Read El Cadáver Alegre Online

Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (28 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
7.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué le has hecho?

—Nada,
ma petite
, ya te lo he dicho.

—No me llames así. Y no me mientas, porque la he visto.

Dos hombres se detuvieron junto a nosotros para mirar el escaparate. Iban cogidos de la mano. Me volví hacia la tienda y me ruboricé: látigos, máscaras de cuero, esposas acolchadas y cosas cuyo nombre ni siquiera conocía. Uno de los hombres susurró algo al oído del otro, que rió. Me vieron mirar y nuestros ojos se encontraron; aparté la vista rápidamente. En aquella zona, el contacto visual era peligroso.

Estaba roja como un tomate, y no me hacía ni pizca de gracia. Los dos hombres se marcharon, aún de la mano.

Jean-Claude miraba el escaparate como si fuera lo más normal del mundo, con absoluta naturalidad.

—¿Qué le has hecho a esa mujer? —le pregunté.

Seguía concentrado en el escaparate, aunque no sé qué artículo le habría llamado la atención.

—Ha sido un descuido por mi parte,
ma
… Anita. Ha sido culpa mía.

—¿Qué ha sido culpa tuya?

—Mis poderes aumentan cuando tengo cerca a mi sierva humana. —Me miró fijamente—. Cuando estás a mi lado soy más poderoso.

—¡Un momento! ¿Quieres decir que soy como el gato negro de las brujas?

—Sí, algo parecido. —Ladeó la cabeza y me sonrió—. No sabía que entendieras de brujería.

—Tuve una infancia difícil. —No estaba dispuesta a cambiar de tema—. Así que cuando voy contigo se te da mejor hechizar a la gente con la mirada. Hasta tal punto que has hechizado a esa prostituta sin darte cuenta —dije. Asintió, y yo negué con la cabeza—. No te creo.

Se encogió de hombros con su elegancia habitual.

—No me creas si no quieres, pero es la verdad.

No quería creérmelo, porque si era cierto, yo era su sierva humana quisiera o no, independientemente de mis acciones: bastaba con mi presencia. El sudor me chorreaba espalda abajo, pero tenía frío.

—Mierda.

—Y que lo digas.

—No, ahora no puedo con esto, de verdad. —Lo miré fijamente—. Sean lo que sean esos poderes que nos damos mutuamente, mantenlos controlados, ¿vale?

—Lo intentaré.

—No lo intentes, joder. Hazlo.

—Por supuesto,
ma petite
. —Su sonrisa fue tan amplia que le vi la punta de los colmillos.

Empezaba a notar el peso del pánico en la boca del estómago. Cerré los puños.

—Como vuelvas a llamarme así, no respondo.

Ensanchó los ojos ligeramente, y sus labios se arquearon. Me di cuenta de que estaba esforzándose por no reírse. Odio que encuentren divertidas mis amenazas.

Tenía ganas de partirle la cara por tocacojones, por entrometido y porque me había asustado. No me extrañaba; no era la primera vez que sentía el impulso de recurrir a la violencia. Observé el regocijo que asomaba en su rostro. Era un hijo de puta condescendiente, pero si las cosas se ponían feas entre nosotros, uno de los dos moriría, y no descartaba la posibilidad de que fuera yo.

El humor desapareció de su cara, que quedó tersa, arrebatadora y arrogante.

—¿Qué pasa, Anita? —preguntó en voz baja, íntima. A pesar del bullicio de alrededor, era una voz que me arrastraba. Menudo don.

—No me acorrales, Jean-Claude; no te conviene dejarme sin opciones.

—Creo que no te entiendo.

—Si tengo que elegir entre tú y yo, me elegiré a mí. No te olvides.

Me miró durante unos instantes, y después parpadeó y asintió.

—Sí, te creo, pero recuerda,
ma
…, Anita, que si me haces daño, te harás daño a ti. Yo podría sobrevivir a tu muerte, pero ¿estás segura,
amante de moi
, de que tú podrías sobrevivir a la mía?

¿Qué demonios significaría eso de
amante de moi
? Mejor no preguntar.

—Maldito seas, Jean-Claude. Maldito seas.

—Eso, mi querida Anita, ocurrió mucho antes de que nos conociéramos.

—¿Qué quieres decir?

—Hace mucho que tu querida iglesia católica decretó que todos los vampiros somos suicidas, así que ya estamos malditos. —Me miraba con absoluta inocencia.

—Soy episcopaliana —repuse sacudiendo la cabeza—, pero supongo que da igual.

Se echó a reír, con un sonido que era como una caricia sedosa en la nuca: suave y agradable, pero estremecedor.

Me aparté de él y lo dejé ante el escaparate, para perderme en medio de las putas, los chulos y los clientes. No había nadie en aquella calle que pudiera ser tan peligroso como Jean-Claude. Lo había llevado para que me protegiera, ¿seré pardilla? Era ridículo. Obsceno, casi.

Se me acercó un chaval que no debía de tener más de quince años. Llevaba un chaleco sin nada debajo y unos vaqueros destrozados.

—¿Quieres algo? —Era un poco más alto que yo y tenía los ojos azules. Detrás de él, otros dos chicos nos miraban—. No vienen muchas mujeres por aquí, ¿sabes?

—No me extraña. —Joder, era un crío—. Estoy buscando a Wanda la Tragamillas.

—¿Te ponen las lisiadas? —dijo un chico—. Puaj.

Estaba de acuerdo con él, pero en fin.

—¿Sabéis dónde está? —Saqué un billete de veinte. Era demasiado por la información, pero quizá le sirviera para irse antes a casa. Igual si tenía veinte dólares extra podría rechazar a alguno de los clientes que pasaban despacio con el coche. Sí, claro, iba a cambiarle la vida con veinte dólares. Y luego podía detener un escape nuclear con el dedo.

—Está en la puerta de El Gato Pardo, en la esquina.

—Gracias. —Le di el billete; tenía las uñas sucias.

—¿Seguro que no te apetece un poco de marcha?

Su voz era insegura, como su mirada. Vi de reojo que Jean-Claude avanzaba por la multitud. Me buscaba para protegerme. Me volví hacia el chaval.

—Creo que ya tengo más marcha de la que necesito.

El chico frunció el ceño, desconcertado. No era para menos; yo también lo estaba. ¿Qué se hace con un maestro vampiro acosador? Buena pregunta. Lástima que no tuviese ninguna buena respuesta.

VEINTICUATRO

Wanda la Tragamillas era menuda y estaba sentada en una de esas sillas de ruedas deportivas, como las que se usan en las carreras. Llevaba guantes de deporte, y los músculos de los brazos se le tensaban bajo la piel bronceada cuando giraba las ruedas. El pelo largo y castaño le caía en ondas, enmarcando una cara atractiva y bien maquillada. Llevaba una camiseta azul con un brillo metálico, sin sujetador. Una falda larga con un par de capas de gasa multicolor y unas botas altas muy elegantes le ocultaban las piernas. Avanzaba hacia nosotros a buen ritmo. En comparación, casi todas las prostitutas y chaperas tenían un aspecto chabacano, con ropa demasiado llamativa que enseñaba un montón de chicha; claro que con aquel calor no había más remedio. Supongo que si alguien se pusiera un mono de rejilla, la policía se le echaría encima.

Jean-Claude se detuvo a mi lado y miró el neón, que proclamaba
EL GATO PARDO
en un fucsia deslumbrante. Qué buen gusto.

¿Cómo se acerca una a una prostituta, aunque sólo sea para charlar? No tenía ni idea; cada día se aprende algo nuevo. Me quedé en su camino, esperando a que llegara. Levantó la vista y me pilló observándola; al ver que no me apartaba, me miró a los ojos y sonrió.

Jean-Claude se me acercó, y la sonrisa de Wanda se amplió. Sin duda, era una sonrisa de «ven conmigo», como decía mi abuela paterna.

—¿Trabaja aquí? —me preguntó Jean-Claude.

—Sí.

—¿Y va en silla de ruedas?

—Ya ves.

—Vaya. —No dijo nada más. Creo que estaba impresionado; bueno es saber que podía impresionarse.

Wanda detuvo la silla con destreza y estiró el cuello hacia nosotros, sonriente. ¿No le dolía estirarse así?

—Hola —dijo.

—Hola —contesté. Siguió sonriendo, y yo seguí mirando. ¿Por qué me sentía incómoda de repente?—. Me han hablado de ti. —Ella asintió—. Eres Wanda la Tragamillas, ¿no?

De repente, su sonrisa se volvió auténtica. Detrás de todos sus gestos complacientes pero afectados había una persona de carne y hueso.

—Exactamente.

—¿Podemos hablar?

—Claro. ¿Tenéis habitación?

¿Cómo que si teníamos habitación? ¿No se suponía que de eso se encargaba ella?

—No —dije. Se quedó mirándome. A la mierda—. Sólo queremos hablar contigo durante una hora, puede que dos. Te pagaremos tu tarifa. —Me informó de cuánto cobraba—. ¡Coño! Qué precios.

—Oferta y demanda —me dijo con una sonrisa inocente—. A ver dónde más encuentras esto. —Se pasó las manos por las piernas, y yo, obediente, las seguí con la mirada. Joder, qué grima.

—De acuerdo —dije, asintiendo—. Trato hecho.

Se lo cargaré a Bert: papel para la impresora, bolígrafos de punta fina, una prostituta, carpetas… ¿Veis? Nada fuera de lo corriente.

A Bert le iba a encantar.

VEINTICINCO

Nos llevamos a Wanda a mi piso, pero no tengo ascensor, y dos tramos de escaleras no son fáciles de subir en silla de ruedas. Jean-Claude cogió a Wanda en brazos y subió delante de mí, a paso normal. Yo los seguía con la silla, aunque más despacio.

Por lo menos podía mirar a Jean-Claude mientras subía. Qué se le va a hacer; por muy vampiro que sea, tiene un culo que no está nada mal.

Me esperaba en el descansillo, con Wanda acurrucada entre los brazos. Los dos me miraron con una especie de deferencia inexpresiva.

Dejé la silla doblada en la moqueta, y Jean-Claude me siguió. La gasa de la falda de Wanda susurraba con cada movimiento.

Me apoyé la silla de ruedas en la pierna, abrí la puerta y la empujé del todo, para dejar sitio a Jean-Claude. La silla se doblaba hacia dentro, como los cochecitos de bebé, y forcejeé para volver a montarla. Tal como sospechaba, era más fácil de plegar que de desplegar.

Levanté la mirada y me encontré con que Jean-Claude seguía en el umbral. Wanda lo miraba con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Es la primera vez que vengo a tu casa.

—¿Y?

—Pues vaya experta en vampiros. ¡Vamos, Anita!

Ah.

—Tienes permiso para entrar.

—Es un honor —dijo con una inclinación de cabeza.

Por fin conseguí montar la silla, y Jean-Claude dejó a Wanda en ella. Mientras cerraba la puerta, la mujer se alisó la ropa.

Jean-Claude se quedó de pie en mitad de la sala, mirando a su alrededor. Se acercó al calendario de pingüinos que tenía en la pared de la cocina y pasó las páginas de los meses siguientes hasta que hubo visto todas las imágenes de aves rechonchas.

Quería decirle que parase, pero era inofensivo; nunca apunto nada en el calendario. No sé por qué me molestaba tanto interés.

Me volví hacia la prostituta que tenía en la sala. Qué noche más rara.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunté; en caso de duda, mejor ser educada.

—Un vino tinto, si hay —dijo Wanda.

—Lo siento, pero no tengo nada con alcohol. Café, cocacola con azúcar de verdad o agua: eso es todo.

—Entonces, una cocacola.

Saqué una lata de la nevera.

—¿Quieres vaso?

Wanda negó con la cabeza.

Jean-Claude estaba apoyado en la pared, mirándome mientras me desplazaba por la cocina.

—Yo tampoco necesito vaso —dijo en voz baja.

—No te hagas el gracioso.

—Demasiado tarde.

No pude evitar sonreír.

Mi sonrisa pareció complacerlo, cosa que me molestó. Se me hacía cuesta arriba tenerlo cerca. Se acercó al acuario como quien no quiere la cosa; estaba examinando mi piso. Qué raro. Pero por lo menos nos dejaba a nosotras un poco de intimidad.

—Mierda, es un vampiro —dijo Wanda. Parecía alarmada, y eso me sorprendió. Yo me daba cuenta siempre; para mí, la muerte saltaba a la vista, por mono que fuera el cadáver.

—¿No te habías dado cuenta? —pregunté.

—Pues no; no voy de buscamuertos —dijo, tensa. Seguía a Jean-Claude con la mirada, aprensiva. Tenía miedo.

—¿Qué es eso? —Le pasé la bebida.

—Una puta que trabaja con vampiros.

Buscamuertos
, mira tú.

—No te va a tocar.

Volvió hacia mí los ojos marrones y me miró fijamente, como si intentara leerme la mente para ver si le decía la verdad.

Qué acojone, meterse en una habitación con unos desconocidos sin saber qué pueden hacer. Hay que estar desesperado o ser autodestructivo.

—Entonces, ¿vamos a hacerlo tú y yo? —me preguntó sin dejar de mirarme.

Tardé un momento en caer en la cuenta.

—No. —Sacudí la cabeza—. No, te he dicho que sólo quería hablar, y lo decía en serio. —Creo que me había puesto colorada.

Igual fue el rubor lo que la convenció, pero abrió la lata y bebió un trago.

—¿Quieres que hable de cómo me lo hago con otros mientras tú te lo haces con él? —Señaló con un gesto al vampiro errante.

Jean-Claude estaba delante del único cuadro que tenía en la habitación. Era moderno y pegaba con la decoración: gris, blanco, negro y rosa claro. Era una de esas imágenes abstractas en las que, cuanto más se miran, más formas se descubren.

—Sólo vamos a hablar; eso es todo. Nadie va a hacer nada con nadie, ¿de acuerdo?

—Tú pagas. —Se encogió de hombros—. Tú decides qué hacemos.

Aquella última frase hizo que se me encogiera el estómago. Hablaba en serio: yo pagaba, y ella haría lo que yo quisiera. ¿Cualquier cosa? Me parecía espantoso que se dijera en serio algo así. Bueno, cualquier cosa menos tirarse a un vampiro, que hasta las putas tienen sus límites.

Wanda me miraba sonriente. El cambio había sido espectacular: estaba radiante y hasta le brillaban los ojos. Me recordó la cara risueña y muda de Cicely.

Al grano.

—Tengo entendido que hace tiempo eras la amante de Harold Gaynor. —Hala. Habiendo lubricante, ¿para qué los preliminares?

La sonrisa de Wanda se desvaneció, y la aprensión sustituyó al buen humor.

—No conozco a nadie que se llame así.

—Ya empezamos. —Yo seguía de pie, de modo que para mirarme, ella debería torcer el cuello en un ángulo casi doloroso. Bebió un trago y sacudió la cabeza sin levantar la vista—. Vamos, Wanda, sé que fuiste la chica de Gaynor. No niegues que lo conoces, y seguiremos a partir de ahí.

Me miró brevemente y volvió a bajar la cabeza.

—Si quieres, me lo hago contigo mientras nos mira el vampiro. También puedo deciros guarradas a los dos. Pero el nombre de Gaynor no me suena de nada.

BOOK: El Cadáver Alegre
7.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shades of Temptation by Virna DePaul
Vice and Virtue by Veronica Bennett
Angels & Demons by Dan Brown
The Drowning Game by LS Hawker
Dominio de dragones by George R.R. Martin