Sonó el teléfono y el silencioso Bunter, a quien habían olvidado los otros dos, se dirigió al aparato.
–Es una señora anciana, milord –dijo–. Supongo que será sorda, porque no he conseguido que me oyese. Pregunta por Su Señoría.
Lord Peter tomó el receptor y con poderosa voz gritó:
–Diga. –Escuchó unos instantes con sonrisa de incredulidad, que adquirió expresión placentera, y al fin exclamó varias veces–: Está bien, está bien.
–¡Caramba! ¡Vaya una señora animosa! Es la anciana señora Thipps. Sorda como una tapia. Nunca había utilizado el teléfono. Pero es decidida. El incomparable Sugg ha hecho un descubrimiento, y como consecuencia ha detenido a Thipps. La vieja está abandonada en el piso. El último grito que le dirigió Thipps fue: «Dígalo a lord Peter Wimsey». Y la buena vieja buscó el número en el listín, y llamó, y como no esperaba respuesta, por ser incapaz de oírla, se ha limitado a preguntarme si yo haría lo que me fuese posible. Dice que se sentirá segura bajo la protección de un caballero. Esa mujer me entusiasma, Parker. Voy a escribirle… Pero, no. Iremos allá. Mira, Bunter, saca tu aparato fotográfico y llévate el magnesio. Vamos a formar una sociedad. Reuniremos los dos casos y trabajaremos en ellos conjuntamente. Esta noche, Parker, verás mi cadáver y mañana yo iré a examinar todo lo referente a tu judío errante. Estoy tan contento, que me siento a punto de estallar. Bunter, mis zapatos. Supongo, Parker, que tú los llevas con suela de goma, ¿verdad? Pues no debes salir así. Te prestaré un par. ¿Guantes? Aquí están. Mi bastón, mi lamparilla, el fórceps, el cuchillo, las cajas de píldoras, ¿está todo?
–Sí, milord.
–No te enojes, Bunter, porque no abrigo malas intenciones. Creo y confío en ti. ¿Cuánto dinero llevo? Ya es bastante. Conocí en una ocasión a un individuo, Parker, a quien se le escapó un famoso envenenador, por la circunstancia de que el aparato automático del Metro no aceptaba más que monedas de cobre. Había una cola ante la taquilla y el hombre de la barrera no lo dejó pasar, y mientras discutían acerca de si podría aceptar un billete de cinco libras, pues no llevaba nada más, a cambio de un viaje a Baker Street, que costaba dos peniques, el criminal tomó un tren de circunvalación y las primeras noticias que de él se recibieron procedían de Constantinopla, adonde llegó disfrazado como anciano clérigo de la iglesia anglicana, que viajaba en compañía de su sobrina. ¿Estamos listos? Vamos.
Salieron y Bunter apagó antes las luces.
• • •
Al salir a la oscuridad y a las luces de Piccadilly, Wimsey se detuvo en seco exclamando:
–Esperad un momento. Se me ha ocurrido una cosa. Si Sugg está allí, armará jaleo. Es preciso evitarlo.
Volvió a su casa y sus dos compañeros utilizaron los minutos de su ausencia en parar un taxi.
El inspector Sugg y uno de sus subordinados estaban de guardia ante la casa número cincuenta y nueve de Queen Caroline Mansion’s, y parecía muy poco inclinado a dejar pasar a unos investigadores particulares. Cierto es que no podía oponerse a la entrada de Parker, pero lord Peter se vio acogido con la mayor frialdad y fue en vano su manifestación de que la señora Thipps había solicitado sus servicios en beneficio de su hijo.
–Que se vaya con cuidado esa señora –replicó el inspector–, porque tal vez irá a acompañar a su hijo. Nada me extrañaría que también estuviese comprometida, pero es tan sorda que no sirve para nada.
–¿Por qué no me deja usted pasar, inspector? –preguntó lord Peter–. Vale más que consienta, pues ya le consta que al fin conseguiré mi propósito. Cualquiera pudiera creer que quiero quitarle el pan de sus hijos. Recuerde que no me pagó nadie por haber encontrado las esmeraldas de lord Attenbury, en beneficio de usted.
–Tengo el deber de impedir el paso del público –repitió el inspector con acento malhumorado–, y estoy dispuesto a cumplirlo.
–No me opongo a que impida el paso al público –replicó lord Peter sentándose en un escalón con objeto de discutir cómodamente–, pero me parece que exagera usted.
–No hemos de hablar más –contestó Sugg–. ¡Eh, llaman al teléfono! Usted, Cawthron, vaya a ver quién es, en el caso de que la vieja lo deje entrar en el piso. Se ha encerrado allí y no hace más que gritar.
Al poco rato regresó el agente.
–Llaman de Scotland Yard, señor –dijo dando una tosecita de disculpa–. El jefe dice que se den toda clase de facilidades a lord Peter Wimsey.
–¡Magnífico! –exclamó lord Peter muy satisfecho–. El jefe es un buen amigo de mi madre. En fin, Sugg, no se preocupe y le aseguro que no le guardo mala voluntad.
Subió la escalera en unión de sus compañeros. Unas horas antes habían sacado el cadáver y en cuanto los tres hombres hubieron examinado el cuarto de baño y todo el piso, en tanto que el competente Bunter tomaba algunas fotografías, resultó evidente la necesidad de adquirir algunos informes de la señora Thipps. Su hijo y su criada habían sido detenidos; al parecer no tenían amigos en la ciudad, aparte de las relaciones comerciales de Thipps y cuyas señas ignoraba la anciana señora. Los demás pisos de la casa estaban ocupados respectivamente por una familia de siete individuos, en aquel momento ausentes, en el extranjero, y un anciano coronel indio, de genio feroz, que vivía solo con un criado indostánico, y en el tercer piso vivía una familia muy respetable, cuyos individuos estaban indignados y escandalizados por lo ocurrido. El marido, al ser interrogado por lord Peter, mostró cierta debilidad humana y comprensiva, pero la señora Appledere, que apareció de repente envuelta en una bata, lo sacó de las dificultades en que se metía el pobre sin querer.
–Lo siento –dijo ella–, pero no podemos intervenir en eso. Es un asunto muy desagradable, señor… no recuerdo su nombre. Además, siempre me ha parecido conveniente evitar a la policía. Si los Thipps son inocentes, como espero y supongo, esto es una desgracia para ellos, pero las circunstancias son muy sospechosas y no quisiera que se pudiese decir que alguna vez hemos ayudado a los asesinos. Capaces serían de acusarnos de complicidad. Desde luego usted es joven, señor…
–Es lord Peter Wimsey, querida –le dijo su marido.
–¡Ah, sí! –contestó ella, que al parecer no se había impresionado al oír tal nombre–. Supongo que será usted un lejano pariente de mi difunto primo, el obispo de Carisbrooke. ¡Pobre hombre! Siempre fue víctima de los impostores y murió sin haber aprendido a ser más prudente. Supongo que a usted le ocurrirá lo mismo, lord Peter.
–Lo dudo mucho –contestó lord Peter–. En fin, perdóneme por haberles molestado a hora tan avanzada de la noche. Lo mejor será que me lleve a esa pobre señora a casa de mi madre. Muy buenas noches.
A las dos de la madrugada, lord Peter Wimsey llegó en el automóvil de un amigo a Dower House, Denver Castle, acompañado de una anciana señora sorda y de una maleta de modelo antiguo.
• • •
–¡Cuánto me alegro de verte, querido hijo! –exclamó la duquesa viuda, que era una mujer pequeñita y metida en carnes, de cabello muy blanco y exquisitas manos. Sus facciones eran tan distintas de las de su hijo, como idéntico su carácter. Sus negros ojos parpadeaban alegres y sus maneras y movimientos se distinguían por una decisión rápida y precisa. Llevaba un traje encantador y se sentó para observar a su hijo, mientras comía un pedazo de carne fría y queso, como si aquella llegada a altas horas de la noche y en tan rara compañía fuese algo corriente y acostumbrado.
–¿Has hecho acostar a esa pobre señora? –preguntó lord Peter.
–Desde luego, hijo. Es una mujer muy notable, ¿verdad? Y muy valerosa. Me ha dicho que aún no había viajado nunca en automóvil. Tiene muy buena opinión de ti por los cuidados que le has prestado y dice que le recuerdas a su propio hijo. ¡Pobre señor Thipps! ¿Y cómo es posible que tu amigo el inspector lo crea capaz de haber asesinado a alguien?
–Mi amigo el inspector… no, no quiero nada más, mamá… está decidido a demostrar que el cadáver que se halló en el baño de Thipps es el de sir Reuben Levy, que anoche desapareció misteriosamente de su casa. Su línea de razonamiento es la siguiente: Hemos perdido a un caballero de edad madura, en Park Lane, que al parecer iba desnudo. Hemos encontrado a un caballero de edad madura, desnudo, en Battersea. Por consiguiente son la misma persona;
quod erat demonstrandum
, y por lo tanto han detenido al pobre Thipps.
–Pero ¿por qué han detenido a Thipps –exclamó la duquesa– aunque esas dos personas sean una sola?
–Sugg ha de detener a alguien –contestó lord Peter–. La teoría que ha formado el inspector apenas tiene unas ligerísimas pruebas que la sostengan. Y aun yo mismo no creo en ellas. Anoche, a cosa de las nueve y cuarto, una mujer joven pasaba por Battersea Park Road, con un fin que ella debía conocer, cuando vio a un caballero que llevaba un abrigo de pieles y sombrero de copa, y que ladeando el paraguas, examinaba las placas con los nombres de las calles. Parecía no pertenecer a aquel barrio y como ella no fuese ninguna joven vergonzosa, se acercó a él y le dio las buenas noches. El desconocido le preguntó si aquella calle iba a parar al Camino del Príncipe de Gales. Ella contestó que sí y además le preguntó, en broma, qué hacía por allí y añadió algo más, acerca de lo cual no fue ya tan explícita. Aquel individuo le contestó que no podía atenderla, porque tenía una cita con un individuo. Eso fue todo lo que dijo y siguió andando por la Alexandra Avenue, hacia Prince of Wales Road. Ella se quedó mirándolo, muy sorprendida, y en aquel momento se acercó una amiga suya y le dijo: «Es Levy. Le conozco de cuando vivía en West End y las muchachas solían llamarle el “Guisante Incorruptible”». No sabemos cuál es el nombre de aquella muchacha amiga, pero de todos modos, la primera asegura que le habló así. Y ya no pensó más en el incidente, pero esta mañana el lechero le comunicó la noticia de lo ocurrido en Queen Carolina Mansion’s; entonces, y aunque por regla general nunca le ha gustado tratar a la policía, fue allá y preguntó si el muerto llevaba gafas y barba. Le dijeron que llevaba lentes, pero no barba y ella, inocentemente, exclamó: «¡Oh, entonces no será él!». El empleado le preguntó a quién se refería y la detuvo. Tal es su historia. Desde luego Sugg está contentísimo y por esta razón ha detenido a Thipps.
–¡Dios mío! –exclamó la duquesa–. Espero que esta pobre muchacha no habrá de sufrir muchas molestias.
–No lo creo –contestó lord Peter–. El que lo va a pasar mal, por ahora, es Thipps. Además, ha cometido una tontería. Lo he averiguado por Sugg, a pesar de su reticencia. Al parecer, Thipps ha sufrido una confusión con respecto al tren que tomó en Manchester. Primero dijo que había llegado a su casa a las diez y media. Luego interrogaron a Gladys Horrocks, quien dio a entender que no estuvo de regreso hasta las doce menos cuarto. En cuanto indicaron a Thipps la conveniencia de explicar aquella contradicción, empezó a tartamudear y a turbarse, y al fin dijo que había perdido un tren. Entonces Sugg hizo algunas investigaciones en Saint Paneras y descubrió que había dejado un bulto en la consigna. Al interrogar de nuevo a Thipps, tartamudeó más que antes y dijo que había dado un paseo de varias horas, que encontró un amigo y se negó a decir quién era, que no encontró a un amigo, que no podía justificar el empleo del tiempo, que no podía dar razón de que no fuese a recoger su equipaje, que ignoraba asimismo a qué hora lo recogió y que no acertaba a comprender cómo tenía un chichón en la frente. En una palabra, no pudo explicar nada acerca de sí mismo.
»Gladys Horrocks fue interrogada de nuevo y entonces dijo que Thipps había llegado a las diez y media. Luego confesó que no lo había oído al llegar. Tampoco pudo explicar la razón de que no lo hubiese oído ni explicar por qué antes hubiese afirmado lo contrario. Después se echó a llorar. Se contradijo muchas veces y, como es natural, esas declaraciones tan contrarias y vacilantes despertaron los recelos de los investigadores policiales y los dos quedaron detenidos.
–Tal como me lo refieres, hijo –dijo la duquesa–, todo eso parece muy confuso, y desde luego, poco respetable. El pobre y diminuto señor Thipps habrá debido de sentirse terriblemente trastornado por lo sucedido, que sin duda no es correcto.
–Quisiera saber qué hizo él durante todas esas horas –observó lord Peter pensativo–. Naturalmente, no creo que haya cometido un asesinato. Además, tengo la opinión de que ese individuo desconocido murió uno o dos días antes, aunque no me inspiran gran confianza los dictámenes médicos. Es un problema capaz de distraer a cualquiera.
–Sí, es muy curioso, pero también muy triste por lo que se refiere a sir Reuben. Tendré que escribir unas líneas a lady Levy; cuando ella era jovencita, la traté mucho en Hampshire, como ya sabes. Entonces se llamaba Cristina Ford y recuerdo muy bien la sensación desagradable que causó el hecho de que se casara con un judío. Ello ocurrió antes de que su marido hubiese conquistado una fortuna en este negocio del petróleo en América. La familia deseaba casar a Cristina con Julián Freke, que luego progresó tanto y que, además, estaba relacionado con la familia, pero ella se enamoró de ese señor Levy y se fugó con él. Era entonces un hombre muy guapo, de aspecto extranjero, pero carecía de medios y a los Ford no les gustaba su religión. Ahora somos ya todos judíos. A ellos no les habría importado tanto si sir Reuben hubiese pretendido ser algo distinto.
»A mí los judíos me son simpáticos, aunque supongo que será muy desagradable hacer fiesta los sábados, circuncidar a los pobres niños y depender de la luna nueva, así como comer esa clase de carne tan rara, que no sé cómo se llama y no poder tomar tocino para el desayuno. Sin embargo, hemos de felicitarnos de que ella lo tomara por marido, si realmente lo quería, aunque me figuro que el joven Freke estaba enamorado de ella y aún siguen siendo buenos amigos. Él no se ha casado, como ya sabes, y vive solo en esa enorme casa, inmediata al hospital. Ahora es hombre rico y distinguido, y muchas madres han querido atraparlo para sus hijas, pero en vano.
–Lady Levy, al parecer, tiene mucha habilidad para conquistar el afecto de la gente –dijo lord Peter–. Fíjate, por ejemplo, en el incorruptible Levy.
–Tienes razón, hijo. Ella era una muchacha deliciosa y aseguran que su hija se le parece mucho. La perdí de vista desde que se casó y ya sabes que tu padre no gustaba de relacionarse con la gente de negocios, pero sé que todo el mundo los señalaba como matrimonio modelo. Y se decía que sir Reuben era tan querido en casa como odiado fuera de ella.