierra de nadie:

—Ni idea. —Dolph asintió, y yo cambié de tema—. Ahora toca el salón, ¿no?

—No.

Salió de la habitación sin decir nada más, y lo seguí; ¿qué otra cosa podía hacer? Pero no me di prisa. Si le iba hacer de poli duro y lacónico, que esperase.

Doblé la esquina, siguiendo sus espaldas anchas, y atravesamos el salón hasta llegar a la cocina, donde una puerta corredera de cristal dejaba ver la terraza. Había cristales por todas partes, que destellaban bajo otro tragaluz. Era una cocina inmaculada que parecía sacada de un anuncio, toda llena de baldosas azules y madera clara.

—Qué bonito —dije.

Vi gente en el jardín; se habían trasladado al exterior. El seto los ocultaba de la vista de los vecinos curiosos, como había ocultado al asesino la noche anterior. En la cocina sólo quedaba un inspector tomando notas junto al fregadero reluciente.

Dolph me indicó con un gesto que mirase bien.

—Vale —dije—. Algo atravesó la puerta de cristal. Tuvo que hacer muchísimo ruido, y se oiría aunque estuviera puesto el aire acondicionado.

—¿Tú crees?

—¿Algún vecino oyó algo?

—Nadie lo reconoce.

Asentí, pensativa.

—Se rompe el cristal. Alguien, probablemente el hombre, se asoma a ver qué ha pasado; hay estereotipos sexistas que no suelen fallar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Dolph.

—El aguerrido cazador que protege a su familia.

—De acuerdo, salió el hombre. ¿Qué pasó después?

—Llega, ve lo que ha entrado por la ventana y avisa a gritos a su mujer. Probablemente le dice que se marche. Que coja al niño y salga corriendo.

—¿Y por qué no que llame a la policía?

—No he visto ningún teléfono en el dormitorio. —Señalé con un gesto el de la pared de la cocina y añadí—: Puede que este sea el único, y para llegar hasta él habría que pasar por encima del hombre del saco.

—Sigue.

Me volví para mirar el salón; desde allí se veía el sofá, cubierto por la sábana.

—El intruso, fuera lo que fuera, atacó al hombre y lo dejó fuera de juego, pero no lo mató.

—¿Por qué lo dices?

—¿Esto es un examen o qué? Casi no hay sangre en la cocina; se lo comió en el dormitorio, y no creo que se dedicara a llevarlo a rastras después de matarlo. Lo perseguiría hasta la habitación y lo mataría allí.

—No está mal. ¿Quieres inspeccionar el salón?

La verdad es que no quería, pero no lo dije en voz alta. De la mujer quedaban más restos, y tenía el torso casi intacto. Le habían envuelto las manos en bolsas de papel, y habían extraído muestras de debajo de las uñas. Esperaba que sirvieran de ayuda. Los ojos del cadáver, muy abiertos, estaban clavados en el techo, y la chaqueta empapada del pijama se pegaba al lugar que había ocupado la cintura. Tragué saliva y levanté la prenda con el índice y el pulgar.

La columna vertebral resplandeció al sol, blanca y húmeda, colgando como un cable arrancado del enchufe.

—La desgarraron, como al… hombre del dormitorio.

—¿Cómo sabes que era un hombre?

—Si no había nadie más, tenía que ser el hombre. No tenían invitados, ¿verdad?

—No que sepamos —dijo Dolph negando con la cabeza.

—Entonces es el hombre, porque la mujer conserva las costillas y los brazos. —Intenté contener la cólera de mi voz; Dolph no tenía la culpa—. No trabajo en la policía, así que ¿te importaría dejar de preguntarme cosas que ya sabes?

—De acuerdo —dijo asintiendo—. A veces me olvido de que no eres uno de los chicos.

—Gracias, supongo.

—Ya me entiendes.

—Sí, y hasta sé que es un cumplido, pero ¿podemos seguir hablando fuera?

—Claro. —Se quitó los guantes ensangrentados y los dejó en una bolsa de basura que había en la cocina. Lo imité.

El calor me apresó como una envoltura de plástico, pero fuera me sentí mejor, más limpia. Me llené varias veces los pulmones de aire caliente y húmedo. Ah, el verano.

—Pero no me equivoco al suponer que no ha sido nada humano, ¿verdad? —dijo el inspector.

Había dos agentes de uniforme que contenían a la multitud arremolinada en el jardín y la calle. Niños, padres, adolescentes en bici… Joder, menudo circo.

—No te equivocas. Fuera lo que fuera, no sangró al atravesar el cristal.

—Ya me he fijado. ¿Qué significa eso?

—Hay pocos nomuertos que sangren.

—¿Cuáles sangran?

—Los zombis recientes, un poco. Los vampiros son los únicos que pueden sangrar casi tanto como una persona.

—Entonces, ¿no crees que fuera un vampiro?

—No. Además, comió carne humana, y los vampiros no pueden digerir nada sólido.

—¿Podría haber sido un algul?

—No hay cementerios suficientemente cerca, y la casa no ha quedado tan mal. Los algules habrían destrozado los muebles, como animales salvajes.

—¿Un zombi?

Sacudí la cabeza.

—No sé qué decir. Los zombis devoradores de carne no son nada frecuentes, pero haberlos, haylos.

—Tres casos documentados, ¿no? En todos ellos, los zombis conservan más tiempo las características humanas y no se pudren.

—Buena memoria —dije con una sonrisa—. Y sí, eso es: los zombis que comen carne no se pudren, o se pudren más despacio.

—¿Son violentos?

—No que se haya visto.

—¿Y los zombis, en general? —preguntó.

—Sólo si se lo ordenan.

—¿Qué significa eso?

—Alguien que tenga suficiente poder es capaz de pedirle a un zombi que mate.

—¿Y usarlo de arma?

—Algo así —confirmé.

—¿Quién podría haberlo hecho?

—Bueno, no estoy muy segura de que haya sido eso.

—Ya, pero ¿se te ocurre alguien?

—Buf. Hasta yo podría, pero yo no he sido. Y nadie que conozca sería capaz de hacer nada así.

—Eso lo decidiremos nosotros —dijo sacando la libreta.

—¿De verdad quieres que te dé nombres de amigos míos para que les preguntes si les ha dado por levantar un zombi y mandarlo a matar a esta familia?

—Sí.

—Esto es increíble —dije con un suspiro—. De acuerdo: Manny Rodríguez, Peter Burke y… —Me detuve antes de pronunciar el tercer nombre.

—¿Qué pasa?

—Nada, que acabo de acordarme de que tengo que ir al entierro de Burke, así que no te sirve de sospechoso.

Dolph me miraba sin disimular su desconfianza.

—¿Estás segura de que no puedes darme más nombres?

—Te avisaré si se me ocurre alguien más —solté sin flaquear, toda sinceridad. Nada por aquí, nada por allá.

—Eso espero.

—Faltaría más.

Dolph sonrió y sacudió la cabeza.

—¿A quién intentas proteger?

—A mí. —Me miró extrañado—. Digamos que no quiero que nadie se enfade conmigo.

—¿Alguien concreto?

—Parece que va a llover.

—Joder, Anita, necesito tu ayuda.

—Ya te he ayudado.

—El nombre.

—Tranquilo. Espera a que haga unas averiguaciones y, si eso, ya te diré algo.

—Oh, qué generosa. —Un tono rojizo le iba subiendo por el cuello. Nunca había visto a Dolph enfadado, pero algo me decía que estaba a punto.

—El primer asesinato fue de un vagabundo; creímos que se lo habían comido los algules mientras dormía la mona, porque estaba cerca de un cementerio. Caso cerrado. —Su voz iba subiendo de tono poco a poco—. Después encontramos a una pareja joven, en el coche del chico. Tampoco se los habían cargado muy lejos del cementerio; llamamos a un exterminador y a un cura. Caso cerrado. —Bajó la voz, pero era tensa, como si se estuviera tragando los gritos. Su cólera era casi palpable—. Y ahora esto. Ha sido la misma bestia, sea lo que sea, pero no hay un puto cementerio en varios kilómetros a la redonda, así que no han sido algules, y puede que se hubiera podido evitar si te hubiera llamado con el primer caso o el segundo. Ya le voy pillando el truco a esta mierda sobrenatural y tengo más experiencia, pero no es suficiente. Ni de lejos. —Tenía las manos crispadas alrededor de la libreta.

—Nunca te había oído hablar tanto.

Soltó una risa entrecortada.

—Necesito el nombre.

—Dominga Salvador. Es la sacerdotisa vodun más importante del Medio Oeste, pero si le mandas a la policía no soltará prenda. Ni ella ni nadie.

—¿Y contigo sí que hablarían?

—Sí.

—Vale, pero será mejor que me digas algo mañana mismo.

—No sé si podré concertar una cita con tan poca antelación.

—O lo haces tú o lo hago yo.

—De acuerdo, de acuerdo, ya veré cómo me lo monto.

—Gracias, Anita. Por lo menos tenemos un sitio por el que empezar.

—Pero puede que no sea cosa de zombis; es sólo una conjetura.

—¿Qué podría ser, si no?

—Bueno, si hubiera sangre en el cristal, yo diría que podría haber sido un hombre lobo.

—Cojonudo, justo lo que necesitaba: un cambiaformas descontrolado.

—Pero no había sangre.

—Así que es más probable que se trate de algún nomuerto.

—Exactamente.

—Bueno, pues habla con esa tal Dominga y dime algo cuanto antes.

—A la orden, mi sargento.

Me miró con cara de pocos amigos y volvió a la casa. Mejor que entrara él; yo sólo quería largarme, cambiarme de ropa y prepararme para levantar muertos. Aquella noche me esperaban tres clientes, o tres futuros zombis.

El psiquiatra de Ellen Grisholm consideraba que le vendría bien enfrentarse al padre que había abusado de ella de niña; el problema era que llevaba varios meses muerto, así que me tocaba levantarlo para que su hija pudiera insultarlo a gusto. Según el médico, sería una liberación. Supongo que hace falta un doctorado para poder soltar esas gilipolleces.

Las otras dos reanimaciones eran más normalitas: una disputa por un testamento y un testigo de cargo que había tenido el mal gusto de sufrir un infarto antes del juicio. Aún no estaba muy claro que el testimonio de un zombi fuera admisible ante un tribunal, pero estaban suficientemente desesperados para intentarlo, y dispuestos a pagar por ello.

Me quedé plantada en mitad del césped amarillento. Me alegraba ver que la familia no era adicta a los aspersores; menudo derroche de agua. Igual hasta reciclaban las latas y los periódicos. Igual hasta eran ciudadanos respetuosos con el medio ambiente. O puede que no.

Un agente de uniforme levantó el cordón policial para dejarme salir, y me metí en el coche sin prestar atención a los curiosos. Era un Nova de un modelo reciente; podría haberme comprado algo mejor, pero ¿para qué? Tenía cuatro ruedas.

El volante estaba ardiendo, así que encendí el aire acondicionado. Lo que le había dicho a Dolph de Dominga Salvador era cierto: no hablaría con la policía ni borracha. Pero no había procurado omitir su nombre por eso.

Si intentaban hablar con ella, haría averiguaciones y descubriría que yo los había puesto sobre su pista. Era la sacerdotisa vodun más poderosa que conocía, y levantar un zombi asesino era sólo una de las muchas cosas que podría hacer si le diera la gana.

Francamente: hay cosas que se pueden colar por la ventana en plena noche que son mucho peores que un zombi. Yo intentaba no darme por enterada de esa parte del negocio, pero Dominga era la creadora de casi todo lo relacionado con ella. Desde luego, no tenía ningún interés en cabrearla, así que tendría que hablar con ella al día siguiente. Era como conseguir una cita con el capo del vudú. La putada era que no la tenía muy contenta: me había mandado varias invitaciones para que asistiera a sus ceremonias, y yo las había rechazado con tanta amabilidad como había podido. Estaba convencida de que no le hacía gracia que fuera cristiana, y me las había arreglado para no tener que verla cara a cara. Hasta entonces.

Tenía que preguntarle a la sacerdotisa vodun más poderosa de los Estados Unidos, y puede que de toda América del Norte, si había levantado un zombi y si daba la casualidad de que ese zombi se dedicaba a cargarse gente por orden suya. Mierda, qué locura. Me esperaba otro día movidito.

CUATRO

Sonó el despertador, y me puse a soltar manotazos a los botones; más tarde o más temprano daría con el de apagado. Pero al final tuve que apoyarme en un codo y hasta abrir los ojos para desconectar la cosa, y me quedé mirando los números luminosos: las seis de la mañana. Joder. Había llegado a casa a las tres.

¿Por qué lo había puesto a las seis? No tenía ni idea; después de tres horas de sueño no suelo andar muy lúcida. Volví a tumbarme entre las sábanas calentitas, y estaba a punto de cerrar los ojos cuando me acordé de Dominga Salvador.

Habíamos quedado a las siete; eso es madrugar y lo demás son tonterías. Me libré como pude de las sábanas y me quedé un momento sentada en la cama. Salvo por el zumbido del aire acondicionado, reinaba un silencio sepulcral.

Me levanté, pensando en ositos de peluche recubiertos de sangre.

Al cabo de un cuarto de hora ya estaba vestida. Siempre me duchaba al volver del trabajo, por tarde que fuera; no soportaba la idea de meterme entre las sábanas limpias pringada de sangre de pollo reseca. A veces es de cabra, pero suele ser de pollo.

Elegir el atuendo había tenido lo suyo: no quería parecer irrespetuosa ni achicharrarme. Claro que no habría sido tan difícil si no tuviera intención de llevar pistola. Llamadme paranoica, pero no estaba dispuesta a salir de casa sin ella.

Los vaqueros desteñidos, los calcetines y las zapatillas deportivas fueron la parte fácil. Después me puse una pistolera de cintura con una Firestar de 9 mm, la sustituía de la Browning Hi-Power, que abulta demasiado para llevarla debajo del pantalón.

Sólo faltaba una camisa que tapara la pistola sin dejarla inaccesible, pero eso es más difícil de lo que parece. Al final me puse una camiseta que llegaba poco más allá de la cintura y di unas vueltas delante del espejo.

La pistola no se veía, siempre que no levantara los brazos más de la cuenta. Por desgracia, la camiseta era de un rosa muy, muy claro. La verdad es que no alcanzo a entender cómo me pudo dar por comprármela. Puede que me la hubieran regalado; eso esperaba, porque la idea de haberme gastado el dinero en algo rosa era más de lo que podía soportar.

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