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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El cadáver con lentes (21 page)

BOOK: El cadáver con lentes
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–Me parece que he dado muestras de ser un asno –replicó lord Peter–. Pero nunca me han gustado estos chismes. Una vez resultó mal una inyección y me hizo pasar muy malos ratos. Y aún me puse más nervioso.

–En tal caso –replicó sir Julián– mejor será desistir porque quizá despertáramos las sensaciones que deseamos evitar. Tome usted lo que le he recetado y haga cuanto pueda por disminuir el esfuerzo nervioso.

–Muchas gracias. Lo haré así –contestó lord Peter, cubriéndose de nuevo el brazo con la manga–. Quedo muy agradecido. Si tengo alguna otra molestia, volveré.

–No deje de hacerlo –contestó sir Julián en tono alegre–. Pero otro día pida usted hora, porque tengo mucho qué hacer. Espero que su mamá estará bien. La vi el otro día en la encuesta de Battersea. Debiera usted haber asistido a ella, porque le hubiese interesado.

CAPÍTULO XII

LA niebla irritaba la garganta y los ojos. Era tan espesa que apenas se podían ver los pies, de modo que era preciso poner mucho cuidado al andar.

Era consolador el contacto de la vieja gabardina de Parker. La había llevado en peores lugares. Y Peter se agarraba a ella para no perder a su amigo. Los demás que iban delante, vistos a través de la niebla, parecían espectros.

–Cuidado, señores –dijo una voz–. Por aquí cerca hay una tumba abierta.

–Cuidado, muchacho –dijo Parker.

–¿Dónde está lady Levy?

–En el depósito de cadáveres. La duquesa de Denver la acompaña. Tu madre es maravillosa, Peter.

–Tienes razón –contestó el joven.

A corta distancia vieron confusamente una luz que alguien llevaba en la mano. Y una voz dijo:

–Ya estamos.

Aparecieron dos siluetas dantescas, que empuñaban unas palas y alguien les preguntó si habían terminado.

–Casi, casi, señor –contestó uno de ellos reanudando el trabajo.

Alguien soltó un estornudo y Parker se acercó a él y lo presentó.

–El señor Levett representa al Ministro del Interior, lord Peter Wimsey. Sentimos mucho haberle obligado a salir en un día como hoy, señor Levett.

–No importa. Ese trabajo hay que llevarlo a cabo –contestó el señor Levett con voz ronca y envuelto en una bufanda.

Se oyó el ruido de las palas durante unos minutos y luego se percibió el que producían al ser arrojadas al suelo. Apareció un hombre de barba negra, que resultó ser el director del asilo.

–Es un asunto muy doloroso, lord Peter, y perdóneme si deseo sinceramente que usted y el señor Parker se hayan equivocado.

–¡Ojalá!–contestó lord Peter.

–Cuidado, muchachos –dijo una voz–. ¿Estáis dispuestos?

–Sí, señor. Tome usted el farol y lo seguiremos.

Lord Peter agarró de nuevo el abrigo de Parker y le preguntó:

–¿Eres tú, Parker? ¡Ah, dispense, señor Levett! Lo había confundido.

Más tumbas. Se oyó el ruido de la grava al ser pisada.

–Por aquí, señores. Tengan cuidado de no tropezar.

En el depósito de cadáveres el muro era de ladrillo rojo sin revestir. El lugar estaba alumbrado por unos mecheros de gas, que emitían fuertes silbidos. Estaban allí dos mujeres vestidas de negro y el doctor Grimbold. El ataúd fue depositado sobre la mesa.

Se oyeron luego algunos crujidos. Un sollozo. La voz de la duquesa, que en tono bondadoso y firme decía:

–Calla, Cristina. Ahora debes estar serena.

Murmullo de voces, entre las que se destacó la del doctor Grimbold, serena como si se hallara en su consulta.

–Hágame el favor de esa lámpara, señor Wingate. Gracias. Sí. Alumbre aquí. Haga el favor. Por este lado, señor Levett. Así, muy bien.

Se encendió una brillante luz eléctrica que alumbró la mesa, y también la barba y los anteojos del doctor Grimbold, quien dirigiéndose a las dos señoras, dijo:

–No deseamos molestarla a usted innecesariamente, lady Levy. Si quiere indicarnos qué detalles debemos observar… Sí, sin duda. Sí, comprendo. ¿Empastada con oro? Sí, en la mandíbula inferior. La penúltima muela a la derecha. Es cierto. No falta ningún diente. ¿Una verruga? ¿Encima de la tetilla izquierda? ¡Ah, sí! Aquí está. ¿Dice usted la apendicitis? Sí, aquí está la cicatriz. Además, ¿una pequeña cicatriz en el brazo? Tal vez será difícil encontrarla. Haga el favor de no venir si no se lo indico.

Hubo una pausa y luego un murmullo.

–¿Dice usted que fue después de la muerte? También lo creo. ¿Dónde está el doctor Colegrove? ¿Visitó usted a ese hombre en el asilo? ¿No recuerda…? ¿No? ¿Está usted seguro? Es preciso evitar todo error. Sí. Pero hay razones que impiden la presencia de sir Julián. Acerque usted un poco más la luz, señor Wingate. ¿Qué le parece esto? Desde luego es inconfundible. ¿Quién preparó la cabeza? ¡Oh, Freke, desde luego! Ya sabía yo que en San Lucas hacían cosas maravillosas. Eso es magnífico, ¿verdad, doctor Colegrove? Es un cirujano estupendo. Ya lo había visto trabajar. Yo abandoné la especialidad hace algunos años. Es preciso conservar la práctica. Ahora necesito dos toallas. Sí, una encima de la cabeza, Y otra aquí. Ahora, lady Levy, voy a rogarle que examine una cicatriz y vea si puede reconocerla. Estoy seguro de que nos ayudará, mostrándose muy firme y serena. Tome todo el tiempo que sea necesario. No verá usted otra cosa, aparte de lo que sea indispensable.

–No me abandones, Lucía.

–No, querida.

Se hizo sitio en torno de la mesa y la luz eléctrica alumbró el cabello blanco de la duquesa.

–Sí, sí, no puedo equivocarme. La he visto centenares de veces. ¡Oh, Reuben!

–Un momento más, lady Levy. Esa verruga…

–Sí, señor. Está en el mismo sitio.

–¿Reconoce también la cicatriz que aparece encima del codo?

–Sí, sí, señor. No hay duda.

–Ahora, lady Levy, debo hacerle una pregunta. ¿Puede usted, gracias a estas señales, identificar el cadáver como perteneciente a su marido?

–No es posible otra cosa. Nadie más que él podría haber tenido esas tres señales, precisamente en los mismos lugares. No tengo ninguna duda de que es mi marido. ¡Es Reuben! ¡Dios mío!

–Muchas gracias, lady Levy. Ha sido usted muy valerosa y nos ha prestado un gran servicio.

–Pero no comprendo, ¿cómo vino a parar aquí? ¿Quién hizo eso tan espantoso?

–Cállate, querida –dijo la duquesa–. El autor de todo será castigado.

–¡Pero ¡qué cosa tan cruel! ¡Pobre Reuben! ¿Quién pudo tener interés en hacerle daño? ¿Podría ver su rostro?

–No, querida mía –contestó la duquesa–. No es posible. Y ahora, vámonos. Debemos dejar a los médicos para que puedan llevar a cabo su trabajo.

–¡Oh, sí! Me han tratado con extremada bondad.

–Vámonos a casa, querida Cristina. ¿No nos necesita usted más, doctor Grimbold?

–No, señora duquesa. Muchas gracias. Les agradecemos mucho a usted y a lady Levy que se hayan tomado la molestia de venir aquí.

Hubo una pausa mientras las dos señoras se alejaban, acompañadas de Parker, hasta el automóvil. Luego el doctor Grimbold habló, diciendo:

–Creo que lord Peter Wimsey debería ver eso, que confirma todas sus deducciones. Es doloroso, lord Peter, pero comprendo que deseará verlo. Sí, yo estaba inquieto durante la encuesta. Es un caso espantoso. Aquí está el señor Parker. Usted y lord Peter Wimsey han quedado completamente justificados por sus deducciones. Sin embargo, apenas puedo creerlo. No me explico que un hombre tan distinguido… pero en fin, cuando un gran cerebro se inclina al crimen… Sí, mire aquí. Es un trabajo maravilloso. El tiempo transcurrido lo ha estropeado bastante, pero vean ustedes aquí, en el hemisferio izquierdo… Y aquí también, a través del
corpus striatum
. Y aquí. Sigue el curso de la contusión. Es maravilloso. Crea usted que me gustaría mucho examinar su cerebro. Le aseguro, lord Peter, que eso será un golpe terrible para toda la profesión médica y aun para el mundo civilizado.

Poco después todos atravesaron de nuevo el cementerio envuelto por la niebla.

–¿Están dispuestos tus hombres, Parker?

–Se han marchado. Los hice salir en cuando lady Levy hubo tomado el automóvil.

–¿Quién los acompaña?

–El pobre Sugg. En Jefatura le han dado lo suyo por haberse originado tantas confusiones en el asunto. Se comprobó totalmente la declaración de Thipps acerca de su aventura nocturna. Detuvieron a la muchacha a quien invitó a tomar una copa, y ella lo identificó. En vista de eso, soltaron a Thipps y a Gladys. Después dijeron a Sugg que se había excedido en el cumplimiento de sus deberes y que, en adelante, debía ser más cuidadoso. Pero no conseguirá corregirse, porque es tonto. A mí me da lástima. Sin embargo, Peter, es preciso confesar que tú y yo teníamos ventajas especiales.

–Bien. No importa. A pesar de que se dirijan allá rápidamente, no llegarán a tiempo, de modo que tanto da que vaya Sugg como otro cualquiera.

Pero Sugg, caso raro en toda su carrera policial, llegó a tiempo.

Parker y lord Peter se hallaban en el domicilio del último. De pronto fue anunciada la visita de Sugg.

–Nos hemos apoderado de ese hombre –dijo al entrar.

–¡Caramba! –exclamó Peter–. ¿Vivo?

–Llegamos a tiempo, milord. Después de llamar, nos metimos en la casa, dirigiéndonos a la biblioteca. Estaba sentado allí, escribiendo. Al entrar dirigió la mano a una jeringuilla hipodérmica, pero conseguimos evitar que la tomase, milord. No queríamos que se deslizase por entre nuestros dedos después de haberle encontrado vivo. Lo registramos con el mayor cuidado y salimos con él.

–¿Y está actualmente en la cárcel?

–Sí, señor. Muy bien guardado. Hay dos hombres que lo vigilan constantemente, para impedir que se suicide.

–Me da usted una sorpresa muy grande, inspector. ¿Quiere tomar una copa?

–Gracias, milord. Me inspira usted mucha gratitud. Este asunto se había puesto muy feo para mí. Y recuerdo que me conduje con mucha aspereza con Su Señoría…

–No se acuerde más, inspector –se apresuró a decir lord Peter–. En realidad, no podía usted haber resuelto este caso. Era imposible. Yo tuve la suerte de adquirir ciertos detalles de otra procedencia.

–Eso es lo que dice Parker. –Ya el gran cirujano habíase convertido en un criminal vulgar a los ojos del inspector–. Cuando nos apoderamos de él estaba escribiendo una confesión plena, dirigida a Su Señoría. Como es natural, irá a parar a la policía, pero como está dirigida a usted, la he traído por si quería leerla. Aquí está.

Y entregó un fajo de papel a lord Peter.

–Gracias –dijo éste–. ¿Quieres que lo leamos, Parker?

–¡Naturalmente!

En vista de eso, lord Peter leyó en voz alta.

CAPÍTULO XIII

QUERIDO lord Peter:

En mi juventud solía jugar al ajedrez con un antiguo amigo de mi padre. Era muy mal jugador y además lento, y nunca se daba cuenta de un jaque mate inevitable e insistía en realizar todos los movimientos hasta que ya no había más remedio. Me impacientaba esta actitud y por eso admito ahora, sin reservas, que usted ha ganado la partida. Tanto importa que me quede en casa para ser ahorcado o huya al extranjero para llevar una existencia insegura y sórdida. Prefiero reconocer mi derrota.

»Si ha leído usted mi libro
Vesania Criminal
, recordará que escribí en él: «En la mayoría de los casos el criminal se traiciona a sí mismo, a causa de alguna anormalidad paralela a la situación patológica de los tejidos nerviosos. Su inestabilidad mental se demuestra de varias maneras: una vanidad extraordinaria que lo impulsa a vanagloriarse de sus proezas. Un sentido desproporcionado de la importancia de su delito, que resulta de una alucinación religiosa y que lo impulsa a confesar; la egomanía que produce la sensación de horror o la convicción del pecado y que lo obliga a emprender la fuga sin disimular sus huellas; una confianza temeraria, de la que resulta el olvido de las precauciones más elementales, como en el caso de Henry Wainwright, que dejó a un muchacho al cuidado de los restos de una mujer asesinada mientras él iba en busca de un taxi; o en otros casos una desconfianza nerviosa, que los obliga a visitar nuevamente la escena del crimen para cerciorarse de que han desaparecido todas las huellas según lo indica su propio juicio. No titubeo en afirmar que un hombre absolutamente cuerdo y que no siente el temor religioso u otras ilusiones, siempre conseguirá ponerse por completo al abrigo de ser descubierto, en tanto que el crimen haya sido bien premeditado y no haya sentido la premura del tiempo o se vea alejado de su camino por una serie de coincidencias fortuitas».

»Sabe usted tan bien como yo hasta qué punto he justificado prácticamente esta afirmación. Los dos accidentes que me traicionaron eran absolutamente imprevisibles. El primero fue el reconocimiento casual de Levy por parte de aquella muchacha en Battersea Park Road, puesto que indicaba una relación entre los dos problemas. El segundo fue que Thipps se dispusiera a marchar a Denver el martes por la mañana, con lo cual permitió a la duquesa ponerse en comunicación con usted antes de que el cadáver fuese levantado por la policía, y que por lo tanto pudiese sugerir un móvil para el crimen, puesto que conocía mi historia anterior. En el caso de que yo hubiera podido destruir esos dos eslabones circunstanciales, me atrevo a decir que nunca habría podido sospechar de mí y menos aún obtener suficientes pruebas para demostrar mi culpabilidad.

»Entre todas las emociones humanas, exceptuando quizá el hambre o el miedo, el apetito sexual origina las más violentas y en determinadas circunstancias las más duraderas reacciones; creo, sin embargo, tener derecho de asegurar que cuando escribí mi libro, mi impulso sexual de matar a sir Reuben Levy habíase modificado ya de un modo profundo, a causa de mis hábitos intelectuales. Al impulso animal de matar y al deseo humano y primitivo de vengarse, hubíase sumado el intento racional de demostrar la verdad de mis propias teorías para satisfacción de mí mismo y del mundo. Si hubiese ocurrido todo como lo había proyectado, habría depositado una relación sellada de lo ocurrido en el Banco de Inglaterra, dando instrucciones a mis albaceas testamentarios para que lo publicasen después de mi muerte. Pero como un accidente ha estropeado el conjunto de mi demostración, voy a confiar a usted el relato, pues sé que no dejará de interesarle, y al mismo tiempo, le dirijo el ruego de que lo dé a conocer a los hombres de ciencia, haciendo justicia a mi fama profesional.

»Los factores que realmente son esenciales para alcanzar el éxito en cualquier empresa son el dinero y la oportunidad; y por regla general, el hombre que puede alcanzar el primero, consigue también el segundo. Durante la primera parte de mi vida, aunque estaba bastante bien provisto de dinero, no tenía, en cambio, un dominio absoluto sobre las circunstancias. Por consiguiente, me dediqué a mi profesión, contentándome con sostener una relación cordial con Reuben Levy y su familia. Eso me permitió estar en contacto con ellos y al corriente de la vida que llevaban y de las cosas que les interesaban para que, cuando llegase el momento de actuar, supiera qué armas debía emplear.

»Mientras tanto estudié criminología y leí numerosas novelas acerca del particular, de modo que mi
Vesania Criminal
fue producto de estas actividades. Me convencí de que en todo asesinato, el punto más difícil de resolver era librarse del cadáver. Como médico yo siempre tenía medios de matar a mi disposición y no podía cometer ningún error acerca de eso. Tampoco corría peligro de hacerme traición a causa de un sentido ilusorio de que obraba mal. La única dificultad estaba en destruir toda relación entre mi persona y el cadáver de la víctima. En una obra de Stevenson cierto personaje observa: “Lo que hace morir a la gente en la horca es la desdichada circunstancia de la culpa.” Me convencí de que el hallazgo de un cadáver no podría comprometer a nadie, siempre y cuando nadie estuviese relacionado con aquel cadáver. De este modo llegué a la idea de sustituir un cadáver por otro, pero hasta que obtuve la dirección del hospital de San Lucas no tuve la posibilidad de escoger y manejar cadáveres. A partir de aquel momento examiné atentamente todos los que llegaban a la sala de disección.

»La oportunidad se presentó una semana antes de la desaparición de Levy, porque el médico del asilo de Chelsea me avisó que un vagabundo desconocido resultó herido aquella mañana por la caída de un andamiaje, y al parecer mostraba unas reacciones nerviosas y cerebrales muy interesantes. Fui allá a examinar el paciente y me llamó la atención el intenso parecido superficial que tenía con sir Reuben. Había recibido un fuerte golpe en la nuca que le dislocó la cuarta y la quinta vértebras cervicales, produciendo también lesiones graves en la columna vertebral. Era muy improbable que se curase mental y físicamente y por otra parte creí innecesario prolongar de un modo indefinido aquella existencia inútil.

»Con toda evidencia aquel hombre se había sostenido bastante bien porque veíasele nutrido, pero en cambié el estado de sus pies y de su ropa demostraban su falta de trabajo, y aunque se curase era casi seguro que no lo encontraría. Díjeme que respondía a todas las condiciones necesarias para mi plan y en el acto realicé algunas transacciones en la
City
que ya tenía planeadas. Mientras tanto me parecieron interesantes las reacciones mencionadas por el médico del asilo e hice un cuidadoso estudio de ellas. Además llevé a cabo todos los preparativos necesarios para que entregasen el cadáver al hospital en cuanto yo hubiese terminado mis preparativos.

»El jueves y el viernes de aquella semana me puse de acuerdo con varios agentes para comprar acciones de algunos campos petrolíferos del Perú que casi no habían llegado a valer nada. Eso me costó muy poco, pero conseguí despertar alguna curiosidad. Tuve el mayor cuidado de que no apareciese mi nombre como comprador. El sábado y el domingo tuve algún temor de que aquel desconocido muriese antes de que yo estuviera preparado, pero gracias a unas inyecciones calinas, conseguí conservarle la vida, y a última hora del sábado, empezó a manifestar síntomas inquietantes de restablecimiento parcial.

»El lunes por la mañana el mercado de las acciones petrolíferas del Perú empezó a estar animado. Había corrido el rumor de que alguien poseía determinados detalles y aquel día hubo otros compradores. Adquirí otras doscientas acciones a mi nombre y dejé que el asunto se resolviera por sí mismo. A la hora del aperitivo hice los preparativos para encontrar a Levy como por casualidad en la esquina de Mansion’s House. Manifestó sorpresa al verme en aquella parte de Londres. Yo fingí cierta turbación y sugerí que debíamos ir a tomar el aperitivo juntos. Lo llevé a un lugar en que ambos éramos desconocidos, pedí un vino de buena calidad y bebí lo bastante para que él pudiera figurarse que el vino me hacía comunicativo. Le pregunté cómo iban las cosas en la Bolsa. Me contestó que muy bien y luego me preguntó a su vez si yo operaba. Le dije que hacía alguna cosa de vez en cuando y que precisamente había dedicado algún dinero a un asunto excelente. Miré receloso a mi alrededor y acerqué mi silla a la suya.

»–Supongo –le dije– que no está usted enterado de lo del petróleo del Perú.

»–Sí –contestó.

»Yo me sobresalté, miré otra vez a mi alrededor y en voz baja le dije:

»–Lo cierto es que he comprado algunas acciones, pero deseo que no se sepa. Espero ganar una buena cantidad en este asunto.

»–¡Caramba! Yo siempre lo he tenido en muy mal concepto –dijo–. Hace ya muchos años que no pagan dividendos.

»–No –repliqué–. Pero van a pagarlos. Tengo informes excelentes.

»Él me miró con expresión de duda y entonces yo apuré el contenido de la copa y hablándole al oído añadí:

»–Mire, desde luego, no voy a contar eso a todo el mundo, pero con gusto les haré un favor a usted y a Cristina. Ya sabe usted que siempre he sentido afecto por ella. Usted se me anticipó, pero en fin, todo eso ya es asunto muerto por el tiempo que ha pasado.

»Hablaba yo con tal excitación, que él debió de creerme algo borracho.

»–Es usted muy amable, amigo –dijo–. Pero siempre soy muy cauteloso y quisiera alguna prueba.

»–Se la daré –contesté–. Pero aquí no sería prudente. Vaya usted a verme a mi casa esta noche, después de cenar, y le mostraré el informe.

»–¿Y cómo lo ha obtenido usted? –preguntó.

»–Se lo diré esta noche –repliqué–. Vaya usted después de cenar. Es decir, después de las nueve.

»–¿A Harley Street?–preguntó.

»–No. A Battersea, al Camino del Príncipe de Gales. Tengo algo que hacer en el hospital. Y ahora oiga –añadí–. No diga usted a nadie que va a mi casa. Compré hoy unas doscientas acciones a mi nombre y estoy seguro de que se enterará la gente. Y si nos ven juntos empezarán a atar cabos.

»–Bueno –contestó–. No se lo diré a nadie. Iré hacia las nueve de la noche. ¿Está usted seguro de que es un buen asunto?

»–No es posible la pérdida –le aseguré.

»Nos separamos después de eso y me dirigí al asilo. Aquel individuo había muerto hacia las once. Yo lo había visto después de desayunarme y no me sorprendió la noticia. Llevé a cabo las formalidades usuales con la dirección del asilo, y encargué que me entregasen el cadáver en el hospital hacia las siete.

»Por la tarde, como no tenía visita en Harley Street, fui a visitar a un amigo que vive cerca de Hyde Park y me enteré de que iba a salir hacia Brighton para unos asuntos. Tomé el tren con él y lo despedí en la estación Victoria dónde tomó el tren de las cinco y treinta y cinco. Al salir del andén, quise comprar un periódico de la tarde y me dirigí al quiosco. Tuve que cruzar un grupo de gente que se dirigía a tomar los trenes suburbanos, para volver a casa. Con gran trabajo pude abrirme, paso por entre la muchedumbre y luego tomé un taxi, pero cuando estuve en el vehículo me di cuenta de que en el cuello de astracán de mi gabán se había enredado y prendido la cadena de oro de unos lentes de igual metal. Y desde las seis hasta las siete me entretuve en preparar un falso informe para que lo leyese sir Reuben.

»A las siete me dirigí al hospital en el momento en que estaban entregando el cadáver de aquel sujeto. Lo hice llevar inmediatamente a la sala de disección y anuncié al ayudante Williams Watts que aquella noche deseaba trabajar con el cadáver. Añadí que yo mismo lo prepararía, porque la inyección de alguna substancia antiséptica habría sido una lamentable complicación. Luego fui a casa y cené. Dije a mi criado que aquella noche trabajaría en el hospital y que podía acostarse a las diez y media, como de costumbre, porque yo no podía asegurar a qué hora volvería a casa. Están ya acostumbrados a mis hábitos irregulares. En la casa de Battersea no tengo más que dos criados, marido y mujer, y ella se encarga de guisar. Los trabajos pesados los hace una asistenta. El cuarto de los criados está en la parte superior de la casa.

»Después de cenar me dirigí al vestíbulo con algunos papeles. Mi criado había quitado la mesa a las ocho y cuarto y le encargué que me sirvieran un sifón y una botella de licor. Luego lo mandé abajo. Levy llamó a las nueve y veinte y en persona fui a abrir la puerta. El criado apareció en el extremo del vestíbulo, pero yo le dije que no lo necesitaba y se marchó. Levy vestía de etiqueta y llevaba gabán y paraguas. Le hice observar que se había mojado bastante, y le pregunté cómo había venido. Me contestó que había tomado el autobús y que el vehículo paró una manzana más allá, de modo que tuvo que recorrerla a pie a la inversa. Me alegré de que no hubiese tomado un taxi y en broma le dije que aquellas economías serían la causa de su muerte.

»Lo hice sentar al lado del fuego y le serví un whisky con soda. Él estaba muy contento por un negocio que había de hacer al día siguiente. Hablamos de cosas indiferentes durante un cuarto de hora, y de pronto me dijo:

»–¿Dónde está ese informe del petróleo peruano? Supongo que será un cuento de hadas.

»–No, señor –contesté–. Acompáñeme y podrá enterarse.

»Lo llevé a la biblioteca y encendí la luz central y también la que había sobre la mesa. Le di una silla, se puso de espaldas al fuego y fui en busca de los papeles que había preparado. Se los entregué y empezó a leerlos, mientras yo atizaba el fuego. Al verlo en una posición favorable, le di un fuerte golpe con el atizador por encima de la cuarta vértebra cervical. Dio un respingo y se cayó sobre la mesa, sin hacer ningún ruido. Lo examiné y pude ver que tenía el cuello roto y que había muerto. Lo llevé al dormitorio y lo desnudé. Terminé a las diez menos diez. Dejé el cadáver, debajo de la cama y quité los papeles que había en la biblioteca. Fui abajo con el paraguas de Levy, salí por la puerta del vestíbulo, dando en voz alta las buenas noches para que me oyeran los criados que estaban en el sótano. Salí a la calle, volví a entrar por la puerta lateral del hospital y entonces pude oír que los criados aún hablaban en la cocina. Una vez en el vestíbulo, dejé el paraguas en el paragüero, subí a la biblioteca y llamé. Cuando apareció mi criado le dije que lo cerrase todo, a excepción de la puerta que daba al hospital. A las diez y media pude oír cómo mi criado se iba a la cama. Esperé un cuarto de hora y me dirigí a la sala de disección. Tomé una mesa de ruedas y la llevé a mi casa para trasladar el cadáver de Levy. Fue muy incómodo bajarlo a cuestas por la escalera. Pero a los pocos minutos lo conseguí. Extendí a Levy sobre la mesa, lo llevé al hospital y lo sustituí por el cadáver de aquel desconocido. Sentí mucho no tener la posibilidad de examinar el cerebro de éste, porque eso habría despertado alguna sospecha. Como aún tenía tiempo, preparé a Levy para la disección. Luego puse al vagabundo sobre la mesa y lo llevé a mi casa. Estaba persuadido de que mis criados se habían acostado ya. Lleve el cadáver a mí dormitorio. Pesaba un poco menos que Levy, pero mis experiencias alpinas me habían enseñado a manejar cuerpos humanos, lo cual requiere tal vez más habilidad que fuerza. De todos modos, soy bastante vigoroso para mi estatura. Dejé el cadáver en la cama, con objeto de que si alguien entrara en el dormitorio se figurase que yo estaba durmiendo. Luego me puse la ropa de Levy, que me venía un poco grande y tuve cuidado de llevarme los lentes, el reloj y otras cosas por el estilo. Poco antes de las once y media estaba en la calle para tomar un taxi. En cuanto lo conseguí, me hice llevar a Hyde Park Corner. Allí me apeé, di una buena propina al chófer y le encargué que viniera a recogerme una hora después. Asintió con sonrisa comprensiva y yo eché a andar por Park Lane. En un maletín llevaba mi propia ropa. Me cubría con mi gabán y llevaba el paraguas de Levy. Al llegar al número nueve A, vi que algunas ventanas estaban iluminadas. Había llegado demasiado temprano, porque Levy dio aquella noche permiso a sus criados para ir al teatro. Esperé unos minutos y poco después de las doce, entré, utilizando la llave de Levy.

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