—Vale.
Los otros tres estaban a un lado, contemplando el espectáculo. Mejor para ellos; era mucho más entretenido que pensar en aquello como en un trabajo.
Le dimos la vuelta a la caja torácica. Procuré dejarle a él las partes con carne, confiando en que el tacto del tejido mamario fuera distinto cuando está frío y ensangrentado. A Merlioni le cambió el color; supongo que sí que es distinto.
El interior estaba limpio y resplandeciente, igual que en el caso Reynolds. Dejamos caer el costillar a la cama, y nos salpicó, aunque a él más que a mí. Bien.
Se frotó las salpicaduras, con cara de asco, pero sólo consiguió mancharse más con la sangre de los guantes. Cerró los ojos y respiró profundamente.
—¿Cómo estás, Merlioni? —pregunté—. Si te pones nervioso, no hace falta que sigas.
Me miró y me dedicó la sonrisa menos amable del mundo.
—Tú no lo has visto todo, niñata. Yo sí.
—¿Y también lo has tocado todo?
—No es necesario tocarlo todo. —Una gota de sudor le resbalaba por la cara.
—Ya veremos —dije encogiéndome de hombros. En la cama había una pierna, y a juzgar por el vello y la zapatilla deportiva, era de hombre. La cabeza del fémur, redondeada, era de un blanco resplandeciente: el zombi había arrancado la pierna, desgarrando la carne sin romper los huesos—. Eso tuvo que doler un huevo —comenté.
—¿Crees que estaba vivo?
—Sí. —No estaba segura; había demasiada sangre para saber quién había muerto cuándo, pero Merlioni palideció un poco más.
El resto eran vísceras ensangrentadas, trozos de carne y esquirlas de hueso. Merlioni levantó un puñado y fingió que me lo iba a tirar.
—Cógelo, Blake.
—Coño, eso no ha tenido gracia. —Tenía un nudo en la garganta.
—Pero has puesto una cara bastante graciosa.
—¿Vas a lanzarlo o no? —Lo miré fijamente—. No me gustan los faroles.
Se quedó mirándome unos instantes; después asintió y echó el puñado de vísceras en mi dirección. No trazaron un arco muy limpio, pero conseguí recogerlas. Tenían un tacto húmedo, pesado, flácido, pringoso y, en definitiva, repugnante. Como el hígado de cordero, pero a lo bestia.
Dolph soltó un gruñido de exasperación.
—Mientras os dedicáis a hacer asquerosidades, ¿alguno de los dos podría decirme algo útil?
Dejé las entrañas en la cama.
—Desde luego. El zombi entró por la puerta corredera, igual que la última vez. Persiguió al hombre o a la mujer hasta aquí, se los cargó a los dos… —Dejé de hablar y me quedé paralizada.
Merlioni tenía en la mano una manta de bebé. Por algún motivo misterioso, una esquina había quedado limpia. El borde estaba forrado de raso rosa, y el dibujo era de globos y payasos. Del otro extremo goteaba sangre.
Me quedé mirando los globos diminutos y los payasos que bailaban en círculos inútiles.
—Hijo de puta —mascullé.
—¿Me dices a mí?
Sacudí la cabeza. No quería tocar la manta. Pero alargué la mano, y Merlioni se las arregló para que la parte ensangrentada me rozara el brazo desnudo.
—Espagueti hijo de puta —dije entre dientes.
—¿Me dices a mí, zorra?
Asentí e intenté sonreír, pero no me salió muy bien. Teníamos que seguir fingiendo que no pasaba nada, que podíamos con ello. Era una obscenidad. Si no fuera por la apuesta, habría salido de allí dando alaridos.
—¿Qué edad tenía? —pregunté mirando la manta.
—Ahí delante tienes una foto de la familia. Yo diría que tres o cuatro meses.
Llegué por fin al otro lado de la cama. Había otro bulto cubierto con una sábana, tan ensangrentado y pequeño como los demás. Debajo no podía haber nada entero.
«Olvidemos la apuesta; si no me obligáis a mirar, os invito a todos a cenar al Tony's. Pero no me hagáis levantar esa sábana, por favor.»
Pero tenía que mirar, con apuesta o sin ella. Tenía que ver lo que fuera, así que para el caso, podía seguir intentando ganar.
Le devolví la manta a Merlioni, que la cogió y la dejó en la cama con cuidado de no manchar la esquina limpia.
Me arrodillé junto a la sábana, y él se arrodilló al otro lado. Nos miramos a los ojos, desafiándonos a llegar hasta el final. Levantamos la sábana.
Sólo tapaba dos cosas. Sólo dos. Se me encogió tanto el estómago que tuve una arcada. Tosí y estuve a punto de echar la pota, pero la contuve. Eso sí que fue una hazaña.
Suponía que el bulto sanguinolento sería el bebé, pero me equivocaba. Era una muñeca, tan empapada que no sabía de qué color tenía el pelo, pero era sólo una muñeca. Demasiada muñeca para un bebé de cuatro meses.
También había una mano pequeña, tan cubierta de sangre como todo lo demás. Era de una niña, no de un bebé. Puse la mano encima para comparar el tamaño. Tres años, puede que cuatro. Aproximadamente de la misma edad que Benjamin Reynolds. ¿Sería casualidad? Sí, probablemente. Los zombis no eran tan selectivos.
—La mujer está dando de mamar al bebé, por ejemplo, cuando oyen un ruido. El marido se levanta a ver qué pasa. El ruido ha despertado a la niña, que sale de su habitación. El marido ve al monstruo, coge a la niña y viene corriendo al dormitorio. El zombi los atrapa a todos aquí y se los carga. —Hablaba en tono distante y tranquilo. Joder.
Intenté limpiar la sangre de la mano. Llevaba un anillo, como su madre, pero de esos que salen de las máquinas de chicles.
—¿Has visto el anillo? —pregunté. Levanté la mano, hice ademán de lanzarla y dije—: Cógela, Merlioni.
—¡Por Dios! —Se levantó y salió disparado antes de que yo pudiera hacer nada, y llegó a la puerta a toda hostia. Yo no pensaba lanzarle la mano, de verdad.
Me puse a examinarla, con la sensación de que iba a agarrarme y pedirme que la llevara a dar un paseo. La dejé caer en la moqueta y salpicó, para variar.
Hacía un calor sofocante, y la habitación daba vueltas lentamente. Parpadeé y miré a Zerbrowski.
—¿He ganado la apuesta?
—Anita Blake, la chica más dura —dijo asintiendo—. Te has ganado una velada de primera en el Tony's, a costa de Merlioni. Tengo entendido que preparan unos espaguetis de muerte.
La mención de la comida ya fue demasiado.
—¿Dónde está el cuarto de baño?
—Por el pasillo, la tercera puerta de la izquierda —dijo Dolph.
Corrí al servicio. Merlioni estaba saliendo, pero no tuve tiempo de saborear la victoria: las arcadas exigían toda mi atención.
Me arrodillé en el suelo y apoyé la frente en el borde frío de la bañera. Ya me encontraba mejor; menos mal que no había tenido tiempo para desayunar.
Llamaron a la puerta.
—¿Qué? —pregunté.
—Soy Dolph. ¿Puedo entrar?
—Sí —dije después de pensármelo un poco.
Entró con una manopla de baño en la mano. Supongo que la había sacado del armario de las toallas. Se quedó mirándome un rato, sacudiendo la cabeza; después empapó la manopla en el lavabo y me la tendió.
—Ya sabes qué hacer con esto.
Obedecí. El agua fría en la cara y el cuello era justo lo que necesitaba.
—¿También le has dado una a Merlioni?
—Sí, está en la cocina. Sois un par de gilipollas, pero ha tenido su gracia. —Acerté a sonreír débilmente. Dolph se sentó en la tapa del váter—. Ahora que has dejado de vacilar, ¿has observado algo que nos pueda servir?
—¿Hay algún testigo esta vez? —pregunté sin levantarme.
—El vecino oyó ruidos al amanecer, pero no hizo nada y se fue a trabajar. Según ha declarado, no quería involucrarse en una disputa doméstica.
—¿Era la primera vez que le llegaba ruido de pelea de esta casa? —Levanté la cabeza. Dolph asintió—. Joder, si hubiera llamado a la policía…
—¿Crees que habría cambiado algo?
Lo medité un momento.
—Puede que no para esta familia, pero igual habríamos atrapado al zombi.
—Ya es tarde para lamentarse.
—Puede que no. Esto es reciente. El zombi se cargó a cuatro personas y se tomó su tiempo para comérselas. No creo que se diera mucha prisa. Si al amanecer estaba matándolos…
—¿Adónde quieres llegar?
—Acordona la zona.
—¿Por?
—El zombi tiene que estar cerca. Se habrá escondido en algún sitio al que se pueda llegar andando, y estará esperando a que caiga la noche.
—¿No era que los zombis aguantan la luz del sol?
—Sí, pero no les gusta. Para que un zombi salga de día, hay que ordenárselo.
—Así que estará en el cementerio más cercano.
—O no. No son como los vampiros o los algules; no necesitan un ataúd, ni siquiera una tumba. Simplemente, se resguardan de la luz del sol.
—Entonces, ¿dónde buscamos?
—En cobertizos, garajes o cualquier sitio que sirva para cobijarse.
—Así que podría estar en la casa del árbol de cualquier niño —dijo Dolph. Sonreí. Me alegré de comprobar que aún podía.
—No creo que un zombi se suba a un árbol si lo puede evitar. ¿Te has fijado en que todas las casas de por aquí son bajas?
—¿En un sótano?
—No es muy frecuente que la gente huya hacia el sótano —dije.
—¿Serviría de algo?
—No sé. Normalmente, a los zombis no se les da muy bien subir o bajar. Este es más rápido y espabilado, pero… Supongo que refugiarse en un sótano sólo serviría para retrasarlo un poco. Si hubiera ventanas, podrían haber sacado a los niños. —Me froté la nuca con la manopla—. Elige casas de una planta con ventanales. Puede que esté cerca de alguna.
—Según los criminólogos, es alto, de alrededor de uno noventa. Es un hombre blanco, tremendamente fuerte.
—Lo último ya lo sabíamos, y lo otro no sirve de gran cosa.
—¿Se te ocurre algo mejor?
—Pues mira, sí —contesté—. Pídeles a los agentes más altos que se alejen a pie en direcciones distintas durante una hora y acordona el perímetro resultante.
—¿Y luego toca registrar todos los cobertizos y garajes?
—Y cualquier otro cobijo parecido.
—¿Qué hacemos si lo encontramos?
—Freírlo. Que venga un equipo de exterminadores.
—¿Crees que atacará de día? —preguntó Dolph.
—Si se ve acorralado, sí. Es muy agresivo.
—No me digas. Necesitaremos una docena de equipos, o más. No creo que la comisaría esté dispuesta a costearlos. Además, tendríamos que cubrir un área demasiado amplia, y dudo que pudiéramos registrarla entera.
—Se moverá cuando oscurezca. Si estáis preparados, lo encontraréis.
—De acuerdo, pero hablas como si no fueras a ayudarnos…
—Vendré cuando pueda, pero John Burke me ha devuelto la llamada.
—¿Vas a ir al depósito con él?
—Sí, y a tiempo para intentar utilizarlo contra Dominga Salvador. Tengo la agenda bastante apretada.
—Bien. ¿Necesitas algo?
—Que nos dejen entrar en el depósito.
—Lo arreglaré. ¿De verdad crees que Burke puede sernos útil?
—No lo sabré si no lo intento.
—El viejo truco de «por probar», ¿eh? —dijo con una sonrisa.
—Exactamente.
—Venga, vete al depósito de cadáveres con el rey del vudú, que nosotros peinaremos este puto barrio.
—Bueno es saber que todos tenemos el día planificado.
—No te olvides de que esta tarde vamos a casa de Salvador.
—Ya, y esta noche hay cacería de zombis.
—A ver si acabamos hoy con toda esta mierda.
—Eso espero.
—¿Crees que el plan tiene algo de malo? —Me miró con los ojos entrecerrados.
—Puede. Simplemente, no existen los planes perfectos.
Guardó silencio durante un momento y se levantó.
—Me gustaría que este lo fuera.
—Toma, y a mí.
El depósito de cadáveres del condado de San Luis es un edificio enorme. Lógico: todas las personas que mueren sin certificado médico acaban en él, por no mencionar a todos los asesinados. En esta ciudad, eso supone un tráfico considerable.
Antes visitaba el depósito con bastante frecuencia, para clavarles una estaca a las posibles víctimas de vampiros, no fuera que se levantaran y se merendaran a los empleados. Según la nueva legislación, eso es asesinato. Hay que esperar a que se levanten, a no ser que hayan dejado un testamento en el que digan expresamente que no quieren volver como vampiros. En el mío dejo instrucciones de acabar conmigo si hay sospechas de que me puedan salir colmillos, y por si acaso, pido que me incineren. Tampoco me apetece que me levanten como zombi, muchas gracias.
John Burke era tal como lo recordaba: alto, guapo y con pinta de chico malo. Era por la perilla; sólo se ven perillas en las películas de terror. Ya sabéis, esas en las que salen sectas extrañas que adoran ídolos con cuernos.
Se lo veía un poco desteñido alrededor de los ojos y la boca. Es un síntoma de pesadumbre, incluso cuando se tiene un tono de piel oscuro. Mientras entrábamos en el depósito mantenía los labios apretados, y tenía los hombros tensos, como si le doliera algo.
—¿Cómo lo lleváis en casa de tu cuñada? —le pregunté.
—Fatal. Deprimente.
Esperaba que se extendiera, pero no dijo nada más, y tampoco pregunté. Si no quería hablar de ello, estaba en su derecho.
Estábamos recorriendo un pasillo vacío, suficientemente ancho para meter tres camillas. La garita del guarda parecía un búnker, con sus ametralladoras y todo, por si a todos los muertos les daba por levantarse a la vez y salir en busca de la libertad. En San Luis no había pasado nunca, pero había precedentes en Kansas City. Aunque por mucho que una ametralladora pudiera pulverizar a cualquier muerto ambulante, no creo que sirviera de gran cosa si salían en manada.
—Hola, Fred —le dije al guarda mientras le enseñaba la identificación—. Cuánto tiempo.
—No me importaría que siguieras viniendo a menudo. Esta semana se han levantado tres y se han ido a casa, ¿te lo puedes creer?
—¿Vampiros?
—¿Qué si no? A este paso acabará por haber más muertos que vivos en las calles.
No sabía qué decir, así que no repliqué. Probablemente tenía razón.
—Hemos venido a ver los efectos personales de Peter Burke. El sargento Rudolph Storr quedó en encargarse de los trámites.
—Sí, tenéis permiso —dijo mientras consultaba el dietario—. Por el pasillo de la derecha, la tercera puerta de la izquierda. La doctora Saville os espera.
Levanté una ceja. No era normal que la forense jefe hiciera recados para la policía ni para nadie, pero me limité a asentir como si no me sorprendiera el trato preferente.