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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (3 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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—Desde luego que no. —El nudo que se me había formado en la garganta se deshizo, y empecé a apartar la mano del arma imaginaria. Tommy hizo lo propio con la de verdad. Bien por los dos.

Gaynor volvió a sonreír, como si fuese un Papá Noel bonachón y lampiño.

—No hace falta decir que no les serviría de nada informar a la policía.

—No tenemos pruebas —dije asintiendo—. Y ni siquiera nos ha dicho a quién quiere levantar de entre los muertos, ni por qué.

—Sería su palabra contra la mía —añadió.

—Y estoy segura de que tiene amigos influyentes —dije con una sonrisa.

—Puede estarlo. —Su sonrisa se acentuó, y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas regordetas.

Les volví la espalda a Tommy y a su pistola. Bert me siguió, y salimos al sol bochornoso del verano. Bert parecía aturdido, y en aquel momento casi me caía bien: me alegraba saber que hasta él tenía límites, que había algo que no estaba dispuesto a hacer ni por un millón de dólares.

—¿En serio serían capaces de matarnos? —Su voz mostraba más firmeza que sus ojos, ligeramente acuosos. Qué valiente. Abrió el maletero sin necesidad de que se lo pidiera.

—¿Con el nombre de Harold Gaynor en la agenda y el ordenador? —Cogí la pistolera y me la puse—. ¿Sin saber si le habíamos mencionado la visita a alguien? —Negué con la cabeza—. Demasiado arriesgado.

—Entonces, ¿por qué les has hecho creer que ibas armada? —Me miró a los ojos mientras hacía la pregunta, y por primera vez detecté incertidumbre en su mirada. El supertacañón necesitaba unas palabras de consuelo, pero ya no me quedaban.

—Fácil, Bert: podía equivocarme.

DOS

La tienda de vestidos de novia estaba en Saint Peters, justo después de la salida de la 70 Oeste. Se llamaba El Viaje de la Doncella. Qué mono. Quedaba entre una pizzería y un salón de belleza llamado Oscuridad Total, un local de ventanas cegadas y perfiladas con neones de color rojo sangre, para gente a la que le apeteciera ir peinada y con las uñas arregladas por un vampiro.

Sólo hacía dos años que el vampirismo era legal en los Estados Unidos. Seguía siendo el único país que lo había legalizado, pero a mí no me miréis, que yo no voté a favor. Si hasta se había montado un movimiento por el sufragio vampírico. Por aquello de «no al pago de impuestos sin derechos ciudadanos» y toda la pesca.

Dos años antes, si un vampiro se metía con alguien, iba yo, le clavaba una estaca al muy cabrón y fin de la historia. Pero ahora tenía que solicitar una orden judicial de ejecución. Si no la tenía y me pillaban, podían acusarme de asesinato. Cómo echaba de menos los viejos tiempos.

En el escaparate había un maniquí rubio con suficiente encaje blanco para ahogarse en él. Los encajes, las perlas cultivadas y las lentejuelas nunca han sido santo de mi devoción. Las lentejuelas en particular. Había acompañado dos veces a Catherine a elegir el traje de novia, pero no tardé en darme cuenta de que no le serviría de gran ayuda: no había ni uno que me gustara.

Catherine era una gran amiga; si no, no habría ido allí ni de coña. Me decía que ya cambiaría de opinión cuando me casara. Pero la verdad es que dudo que enamorarse implique la pérdida del buen gusto. Que me peguen un tiro si algún día me compro un vestido con lentejuelas.

Tampoco habría mirado dos veces los vestidos que Catherine eligió para las damas de honor; pero fue culpa mía, por no haber ido el día de la votación. Trabajaba demasiado y odiaba ir de compras. Total, que terminaron clavándome ciento veinte dólares más impuestos por un vestido rosa de tafetán, que parecía salido de un baile de fin de curso.

Cuando entré en el local no se oía nada más que el runrún del aire acondicionado. Los tacones se me hundían en la moqueta, de un gris tan claro que casi parecía blanco. La señora Cassidy, la encargada, me vio entrar. La sonrisa se le desdibujó durante un instante, pero la recuperó en cuanto consiguió controlarse. Qué valiente, la señora Cassidy.

Le devolví el gesto, aunque no me hacía ninguna gracia la hora que tenía por delante.

La señora Cassidy andaría entre los cuarenta y los cincuenta. Era delgada; tenía el pelo de un rojo tan oscuro que casi parecía castaño, y lo llevaba recogido con un moño a lo Grace Kelly. Se ajustó las gafas de montura dorada.

—Veo que ha venido a la última prueba, señorita Blake.

—Espero que de verdad sea la última —dije.

—Bueno, hemos estado ocupándonos del… problemilla. Y creo que hemos dado con una solución.

Detrás del mostrador había una pequeña habitación llena de trajes envueltos en plástico. La señora Cassidy sacó el mío de entre dos vestidos rosa idénticos, se lo colgó del brazo y avanzó hacia los probadores con la espalda muy rígida, entrando en calor para la batalla inminente. Yo no necesitaba calentar; siempre estaba lista para el combate. Aunque tener que discutir de trapitos con la señora Cassidy era mil veces peor que vérselas con Tommy y Bruno. Mira que la cosa podría haber terminado mal, pero por suerte no había pasado a mayores. Gaynor me los había quitado de encima. «De momento», había dicho.

¿Qué habría querido decir exactamente? Probablemente, sólo eso. Yo había dejado a Bert en la oficina, todavía alterado por la experiencia. No estaba acostumbrado a la parte sórdida y violenta del negocio; del trabajo sucio nos encargábamos Manny, Jamison, Charles y yo, los reanimadores de Reanimators, Inc. Bert se quedaba a salvo en su agradable despacho y nos enchufaba a nosotros los clientes y los problemas. Hasta aquel día.

La señora Cassidy colgó el vestido del gancho de un probador y se alejó. Antes de que yo entrara se abrió la puerta de otro probador, y salió Kasey, la niña de ocho años que iba a llevar las flores en la boda de Catherine. Tenía el ceño fruncido. Su madre, aún con traje de oficina, la siguió. Elizabeth Markowitz, que se empeñaba en que la llamáramos Elsie, era alta, delgada, morena y de piel cetrina. Y era abogada. Trabajaba con Catherine, y también le tocaba ser dama de honor.

Kasey parecía una versión reducida y suavizada de su madre.

—Hola, Anita. ¿Verdad que estoy ridícula con este vestido? —dijo en cuanto me vio.

—Venga, Kasey —dijo Elsie—, es un vestidito precioso. Esos volantitos rosa son chulísimos.

En mi opinión, más que un vestido parecía una petunia inflada de esteroides. Me quité la chaqueta y entré en el probador para evitar la tentación de abrir la bocaza.

—¿Esa pistola es de verdad? —preguntó Kasey.

No me había dado cuenta de que todavía la llevaba.

—Sí —contesté.

—¿Eres policía?

—No.

—Kasey Markowitz, haces demasiadas preguntas. —Su madre la reprendió mientras se me acercaba con una sonrisa de agobio—. Lo siento, Anita.

—No pasa nada —dije.

Unos minutos después estaba subida a una plataforma y rodeada por un círculo de espejos casi perfecto. Algo es algo: con los zapatos a juego, rosa y de tacón, el vestido tenía la longitud adecuada. La pena es que también tenía unas mangas de farol minúsculas y dejaba los hombros al aire, así que se me veían casi todas las cicatrices.

La más reciente era la del antebrazo derecho, que todavía no se había curado del todo y estaba rosada. Pero no era más que una herida de cuchillo; algo pulcro y limpio en comparación con el resto. La del hombro izquierdo no estaba mal: a un vampiro le había dado por morderme y no soltar, como un perro con un trozo de carne, y me había partido la clavícula y el brazo. También tenía una quemadura con forma de cruz en el antebrazo izquierdo. Los siervos humanos de algún vampiro se habían sentido imaginativos y encontraron divertido hacérmela. A mí no me hizo ni pizca de gracia.

Parecía la novia de Frankenstein en el baile de graduación. Vale, puede que no fuera para tanto, pero a la señora Cassidy le parecía terrible: estaba convencida de que las cicatrices iban a distraer la atención del vestido, la fiesta y la novia. Catherine, la novia en cuestión, no estaba de acuerdo: creía que yo merecía participar en su boda, porque éramos muy buenas amigas. Y debíamos de serlo, porque yo estaba pagando una fortuna para que me humillaran en público.

La señora Cassidy me dio unos guantes largos de satén rosa. Me los enfundé hasta el final. Nunca me han gustado los guantes; cuando los llevo, tengo la impresión de que estoy tocando el mundo a través de una cortina. Pero esos espantos brillantes y rosados me cubrían los brazos y ocultaban las cicatrices. Hala, qué pinta de niña buena. Ya.

La mujer ahuecó la falda de raso y me miró en el espejo.

—Yo diría que va a funcionar. —Se enderezó para mirarme, dándose golpecitos en el carmín de los labios con una uña pintada—. Creo que he dado con algo para cubrir esa…, esto…, eso. —Hizo unos gestos vagos en mi dirección.

—¿La cicatriz de la clavícula? —pregunté.

—Sí —contestó, aliviada.

De repente caí en la cuenta de que la señora Cassidy no había pronunciado en ningún momento la palabra
cicatriz
. Le debía de parecer sucia o grosera. Me miré en el círculo de espejos y sonreí, haciendo un verdadero esfuerzo por contener las carcajadas. Pero cuando me tendió un amasijo de cintas rosa y flores de azahar falsas se me pasaron las ganas de reír.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Esto —dijo, avanzando hacia mí— es la solución de nuestro problema.

—Vale, pero ¿qué es?

—Es una gargantilla, un complemento.

—¿Me lo tengo que poner en el cuello?

—Sí.

—Ni de coña —dije, negando con la cabeza.

—Señorita Blake, he probado lo posible y lo imposible para ocultar esa… marca. Sombreros, peinados, cintas, prendidos de flores… —enumeró, levantando los brazos en un sincerísimo gesto de rendición—. Ya no sé qué más hacer.

Me lo creía. Respiré profundamente.

—La entiendo, señora Cassidy, de verdad. Sé que soy peor que un grano en el culo.

—Jamás he dicho eso.

—Lo sé; por eso me toca decirlo a mí. Pero esto es el repollo con lazos más espantoso que he visto en mi vida.

—Si se le ocurre algo mejor, señorita Blake, soy toda oídos. —Hizo lo que hacen las personas elegantes en vez de cruzarse de brazos. El «complemento» le colgaba casi hasta la cintura.

—Es enorme —protesté.

—Servirá para ocultar su… cicatriz —dijo por fin, apretando los labios.

Casi se me escapó un aplauso. La doña había conseguido decir la palabrota. ¿Se me ocurría algo mejor que aquel adefesio? Pues no. Suspiré.

—Vale. Póngamelo. Lo mínimo que puedo hacer es ver cómo queda.

—Apártese el pelo, por favor —dijo muy sonriente.

Obedecí, y me puso la gargantilla. El encaje picaba; las cintas me hacían cosquillas, y no me atrevía ni a mirarme al espejo. Cuando hice de tripas corazón, levanté la vista lentamente y me limité a poner unos ojos como platos.

—Es una suerte que tenga el pelo largo —dijo la señora Cassidy—. Yo misma se lo peinaré el día de la boda para darle el último toque al camuflaje.

La cosa que llevaba alrededor del cuello era como un híbrido entre un collar de perro y un prendido de flores para la muñeca más grande del mundo. Las cintas brotaban de mi cuello como setas después de la lluvia. Era horripilante, y ningún peinado podría arreglarlo. Pero, mira tú por dónde, de la cicatriz no quedaba ni rastro. ¡Tachán!

Sacudí la cabeza. ¿Qué podía decir? La señora Cassidy interpretó mi silencio como una capitulación. Más quisiera. Menos mal que justo entonces sonó el teléfono y nos ahorró otro disgusto.

—Vuelvo enseguida, señorita Blake.

Se alejó, clavando silenciosamente los tacones en la moqueta. Me miré en los espejos. Tengo el pelo negro y los ojos marrones, tan oscuros que parecen negros. Es la herencia latina de mi madre. La tez clara me viene de la sangre germánica de mi padre. En cuanto me maquillo un poco parezco una muñeca de porcelana. Y con un vestido rosa inflado tengo un aspecto frágil, delicado y diminuto. Mierda.

Las otras damas de honor medían un metro setenta y cinco como mínimo. Y hasta era posible que a algunas les quedara bien el vestido, pero me extrañaría. Para colmo de males, teníamos que usar miriñaque. Me estaba entrando complejo de subproducto de
Lo que el viento se llevó
.

—Bueno, bueno, si está preciosa…

La señora Cassidy había vuelto y me miraba sonriente.

—Parezco un merengue rosa.

A ella se le desdibujó la sonrisa y tragó saliva.

—Por lo visto, tampoco le ha gustado esta idea —dijo con la voz muy tensa.

Elsie Markowitz salió de los probadores. Kasey iba detrás, con cara de pocos amigos. No era para menos; la entendía perfectamente.

—Anita —dijo Elsie—, estás estupendísima.

Ah. Estupendísima, justo lo que me faltaba por oír.

—Gracias.

—Me encanta la gargantilla. ¿Sabes que todas vamos a llevar una igual?

—Cuánto lo siento —repliqué.

Frunció el ceño.

—A mí me parece que va muy bien con el vestido.

Me tocó a mí arrugar la frente.

—No lo dirás en serio.

—Por supuestísimo que sí. —Elsie se había quedado a cuadros—. ¿Qué pasa? ¿Acaso no te gustan estos vestidos?

Decidí mantener la boca cerrada para no ofender a nadie. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa se puede esperar de una mujer que tiene un nombre tan bonito como Elizabeth pero prefiere que la llamen como a un caniche?

—¿Está completamente segura de que no queda nada más que podamos usar de camuflaje, señora Cassidy? —pregunté.

Ella asintió. Una vez, pero con firmeza.

Suspiré y sonrió. Había ganado, y lo sabía. Yo supe que estaba derrotada en cuanto vi el vestido, pero ya que me tocaba perder, tenía que hacerle pagar el pato a alguien.

—Vale, me rindo. Me lo pondré.

La señora Cassidy sonrió encantada; Elsie sonrió a secas, y Kasey sonrió con complicidad. Me levanté la falda hasta las rodillas y bajé de la plataforma. El miriñaque giró como una campana, y yo tuve la sensación de ser el badajo.

En aquel momento sonó el teléfono, y la señora Cassidy fue a contestar. Caminaba flotando en una nube: se libraba de mí. ¿Qué mayor dicha se le podía pedir a una tarde?

Yo hacía esfuerzos ímprobos por sacar la enorme falda a través de la puerta de la zona de los probadores cuando me llamó.

—Señorita Blake, es para usted. Un inspector de policía, el sargento Storr.

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