Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un flojo rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa que en ese lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras y La guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no me enorgullezco.
Pero también hay una explicación complementaria de índole sentimental. Beatriz González, con quien almorcé varias veces durante sus visitas a los tribunales de Santiago, quiso que yo contara para ella la historia de Mario, «no importa cuánto tardase ni cuánto inventara». Así de excusado por ella, incurrí en ambos defectos.
En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como triviales condujeron a Mario Jiménez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroínas tan abrasadoras como las que veía en la pantalla del rotativo de San Antonio. Este talento, unido a su consecuente simpatía por los resfríos, reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar los aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas mantas chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el pescador José Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una dramática aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo penetraba hasta los huesos.
—Búscate un trabajo —era la escueta y feroz frase con que el hombre concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los diez minutos, y que en todo caso nunca duró menos de cinco.
—Sí, papá —respondía Mario, limpiándose las narices con la manga del chaleco.
Si este motivo fuera el trivial, el afortunado fue la posesión de una alegre bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario al menguado horizonte de la caleta de pescadores por el algo mínimo puerto de San Antonio, pero que en comparación con su caserío lo impresionaba como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afiches del cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de habanos masticados entre dientes impecables, lo metía en un trance del que sólo salía tras dos horas de celuloide, para pedalear desconsolado de vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña que le inspiraba resfríos épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a tanto como para fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana, carente de dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con incursiones a las tiendas de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus actrices predilectas.
Fue uno de aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando descubrió un aviso en la ventana de la oficina de correos que, a Pesar de estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de matemáticas, asignatura en la que no había destacado durante la escuela primaria, no pudo resistir.
Mario Jiménez jamás había usado corbata, pero antes de entrar se arregló el cuello de la camisa como si llevara una y trató, con algún éxito, de abreviar con dos golpes de peineta su melena heredada de fotos de los Beatles.
—Vengo por el aviso —declamó al funcionario, con una sonrisa que emulaba la de Burt Lancaster.
—¿Tiene bicicleta? —preguntó aburrido el funcionario.
Su corazón y sus labios dijeron al unísono:
—Sí.
—Bueno —dijo el oficinista, limpiándose los lentes—, se trata de un puesto de cartero para isla Negra.
—Qué casualidad —dijo Mario—. Yo vivo al lado, en la caleta.
—Eso está muy bien. Pero lo que está mal es que hay un solo cliente.
—¿Uno nada más?
—Sí, pues. En la caleta todos son analfabetos. No pueden leer ni las cuentas.
—¿Y quién es el cliente?
—Pablo Neruda.
Mario Jiménez tragó lo que le pareció un litro de saliva.
—Pero eso es formidable.
—¿Formidable? Recibe kilos de correspondencia diariamente. Pedalear con la bolsa sobre tu lomo es igual que cargar un elefante sobre los hombros. El cartero que lo atendía se jubiló jorobado como un camello.
—Pero yo tengo sólo diecisiete años.
—¿Y estás sano?
—¿Yo? Soy de fierro. ¡Ni un resfrío en mi vida!
El funcionario deslizó los lentes sobre el tabique de la nariz y lo miró por encima del marco.
—El sueldo es una mierda. Los otros carteros se las arreglan con las propinas. Pero con un cliente, apenas te alcanzará para el cine una vez por semana.
—Quiero el puesto.
—Está bien. Me llamo Cosme.
—Cosme.
—Me debes decir «don Cosme».
—Sí, don Cosme.
—Soy tu jefe.
—Sí, jefe.
El hombre levantó un bolígrafo azul, le sopló su aliento para entibiar la tinta, y preguntó sin mirarlo:
—¿Nombre?
—Mario Jiménez —respondió Mario Jiménez solemnemente.
Y en cuanto terminó de emitir ese vital comunicado, fue hasta la ventana, desprendió el aviso, y lo hizo recalar en lo más profundo del bolsillo trasero de su pantalón.
Lo que no logró el océano Pacífico con su paciencia parecida a la eternidad, lo logró la escueta y dulce oficina de correos de San Antonio: Mario Jiménez no sólo se levantaba al alba, silbando y con una nariz fluida y atlética, sino que acometió con tal puntualidad su oficio, que el viejo funcionario Cosme le confió la llave del local, en caso de que alguna vez se decidiera a llevar a cabo una hazaña desde antiguo soñada: dormir hasta tan tarde en la mañana que ya fuera hora de la siesta y dormir una siesta tan larga que ya fuera hora de acostarse, y al acostarse dormir tan bien y profundo, que al día siguiente sintiera por primera vez esas ganas de trabajar, que Mario irradiaba y que Cosme ignoraba meticulosamente.
Con el primer sueldo, pagado como es usual en Chile con un mes y medio de retraso, el cartero Mario Jiménez adquirió los siguientes bienes: una botella de vino Cousiño Macul Antiguas Reservas, para su padre; una entrada al cine gracias a la cual se saboreó
West Side Story
con Natalie Wood incluida; una peineta de acero alemán en el mercado de San Antonio, a un pregonero que las ofrecía con el refrán: «Alemania perdió la guerra, pero no la industria Peinetas inoxidables marca Solingen»; y la edición Losada de las
Odas elementales
por su cliente y vecino, Pablo Neruda.
Se proponía, en algún momento en que el vate le pareciera de buen humor, asestarle el libro junto con la correspondencia y agenciarse un autógrafo, con el cual alardear ante hipotéticas pero bellísimas mujeres que algún día conocería en San Antonio, o en Santiago, a donde iría a parar con su segundo sueldo. Varias veces estuvo a punto de cumplir su cometido, pero lo inhibió tanto la pereza con que el poeta recibía su correspondencia, la celeridad con que le cedía la propina (en ocasiones más que regular), como su expresión de hombre volcado abismalmente hacia el interior. En buenas cuentas, durante un par de meses, Mario no pudo evitar sentir que cada vez que tocaba el timbre asesinaba la inspiración del poeta, que estaría a punto de incurrir en un verso genial. Neruda tomaba el paquete de correspondencia, le pasaba un par de escudos, y se despedía con una sonrisa tan lenta como su mirada. A partir de ese momento, y hasta el final del día, el cartero cargaba las
Odas elementales
con la esperanza de reunir algún día coraje. Tanto lo trajinó, tanto lo manoseó, tanto lo puso en la falda de sus pantalones bajo el farol de la plaza, para darse aires de intelectual ante las muchachas que lo ignoraban, que terminó por leer el libro. Con este antecedente en su currículum, se consideró merecedor de una migaja de la atención del vate, y una mañana de sol invernal, le filtró el libro junto con las cartas, con una frase que había ensayado frente a múltiples vitrinas:
—Póngame la millonaria, maestro.
Complacerlo fue para el poeta un trámite de rutina, pero una vez cumplido con ese breve deber, se despidió con la cortante cortesía que lo caracterizaba. Mario comenzó por analizar el autógrafo y llegó a la conclusión que con un «Cordialmente, Pablo Neruda» su anonimato no perdía gran cosa. Se propuso trabar algún tipo de relación con el poeta, que le permitiera algún día ser alhajado con una dedicatoria en que por lo menos constara con la mera tinta verde del vate su nombre y apellido: Mario Jiménez S. Aunque óptimo le hubiera parecido un texto del tenor de «A mi entrañable amigo Mario Jiménez, Pablo Neruda». Le planteó sus anhelos a Cosme el telegrafista, quien, tras recordarle que Correos de Chile prohibía a sus mensajeros fastidiar con requisitorias atípicas a su clientela, le hizo saber que un mismo libro no podía ser dedicado dos veces. Es decir, que en ningún caso sería noble proponerle al poeta —por comunista que fuera— que tarjara sus palabras para reemplazarlas por otras.
Mario Jiménez tuvo por atinada la observación, y cuando recibió el segundo sueldo en un sobre fiscal, adquirió, con un gesto que le pareció consecuente,
Nuevas odas elementales
, edición Losada. Alguna pesadumbre lo alentó al renunciar a su soñada excursión a Santiago, y luego el temor, cuando el astuto librero le dijo: «Y para el mes próximo le tengo el tercer libro de las Odas».
Pero ninguno de ambos libros llegó a ser autografiado por el poeta. Otra mañana con sol de invierno, muy parecida a otra tampoco descrita en detalle antes, relegó la dedicatoria al olvido. Mas no así la poesía.
Crecido entre pescadores, nunca sospechó el joven Mario Jiménez que en el correo de aquel día habría un anzuelo con que atraparía al poeta. No bien le había entregado el bulto, el poeta había discernido con precisión meridiana una carta que procedió a rasgar ante sus, propios ojos. Esta conducta inédita, incompatible con la serenidad y discreción del vate, alentó en el cartero el inicio de un interrogatorio, y por qué no decirlo, de una amistad.
—¿Por qué abre esa carta antes que las otras?
—Porque es de Suecia.
—¿Y qué tiene de especial Suecia, aparte de las suecas?
Aunque Pablo Neruda poseía un par de párpados inconmovibles, parpadeó.
—El Premio Nobel de Literatura, mijo.
—Se lo van a dar.
—Si me lo dan, no lo voy a rechazar.
—¿Y cuánta plata es?
El poeta, que ya había llegado al meollo de la misiva, dijo sin énfasis:
—Ciento cincuenta mil doscientos cincuenta dólares.
Mario pensó la siguiente broma: «Y cincuenta centavos», mas su instinto reprimió su contumaz impertinencia, y en cambio preguntó de la manera más pulida:
—¿Y?
—¿Hmm?
—¿Le dan el Premio Nobel?
—Puede ser, pero este año hay candidatos con más chance.
—¿Por qué?
—Porque han escrito grandes obras.
—¿Y las otras cartas?
—Las leeré después —suspiró el vate.
—¡Ah!
Mario, que presentía el fin del diálogo, se dejó consumir por una ausencia semejante a la de su predilecto y único cliente, pero tan radical, que obligó al poeta a preguntarle:
—¿Qué te quedaste pensando?
—En lo que dirán las otras cartas. ¿Serán de amor?
El robusto vate tosió.
—¡Hombre, yo estoy casado! ¡Que no te oiga Matilde!
—Perdón, don Pablo.
Neruda arremetió con su bolsillo y extrajo un billete del rubro «más que regular». El cartero dijo «gracias», no tan acongojado por la suma como por la inminente despedida. Esa misma tristeza pareció inmovilizarlo hasta un grado alarmante. El poeta, que se disponía a entrar, no pudo menos que interesarse por una inercia tan pronunciada.
—¿Qué te pasa?
—¿Don Pablo?
—Te quedas ahí parado como un poste.
Mario torció el cuello y buscó los ojos del poeta desde abajo:
—¿Clavado como una lanza?
—No, quieto como torre de ajedrez.
—¿Más tranquilo que gato de porcelana?
Neruda soltó la manilla del portón, y se acarició la barbilla.
—Mario Jiménez, aparte de
Odas elementales
tengo libros mucho mejores. Es indigno que me sometas a todo tipo de comparaciones y metáforas.
—¿Don Pablo?
—¡Metáforas, hombre!
—¿Qué son esas cosas?
El poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho.
—Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa comparándola con otra.
—Deme un ejemplo.
Neruda miró su reloj y suspiró.
—Bueno, cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que quieres decir?
—¡Qué fácil! Que está lloviendo, pu'.
—Bueno, eso es una metáfora.
—Y ¿por qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado?
—Porque los nombres no tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad de las cosas. Según tu teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un nombre tan largo como
mariposa
. Piensa que
elefante
tiene la misma cantidad de letras que mariposa y es mucho más grande y no vuela —concluyó Neruda exhausto. Con un resto de ánimo, le indicó a Mario el rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la prestancia de decir:
—¡P'tas que me gustaría ser poeta!
—¡Hombre! En Chile todos son poetas. Es más original que sigas siendo cartero. Por lo menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos guatones.
Neruda retomó la manilla de la puerta, y se disponía a entrar, cuando Mario mirando el vuelo de un pájaro invisible, dijo:
—Es que si fuera poeta podría decir lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quieres decir?
—Bueno, ése es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo.
El vate se apretó las cejas sobre el tabique de la nariz.
—¿Mario?
—¿Don Pablo?
—Voy a despedirme y a cerrar la puerta.
—Sí, don Pablo.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Neruda detuvo la mirada sobre el resto de las cartas, y luego entreabrió el portón. El cartero estudiaba las nubes con los brazos cruzados sobre el pecho. Vino hasta su lado y le picoteó el hombro con un dedo. Sin deshacer su postura, el muchacho se lo quedó mirando.