–Sí –contestó Peter–. Ya sé que tenía algunos enemigos.
–A docenas. La
City
es un lugar realmente espantoso. Hay allí muchos judíos.
Lord Peter se echó a reír y dio un bostezo.
–Voy a dormir un par de horas –dijo–. Habré de regresar a la capital a las ocho. Parker vendrá a buscarme y se desayunará aquí.
La duquesa miró el reloj, que señalaba las tres menos cinco.
–A las seis y media te enviaré el desayuno. Espero que lo encontrarás todo a tu gusto. Ya he dado instrucciones para que metieran una botella de agua caliente en la cama, porque esas sábanas de hilo son heladas. Pero en fin, si quieres, podrás quitarla.
–YA lo sabes todo, Parker –dijo lord Peter, empujando la taza de café y encendiendo la pipa–, y ya me dirás si eso te da algún indicio, aunque me parece que no sirve para aclarar nada nuevo, con respecto al problema del cuarto de baño. ¿Hiciste algo más después de separarnos?
–No. Pero esta mañana he estado en el tejado.
–Veo que eres un hombre realmente enérgico, y estoy persuadido, Parker, de que nuestro proyecto de cooperación es excelente. Es mucho más fácil trabajar sobre el cometido de otro que en lo propio, porque te da una sensación muy agradable de entremetimiento y protección, combinado con la sensación magnífica de que otro individuo se encarga de hacer nuestro propio trabajo. Y ahora dime, ¿has descubierto algo?
–Muy poco. Yo iba buscando algunas huellas, pero como es natural, la lluvia las ha borrado si existieron. Si se tratase de una novela de detectives, habríamos tenido un chaparrón una hora antes del crimen y una magnífica colección de huellas e indicios que solamente podrían haber llegado allí entre las dos y las tres de la madrugada. Pero como se trata de algo real y estamos en noviembre y en Londres, es tan inútil buscar huellas aquí como en las cataratas del Niágara. Registré los tejados y llegué a la agradable conclusión de que cualquier persona de cualquier piso de la manzana podía haberlo hecho. Todas las escaleras dan a los tejados. Todos ellos permiten circular por el borde, que es plano, pero tengo una prueba de que el cadáver no pasó por allí.
–¿Qué es eso?
Parker sacó su librito de notas y extrajo unas hebras que entregó a su amigo.
–Una fue hallada en el desagüe, precisamente encima de la ventana del cuarto de baño de Thipps, otra en una grieta del parapeto de piedra que hay directamente encima y el resto procede del tubo de la chimenea de la parte posterior. ¿Qué te parece? –preguntó.
Lord Peter las examinó con el mayor cuidado con la lupa.
–Es muy interesante –dijo–. Interesantísimo. ¿Has revelado esos negativos, Bunter? –añadió en cuando lo oyó entrar con el correo.
–Sí, milord.
–¿Has descubierto algo?
–Lo ignoro, milord –contestó Bunter en tono de duda–. Voy a traer los negativos.
–Sí, tráelos –dijo Wimsey–. ¡Caramba! Aquí está nuestro anuncio con respecto a la cadena de oro en el
Times
. Tiene buen aspecto: «Escribir, contestar o dirigirse a 110, Piccadilly». Tal vez habría sido más prudente indicar un número para la respuesta, pero yo creo que cuanto mayor es la franqueza con que se trata a la gente más o mejor se la engaña, porque nadie está acostumbrado a la sinceridad.
–Sin duda no te figuras que el individuo que dejó esa cadena en el cadáver va a delatarse viniendo aquí, a fin de preguntar por ella.
–Nada de eso –contestó lord Peter–. Por esta razón he tratado de averiguar quién es el joyero que vendió la cadena. Mira –añadió señalando el párrafo–: No es una cadena vieja, apenas ha sido usada. Gracias, Bunter. Mira, Parker, aquí están las huellas dactilares que observaste en el marco de la ventana y en el extremo más lejano del baño. Me pasaron por alto. Te felicito por el descubrimiento. Y ahora… ¡caramba!
Los tres hombres observaron la fotografía.
–El criminal –dijo lord Peter con acento amargo– se encaramó por el tejado mojado y, como es natural, se manchó los dedos de hollín. Dejó el cadáver en el baño y se limpió los dedos, exceptuando dos que, con toda amabilidad, imprimió con objeto de indicarnos cómo hemos de llevar a cabo nuestros trabajos. Por una huella observada en el suelo sabemos que llevaba suelas de caucho y gracias a esta admirable colección de huellas dactilares, en el borde del baño, sabemos que tenía el número habitual de dedos y que llevaba guantes de goma. Éste es el hombre.
Dejó a un lado las fotografías y se dedicó de nuevo a examinar las hebras que tenía en la mano.
–¿Te sugirieron algo, Parker? –preguntó.
–Me parecieron filamentos de alguna tela basta, de algodón, como por ejemplo, una sábana o una cuerda improvisada.
–¡Sí! –dijo lord Peter–. Tal vez esto sea nuestra equivocación. Dime, ¿crees que esos pequeños hilos son lo bastante largos y fuertes para ahorcar a un hombre?
Se quedó en silencio, con los ojos semicerrados.
–¿Qué te propones hacer esta mañana? –preguntó Parker.
–Me parece –replicó lord Peter– que ya es hora de que te ayude en tu trabajo. Vámonos a Park Lane, para averiguar qué le pasó anoche a sir Reuben.
• • •
–Ahora, señora Temming, si es usted bastante amable para darme una manta –dijo el señor Bunter al entrar en la cocina– y permitirme que cubra con ella la parte inferior de esta ventana y corra también la cortina para evitar toda suerte de reflejos, podremos empezar a trabajar.
La cocinera de sir Reuben Levy, que se había fijado ya en el bien vestido y distinguido Bunter, se apresuró a proporcionar lo que le pedía. Su visitante dejó sobre la mesa un cesto que contenía una botella de agua, un cepillo con la montura de plata, un par de botas, un pequeño rollo de linóleo y las
Cartas de un comerciante a su hijo
encuadernado en tafilete barnizado. Sacó un paraguas que llevaba debajo del brazo y lo añadió a la colección. Luego sacó un enorme aparato fotográfico y lo dejó cerca del hornillo de la cocina; extendió un periódico sobre la limpia mesa, se arremangó y se puso luego unos guantes de cirujano. El ayuda de cámara de sir Reuben Levy, que entró en aquel momento, al verlo de tal modo ocupado, obligó a la ayudante de cocina a alejarse y con la mayor atención inspeccionó el aparato. El señor Bunter le dirigió una sonrisa y destapó una botellita llena de polvo gris.
–Me parece que su señor es un tipo muy raro –observó el ayuda de cámara.
–Sí. Muy singular –contestó el señor Bunter–. Ahora, señorita –aludió amablemente al dirigirse a la doncella–, hágame el favor de verter con cuidado un poco de este polvo gris sobre el cuello de la botella mientras yo la sostengo. Luego haremos lo mismo con esta bota, en la puntera. Muchas gracias, tiene usted buen pulso. Como usted ve, aquí hay señales de dedos. Dos aquí y tres más allí. No, haga el favor, no las toque más. Ahora será preciso fotografiarlas.
»Pero antes vamos a utilizar un poco de hollín. Muy bien. Esta vez ha quedado muy bien. Veremos lo que da de sí este libro que cogeré después de haberme cubierto las manos con los guantes. Échele usted polvo, señorita. Ahora por este lado. Aparecen muchas huellas dactilares.
–¿Y se ve usted obligado a hacer eso con frecuencia? –preguntó el ayuda de cámara, dándose aires de protección.
–¡Oh, sí! –contestó el señor Bunter–. Y ahora, señora Temming, hágame el favor de sostener ese extremo de linóleo y la señorita, mientras tanto, esperará. Sí, señor Graves –añadió, dirigiéndose al ayuda de cámara–. Llevo una vida muy dura, sirviendo todo el día, revelando placas por la noche y tomando el té de la mañana a cualquier hora, desde las seis y media a las once. Además, a todas horas llevando a cabo investigaciones criminales. Es maravilloso ver cuáles son las ideas de esos ricos que no tienen nada que hacer.
–No comprendo cómo lo aguanta –contestó el señor Graves–. Aquí no hay nada de eso. Llevamos una vida ordenada y correcta, señor Bunter, Se come a horas regulares, recibimos a personas decentes y respetables, desde luego a ninguna mujer pintada, no se sirve por la noche y, en fin, todo va bastante bien. Por regla general, señor Bunter, no me gustan los judíos y quizá usted crea preferible servir a una familia de título. Pero eso hoy ha perdido mucha importancia. Y para ser hombre que ha conquistado su fortuna, nadie puede llamar vulgar a sir Reuben. En cuanto a la señora, es de familia distinguida, como ya sabe usted.
–Tiene razón, señor Graves. Su Señoría y yo tenemos ideas amplias. Pero ¡caramba, sí! Aquí hay una huella de un pie en el linóleo del lavabo. Yo siempre he sostenido que un buen judío puede ser un buen hombre. Además, es agradable que se observe alguna regularidad en las horas y las costumbres sean correctas. Tengo entendido que sir Reuben es hombre de gustos muy sencillos, a pesar de su riqueza, ¿verdad?
–¡Oh, sí! –contestó la cocinera–. Las comidas del señor, de la señora y de la señorita Rache, cuando están aquí… si no fuese por las cenas, que siempre son excelentes cuando hay invitados, en realidad yo estaría malgastando mi educación y mi talento. Ya me comprende usted, señor Bunter.
Éste añadió a su colección el mango del paraguas y, ayudado por la doncella, empezó a clavar una manta a través de la ventana.
–¡Admirable! –dijo–. Si pudiera poner esta manta en la mesa y otra detrás, para que formara un fondo… es usted muy bondadosa, señora Temming… Ojalá Su Señoría no me hiciese trabajar de noche. Muchas veces me he acostado a las tres o a las cuatro y luego me he de levantar temprano para que pueda salir a hacer investigaciones policíacas en el otro extremo del país. No puede usted imaginarse la cantidad de barro que recoge en la ropa y en las botas.
–Sí, es una vergüenza, señor Bunter –observó la cocinera–. A mi juicio, ésa no es una ocupación digna de un lord.
–Todo es allí desagradable –dijo el señor Bunter sacrificando noblemente a su señor y sus propios sentimientos en obsequio de una buena causa–. A veces se encuentran las botas en un rincón, y la ropa tirada por el suelo…
–Siempre sucede así con esos individuos que han nacido ya con una cuchara de plata en la boca –dijo el señor Graves–. Sir Reuben nunca ha perdido sus buenas y antiguas costumbres. Dobla con cuidado la ropa. Deja los zapatos bien ordenados para encontrarlos por la mañana y, en fin, apenas da trabajo.
–Sin embargo, la otra noche parece que se olvidó.
–Sí. No se acordó de doblar la ropa, pero dejó el calzado en su sitio. Sir Reuben siempre piensa en los demás. Espero y deseo que no le haya sucedido nada desagradable.
–¡Oh, no! No lo quiera Dios –exclamó la cocinera–. Y no quiero creer que haya llevado a cabo algo indigno de sí mismo, señor Bunter. Apostaría la cabeza.
–¡Ah! –exclamó el señor Bunter mientras se ocupaba en conectar sus lámparas de arco en el enchufe más próximo–. Ojalá todos pudiéramos decir eso de nuestros señores.
• • •
–Ciento sesenta centímetros –dijo lord Peter mientras contemplaba dudoso la depresión que había en la ropa de la cama y la medía por segunda vez con su bastón.
Parker anotó este detalle en su carnet.
–Supongo –observó– que un hombre de un metro ochenta y cinco podría dejar una depresión de ciento sesenta centímetros si se acurruca.
–Eso me parece una actitud demasiado prudente ante los hechos demostrados. Aquí estoy yo esforzándome en realizar una investigación policíaca para enseñarte algo y te niegas a demostrar el menor entusiasmo.
–Bien sabes que no conviene precipitarse en adoptar conclusiones.
–¿Precipitarse? Vamos, hombre, si ni siquiera te mueves. Estoy seguro de que si sorprendieras al gato con la cabeza metida en el cuenco de la leche, aún serías capaz de dudar acerca de quién se la tomó.
–¡Hombre, siempre se puede dudar!
–Maldito seas –contestó lord Peter poniéndose sobre la almohada–. Dame las pinzas –añadió–. Oye, no soples. Pareces una ballena.
Y tomó un objeto invisible que había sobre la tela.
–¿Qué es? –preguntó Parker.
–Un cabello –contestó Wimsey, cuyos ojos tenían dura mirada–. Vamos a examinar los sombreros de Levy. Y ahora hazme el favor de llamar a ese individuo que tiene nombre de cementerio.
El señor Graves
[3]
, una vez llamado, encontró a lord Peter a gatas en el suelo del tocador, ante una fila de sombreros con la copa en contacto con el linóleo.
–Oiga, Graves –dijo alegremente lord Peter–. Aquí tenemos una adivinanza. Tenemos nueve sombreros, entre los cuales hay tres de copa. ¿Los identifica usted todos como pertenecientes a sir Reuben Levy? ¿Sí? Muy bien. Ahora voy a ver si adivino cuál llevó la noche de su desaparición y si lo acierto, ganaré. En caso contrario, ganará usted. ¿Está dispuesto? Pues adelante. Supongo que usted sabe perfectamente cuál es la solución de este juego.
–¿Debo entender que Su Señoría pregunta qué sombrero llevaba sir Reuben cuando salió el lunes por la noche?
–No. No me comprende –contestó lord Peter–. Le pregunto solamente si usted lo sabe. No me lo diga, porque voy a adivinarlo.
–Pues sí, señor. Lo sé –contestó el señor Graves.
–Bien –dijo lord Peter–. Como se fue al Ritz, llevaba sombrero de copa. Aquí tenemos tres. Y aunque tendría derecho a tres respuestas, solamente me aprovecharé de una. Fue éste.
Y al mismo tiempo indicó el sombrero que estaba más cerca de la ventana.
–¿Tengo razón, Graves? ¿He ganado?
–Sí, milord –contestó el señor Graves.
–Gracias –dijo lord Peter–. Nada más. Hágame el favor de decir a Bunter que suba, ¿quiere?
El señor Bunter acudió con aire enojado y su cabello, usualmente muy bien peinado, aparecía en desorden por haberse cubierto la cabeza con un paño para enfocar.
–¿Estás aquí, Bunter? Mira.
–Aquí estoy, milord –dijo Bunter con respetuoso reproche–. Pero si me permite que se lo diga, debería estar abajo, porque hay allí muchas mujeres que deben estar tocando las pruebas de que disponemos, milord.
–Dispénsame, Bunter. Pero me he peleado con el señor Parker, tal vez he dejado atónito al señor Graves y deseo que me digas qué huellas dactilares has encontrado. No seré feliz hasta que las tenga.
–Como comprenderá Su Señoría, milord, aún no las he fotografiado, pero no niego que su aspecto es muy interesante. El librito que había en la mesa de noche sólo tiene una serie de huellas dactilares. El pulgar de la mano derecha tiene una pequeña cicatriz que lo caracteriza mucho. El cepillo para el cabello también tiene la misma serie de huellas. El paraguas, el vaso para enjuagarse la boca y las botas, tienen dos series de huellas: la mano del pulgar con una cicatriz que supongo perteneciente a sir Reuben y luego otras impresas encima, que las confunden y que tal vez fueron debidas a una mano que llevaba guantes de goma. En cuanto las haya fotografiado y medido, podremos reconocerlas mejor. El linóleo que había delante del lavabo es muy interesante, porque además de las señales dejadas por el calzado de sir Reuben, ya indicadas por Su Señoría, hay la impresión del pie descalzo de un hombre, mucho más pequeña.