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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (27 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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—No preguntes. Vete con tu hijo.

No parecía tenerlas todas consigo, pero era evidente que estaba aliviado. Le daba miedo ir al Tenderloin. Puede que la correa corta de Caroline fuera lo que él quería y necesitaba: una excusa para no hacer lo que no quería hacer en realidad. Vaya base para un matrimonio.

Pero bueno. Si funciona, no lo toques.

Charles se marchó deshaciéndose en disculpas, pero yo sabía que se alegraba de irse, y no se me olvidaría.

Llamé a la puerta del despacho.

—Adelante, Anita —oí tras un momento de silencio.

¿Cómo había sabido que era yo? Mejor no preguntar; no quería saberlo.

Jean-Claude parecía estar examinando un libro de cuentas de páginas amarillentas y tinta desvaída. Daba la impresión de haber salido de la época victoriana.

—¿Qué he hecho para merecer el honor de dos visitas en una noche? —preguntó.

De repente me sentí gilipollas. Después de dedicarme a esquivarlo, ¿iba a invitarlo a que me acompañara a investigar? Pero de esa manera mataría dos murciélagos de un tiro: le daría gusto a Jean-Claude, porque de verdad que no me apetecía que se enfadara conmigo, y si Gaynor intentaba enfrentarse a él, me daba que el vampiro tenía todas las de ganar.

Era lo que me había hecho Jean-Claude unas semanas atrás: me había elegido para que salvara al mundo vampírico, y me había hecho enfrentarme a un monstruo que ya había matado a tres maestros vampiros. Suponía que yo tendría las de ganar contra Nikolaos y acertó, aunque por los pelos.

Donde las dan las toman, así que le dediqué una sonrisa encantadora. Era un placer poder devolver los favores tan deprisa.

—¿Te importaría acompañarme al Tenderloin?

Parpadeó, con un gesto de sorpresa digno de una persona de verdad.

—¿Con qué objeto?

—Tengo que interrogar a una prostituta sobre un caso en el que estoy trabajando, y necesito apoyo.

—¿Apoyo?

—Debería ir con alguien de pinta más amenazadora que la mía, y tú cumples los requisitos.

—Así que quieres usarme de guardaespaldas —dijo con una sonrisa beatífica.

—Ya me has causado bastantes problemas, así que por una vez podrías hacerme un favor.

La sonrisa se desvaneció.

—¿A qué viene este repentino cambio de opinión,
ma petite
?

—El tipo que me iba a acompañar ha tenido que irse a casa a quedarse con su hijo.

—¿Y si no voy?

—Iré sola.

—¿Al Tenderloin?

—Sí —dije. De repente se encontraba de pie junto a la mesa y caminaba hacia mí. No lo había visto levantarse—. ¿Por qué no dejas de hacer eso?

—¿A qué te refieres?

—A lo de nublarme la mente para que no vea que te mueves.

—Lo hago siempre que puedo,
ma petite
, para demostrar que aún soy capaz.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Te transmití gran parte de mi poder cuando te puse las marcas, así que practico con los jueguecitos que aún no me están vedados. —Estaba casi delante de mí—. No quiero que te olvides de quién ni de qué soy.

Me quedé mirando sus ojos azules, azules.

—Nunca me olvido de que eres un cadáver ambulante, Jean-Claude.

Una expresión que no supe interpretar le atravesó el rostro. Quizá fuera de dolor.

—No, veo en tus ojos que sabes qué soy. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro, aunque sin nada de seductor. Parecía humano—. Tus ojos son el espejo más nítido que he visto en mi vida,
ma petite
. Siempre que empiezo a engañarme, siempre que me dejo llevar por la fantasía de que estoy vivo, me basta con mirarte para ver la verdad.

¿Qué esperaba que dijera? No pretendería que pasara por alto su vampirismo.

—¿Y por qué no me rehúyes?

—Puede que Nikolaos no se hubiera convertido en el monstruo que era si hubiera tenido un espejo así.

Me quedé mirándolo. Quizá tuviera razón. Aquello casi convertía su elección de sierva humana en un acto de nobleza. Casi. Ya, lo que faltaba. ¿Ahora iba a empezar a sentir lástima del puto amo de la ciudad? Ni harta de vino.

Íbamos al Tenderloin. Cuidado, chicos malos: llevaba al amo de apoyo. Era matar moscas a cañonazos, pero siempre ha sido una de mis especialidades.

VEINTITRÉS

En el siglo
XIX
, el Tenderloin era el barrio chino de la Orilla, pero al igual que gran parte de San Luis, se había revalorizado. Si bajáis por la calle Washington, pasáis el teatro Fox, donde las compañías itinerantes representan musicales de Broadway, y seguís bajando hasta el final del centro de San Luis, al oeste, llegaréis al cadáver resucitado del Tenderloin.

De noche, las calles están llenas de neones y todo son luces parpadeantes, vibrantes, de colores vivos. Es como un carnaval pornográfico; sólo falta que instalen una noria en un descampado. Podrían vender algodón dulce con forma de cuerpo desnudo, y los niños se quedarían a jugar mientras papá visitaba las otras atracciones. Mamá no tendría por qué enterarse.

Jean-Claude estaba sentado a mi lado en el coche. Había estado tan callado, todo el camino, que tuve que mirarlo de reojo un par de veces para asegurarme de que seguía allí. La gente hace ruido. No me refiero a la conversación, a los eructos ni a nada tan llamativo. Simplemente, las personas no pueden quedarse sentadas en silencio. Se revuelven y la ropa roza el asiento; respiran y se oye como toman aire; se humedecen los labios y emiten un sonido bajo y húmedo pero audible… Jean-Claude no hizo ninguna de esas cosas; ni siquiera sé si llegaría a parpadear. Ah, los muertos vivientes.

Me gusta el silencio tanto como al que más; me lo tomo mejor que la mayoría de las mujeres y que muchos hombres. Pero de repente sentía el impulso de llenarlo, de hablar sólo para oír algo. Era un desperdicio de energía, pero lo necesitaba.

—¿Estás ahí, Jean-Claude? —Volvió el cuello, con cabeza y todo, y vi los neones reflejados en sus ojos, que parecían espejos oscuros. Mierda—. Sé que sabes hacerte pasar por humano mejor que casi cualquier vampiro, así que ¿a qué viene esta gilipollez sobrenatural?

—¿Gilipollez? —repitió en voz baja.

—Sí. ¿Por qué te pones tan misterioso?

—¿Misterioso? —Su voz llenó el coche, como si la palabra tuviera otro significado.

—Ya vale.

—¿Qué vale?

—Vale de contestarme con preguntas.

—Lo siento,
ma petite
. —Parpadeó—. Es que siento la calle.

—¿Cómo que sientes la calle?

Volvió a apoyar la espalda y la cabeza en el asiento, y se llevó una mano al estómago.

—Aquí hay mucha vida.

—¿Vida? —De pronto era yo la que contestaba con preguntas.

—Sí. Siento a la gente que va de un lado a otro: criaturas que buscan desesperadamente amor, dolor, comprensión, codicia… Hay mucha codicia por aquí, pero sobre todo, amor y dolor.

—La gente no va de putas en busca de amor, sino en busca de sexo.

Volvió la cabeza y me clavó los ojos oscuros.

—Muchas personas confunden lo uno con lo otro.

Me quedé mirando la carretera. Se me había erizado el vello.

—Hoy no has tomado sangre, ¿verdad?

—Tú eres la experta en vampiros; tú dirás. —Su voz se había convertido en un susurro rasposo.

—Ya sabes que contigo me cuesta notarlo.

—Muchas gracias por el cumplido.

—No te he traído a cazar —dije con firmeza, puede que en voz más alta de lo necesario. El sonido de mi pulso me llenaba la cabeza.

—¿Vas a prohibirme que cace?

Medité la respuesta mientras daba otra vuelta en busca de un sitio donde aparcar. ¿Iba a prohibirle que cazara? Sí, y él lo sabía. Era una pregunta con trampa; el problema era que no sabía dónde estaba la trampa.

—Te agradecería que no cazaras aquí esta noche.

—Dame un motivo, Anita.

Me había llamado por mi nombre sin que se lo pidiera. Sin duda, tramaba algo.

—Te he traído yo, y si no fuera por mí, no cazarías aquí.

—¿Te sientes culpable por la persona de la que pueda alimentarme esta noche?

—Chupar sangre a la fuerza es ilegal —dije.

—Desde luego.

—Y se castiga con la muerte.

—De tu mano.

—Si cometes el delito en este estado, sí.

—Sólo son putas, chulos, estafadores… ¿Qué te importan, Anita?

Creo que nunca me había llamado Anita dos veces seguidas. Mala señal. Un coche salió de donde estaba aparcado, a menos de una manzana de El Gato Pardo. Qué suerte. Metí el Nova en el hueco. No se me da muy bien aparcar en paralelo, pero por suerte, el vehículo que se había marchado medía el doble que el mío, y tenía sitio de sobra para maniobrar.

Después de dejar el coche no demasiado lejos del bordillo, pero más o menos apartado del tráfico, apagué el motor. Jean-Claude seguía apoyado en el asiento, mirándome.

—Te he hecho una pregunta,
ma petite
. ¿Qué significa esa gente para ti?

Me quité el cinturón y me volví para mirarlo. Por algún juego de luces y sombras, casi todo su cuerpo estaba sumido en la oscuridad, pero una franja de luz dorada le atravesaba la cara, resaltándole los pómulos. La punta de los colmillos le sobresalía entre los labios, y los ojos le resplandecían como si fueran de neón azul. Me aparté y clavé la vista en el volante.

—No es nada personal, Jean-Claude, pero están vivos. Me caigan bien o mal, o aunque me sean indiferentes, nadie tiene derecho a matarlos arbitrariamente.

—¿Así que te aferras a eso de que la vida es sagrada?

—A eso y a que todos los seres humanos son especiales. Cada muerte supone la pérdida de algo valiosísimo e insustituible. —Una vez dicho aquello, lo miré.

—Sé que has matado, Anita. Has destruido algo que te parece insustituible.

—Yo también lo soy, y nadie tiene derecho a matarme a mí, tampoco.

Se incorporó con un movimiento fluido, y dio la sensación de que la realidad se reagrupaba a su alrededor. Casi pude percibir el paso del tiempo en el coche, como una explosión sónica procedente del interior de mi cabeza.

Jean-Claude estaba delante de mí, con aspecto completamente humano. Su piel pálida estaba un poco sonrojada, y su pelo negro ondulado, cuidadosamente peinado, invitaba a hundir los dedos. Tenía los ojos azul oscuro, simplemente, sin nada excepcional salvo el color. En un instante se había vuelto a convertir en humano.

—Virgen santa —dije entre dientes.

—¿Qué pasa,
ma petite
?

Sacudí la cabeza. Si le preguntaba cómo lo había hecho, se limitaría a sonreír.

—¿A qué vienen tantas preguntas? —le dije—. ¿Qué te importa mi opinión sobre la vida?

—Eres mi sierva humana. —Levantó la mano para detener mi protesta automática—. He empezado el proceso de convertirte en mi sierva humana, y me gustaría entenderte mejor.

—¿Es que no puedes… oler mis emociones, como hueles las de la gente de la calle?

—No,
ma petite
. Percibo tu deseo y poco más. Renuncié a leerte la mente cuando te puse las marcas.

—Entonces, ¿no sabes qué pienso?

—No.

Me alegraba saberlo, pero si Jean-Claude no tenía por qué decírmelo, ¿a qué se debería su confesión? Nunca daba nada a cambio de nada; seguro que aquello conllevaba alguna atadura que yo no sabía ver. Negué con la cabeza.

—Sólo has venido a servirme de apoyo, así que no le hagas nada a nadie si no te lo pido, ¿vale?

—¿Que no haga nada?

—No le hagas daño a nadie a no ser que intente hacernos daño a nosotros.

Asintió con solemnidad, pero me temo que por dentro se partía de risa. Mira que darle órdenes al amo de la ciudad… Sí, supongo que tenía gracia.

En la calle había mucho ruido. De los edificios salía música, nunca la misma canción, pero siempre a todo volumen. Los carteles proclamaban
CHICAS, CHICAS, CHICAS. TOPLESS
. En un anuncio luminoso de letras de color rosa ponía
HABLA CON LA MUJER DESNUDA DE TUS SUEÑOS
. Uf.

Una mujer negra, alta y esbelta, se nos acercó. Llevaba un pantalón corto morado, tan pequeño que parecía un tanga, y unas medias negras de rejilla que le cubrían las piernas y las nalgas. Muy provocativa.

Se detuvo entre los dos y nos miró a uno y otro.

—¿Quién es el activo y quién el mirón?

Jean-Claude y yo intercambiamos una mirada. Vi que sonreía.

—Lo siento, pero estamos buscando a Wanda —le dije.

—No conozco a todo el mundo, pero cualquier cosa que haga esa tal Wanda, os garantizo que la puedo hacer mejor.

Se quedó muy cerca de Jean-Claude, casi rozándolo. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin dejar de mirarme.

—Tú eres el activo —dijo la puta con voz ronca, sexy. O tal vez era el efecto que tenía Jean-Claude en las mujeres. A saber.

El caso es que se acurrucó contra él. Su piel negra contrastaba con la camisa de encaje blanco. Llevaba las uñas pintadas de color pantera rosa.

—Perdonad que os interrumpa —dije—, pero no tengo toda la noche.

—Entonces no es a esta a la que buscas —dijo Jean-Claude.

—No.

La cogió por los brazos, justo por encima de los codos, y la apartó. Ella intentó volver a acercarse y lo agarró, pero él la mantuvo alejada sin esfuerzo. Podría haber mantenido alejado un coche en marcha sin esfuerzo.

—Contigo me voy gratis —dijo ella.

—¿Qué le has hecho? —le pregunté.

—Nada.

No me lo creí.

—¿No le has hecho nada y no quiere cobrarte? —El sarcasmo es uno de mis talentos naturales. Me aseguré de que lo percibiera.

—Estate quieta —dijo Jean-Claude.

—No te atrevas a decirme que…

La mujer se había quedado inmóvil. Dejó caer las manos a los lados, inertes. Jean-Claude no hablaba conmigo.

La soltó, pero ella siguió sin moverse. La rodeó como si fuera un socavón y me cogió del brazo. Se lo permití. Me quedé mirando a la prostituta, esperando a que se moviera.

Su espalda recta y casi desnuda se estremeció, y hundió los hombros. Echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente.

Jean-Claude me cogió del codo y echó a andar. La prostituta se volvió y nos miró, pero no reaccionó. Era como si no nos reconociera.

Tragué saliva con tanta fuerza que me dolió. Me aparté de Jean-Claude, que no intentó retenerme. Bien por él.

Me apreté contra un escaparate. Jean-Claude estaba frente a mí, cabizbajo.

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