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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

El caso de la joven alocada (46 page)

BOOK: El caso de la joven alocada
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Thrupp hizo una pausa y cerró la libretita, que no había consultado una sola vez. Durante un momento reinó el más profundo silencio. Después lo rompió el Superintendente Bede.

—Sabe usted, Inspector Principal —dijo con voz sorprendentemente amigable—, ésta es una historia sumamente interesante y para hacerle justicia debo admitir que resulta la explicación exacta y verdadera de lo ocurrido. Por otra parte, debo justificarme diciendo que por ahora son todas conjeturas.

Thrupp sonrió.

—Llámela profecía —respondió suavemente—. Admito que mi relato contiene no poco de conjetura, pero tan razonablemente fundada en deducciones de hechos bien establecidos que las probabilidades de que mi relato resulte correcto cuando se completen las investigaciones están en proporción de mil a uno.

—No quisiera oponerme —concedió el Superintendente con cautela—, pero siento decir que no estoy tan satisfecho con sus hechos bien establecidos y sus deducciones «lógicas y legítimas» como parece estarlo usted. ¿Puede usted decirnos en pocas palabras cuáles son esos hechos y cuáles las deducciones que le dan tanta seguridad?

Thrupp frunció el entrecejo.

—Omitiendo hechos tan evidentes como el de que Bryony Hurst esta muerta y que su muerte fue un asesinato deliberado —comenzó a decir—, creo que le contestaré si consigo demostrarle que el motivo oculto detrás del crimen fue la traición de la joven a la sociedad o club secreto que se dedicaba a la práctica del satanismo o culto del Diablo. Si logro probar que tengo fundamento para trabajar en torno a esa hipótesis, ¿estará usted pronto a reconocer que todo lo demás resulta bastante razonable?

—Ése es el punto cardinal sobre el que gira toda su teoría —dijo Bede—. Si lograra convencerme que ésa no es más que una conjetura estaría dispuesto a creer el resto. Por ahora, tengo la impresión de que está confiando demasiado en el principio de Sherlock Holmes, de eliminar lo imposible; que porque no puede usted imaginar nada peor ni más secreto que el satanismo, sostiene usted que es satanismo lo que hay detrás del crimen.

Thrupp meneó la cabeza.

—Presente mal mi caso —dijo—, pero me interesaba más darles una idea general que detenerme a probar todos los detalles. Mi convicción de que se trata de un caso de satanismo está lejos de ser resultado de conjeturas sin fundamento, y no depende enteramente del principio de eliminación de lo imposible. Le advierto, Bede, que el mero hecho de que la máxima de Holmes sea una perogrullada, no la hace menos cierta, punto que a veces no nos detenemos a considerar cuando gritamos nuestro desprecio por las perogrulladas y otras proposiciones de por si evidentes. Como razonamiento puro, no estoy nada seguro que bastara por si solo, para basar mi caso, pero tomado junto tres o cuatro factores que mencionaré, no creo que deje lugar a dudas. Examinemos esos factores y veamos cómo todos convergen hacia un mismo punto. Primero, consideremos la carta amenazadora que recibió Bryony Hurst. ¿Hay en sus términos algo que les llame la atención? "Le damos hasta la medianoche del Domingo 15 de junio para que restituya y olvide. Si no lo hace, éste será su último sábado en la tierra…". Reparen en la palabra sábado ¿Qué significa? Si, ya sé que hoy en día se usa como sinónimo descuidado de domingo, y a primera vista podría parecer que el que escribió lo usó simplemente para evitar la repetición de la palabra domingo en dos oraciones consecutivas. Tal vez sea así, pero quiero que se fijen en dos cosas significativas: a) sábado en realidad no significa lo mismo que domingo; es el antiguo nombre israelita del séptimo día de la semana, no del primero; b) he copiado la siguiente definición de la palabra del
Concise Oxford Dictionary
: «orgía de medianoche del Diablo, demonios, hechiceros, y brujas». Todos habéis oído decir «el sábado de las brujas», y yo os pido que lo recordéis mientras trato de explicar algunos puntos. Además, tenemos el testimonio de Roger Poynings que dice que en dos oportunidades su empleo totalmente inocente de la palabra Diablo conmovió de modo extraño a la pobre Bryony Hurst. Primero, cuando trataba de apaciguar sus temores y para asegurarla de que estaría perfectamente a salvo a su cuidado, le dijo de modo familiar: ¡Que me condene sí no he de arreglar las cosas de modo tal que ni el mismo Diablo podrá encontrarla! Él me contó cómo estas palabras descuídadas, dichas pura y exclusivamente para reanimar a la infeliz muchacha, tuvieron el efecto contrario y la hicieron estremecerse como sí se encontrara bajo un serio temor interior. En una segunda ocasión, cuando Bryony estaba ya acostada, no muchas horas antes de su muerte, Roger Poynings usó otra figura de lenguaje con propósito idéntico. Bryony estaba aterrorizada y deprimida por la presencia del tal Luke en Merrington. Le dijo a Roger que era un perverso, y Roger, quitando importancia a sus temores, terminó diciéndole: Personalmente, ya estoy harto de la insolente impertinencia de estos tipos y, cuando me revuelven la sangre, soy capaz de liármelas con el mismo Diablo. Y nuevamente, según me contó, esta mención figurada y al descuido, del Diablo, pareció sumir a la muchacha en un estado de temor más intenso aún. Tanto es así, que desde ese momento en adelante Roger comenzó a imaginarse la verdad de las cosas. Consideremos ahora una o dos palabras que Bryony dejó caer durante una conversación que sostuvo con Roger Poynings. Cuando estaban tratando de resolver sus dificultades en
The King of Sussex
dejó perplejo a Roger al calificar de perversas a las personas a quienes temía. Usó esa palabra de modo tan extraño y deliberado que Roger se preguntó cómo tendría que ser de mala una persona para que una joven ligera, del tipo de Bryony, la calificara de perversa. Además, hace un instante os recordé el uso deliberado que dio ella a la palabra perverso cuando se refirió a Luke. Todos pequeños detalles, Superintendente, pero no hay que negar que tienen un valor acumulativo que no hemos de ignorar.

Bede asintió lentamente, casi a regañadientes.

—Ciertamente, lo tienen —admitió—. En verdad, no necesita proseguir. Damos por probado su caso.

Thrupp se encogió de hombros.

—Hay sólo otra cosa que deseo mencionar —declaró—, y es la presencia sugestiva de un ejemplar de Demonología y Magia de Montague Summers que se encontró en la biblioteca de cabecera de la habitación de Bryony Hurst. Y de otro ejemplar del mismo en el estudio de Xantippe Gnox.

Y, por cierto, no es un libro que pudiera llamarse común. Admito que Roger Poynings tiene un ejemplar aquí, pero debemos recordar que se trata de un escritor y que su biblioteca de consulta, aunque pequeña, es sumamente completa. Sostengo que la presencia de este libro de satanismo en las habitaciones privadas de Bryony Hurst y de Xantippe Gnox (que eran después de todo medías hermanas y consocias del Naxos Club es demasiado significativa para pasarla por alto. Puede ser coincidencia, claro, pero sostengo que sería una coincidencia demasiado grande.

Hubo un corto silencio.

—Unida a otras pruebas, yo la llamaría, casi concluyente —dijo el Comandante Jayne—. Yo la doy por buena, de todos modos. ¿Está usted satisfecho, Bede?

—Sí, señor —suspiró el delgado Superintendente.

—Debo decir que raya en lo increíble, pero parece que hemos de creerlo de todas maneras.

—Y ahora gruñó el Comisario Principal—, sólo falta vestir esta sorprendente teoría con hechos que puedan probarse ante el Jurado. —Emitió una risa breve—. ¡De primer orden, Thrupp! Me parece que todos tendremos bastante que hacer.

Thrupp sonrió gentilmente.

—Tiene razón usted —observó—. Habrá bastantes obstáculos que vencer. Sin embargo, estoy seguro de que estamos dispuestos a salir airosos, y yo confío en que lo lograremos.

—Amén —murmuró piadosamente el Padre Prior, y su comentario encontró eco en nuestros corazones.

18

C
OMO PODRÁN
recordar los estudiosos de las crónicas del crimen en la prensa popular, el caso resultó menos difícil de lo que creían Thrupp y el Comisario Principal.

En resumen, podría decirse que se resolvió por sí mismo, casi sin intervención de la policía, razón por la cual os presenté a mi amigo Thrupp en el papel de profeta y no de sabueso. Aunque el caso se resolvió, hay que reconocerle a Thrupp el haber predicho en la reunión la naturaleza exacta del asunto con una visión y una habilidad inductivas rayanas en lo misterioso.

Los antedichos fanáticos del crimen recordarán, sin duda, que en la mañana del octavo día después de la muerte de Bryony, un pequeño abogado judío, dueño del real nombre de Cohen, se presentó a
New Scotland Yard
e insistió en ver personalmente al Comisario Auxiliar de la C.I.D. y le entregó un paquete relativamente abultado y sellado, en cuyo exterior estaban escritas las siguientes palabras:

«Para ser entregado a la autoridad de la C. I. D en persona, el martes 23 de junio, a menos que yo misma dé una contraorden antes de las 8 a. m. de ese día.

Mary Forrester.»

Con muchos encogimientos de hombros y gestos de menosprecio, Mr. Cohen explicó que diez días antes lo había, visitado una joven desconocida por él, en su oficina de Crighton Street, W. Dio el nombre de Mary Forrester, pero no dejó dirección y sorprendió al abogado (al que no le iban muy bien los negocios) ofreciéndole la bonita suma de diez guineas si aceptaba guardar a buen recaudo el paquete y seguir las instrucciones, a menos que la misma Miss Forrester lo reclamara en la fecha mencionada o con anterioridad. A Mr. Cohen, claro está, le intrigaba la naturaleza de la propuesta, pero estaba demasiado ansioso por embolsarse las diez guineas para hacer preguntas indiscretas. No parecía haber nada ilícito en lo que se le pedía que hiciera, así que se tragó su curiosidad y aceptó el negocio. La señorita le pagó la comisión en efectivo, cuidó de que el misterioso paquete quedara encerrado en un compartimiento interior de la caja de caudales del abogado, y se retiró. Desde entonces no había vuelto a verla. Mr. Cohen no perdió tiempo en cumplir su parte del convenio, en la fecha señalada.

Cuando le pidieron una descripción de Miss Forrester, replicó que era una joven muy atrayente, próxima a los veinte años, de cabellos castaños y ojos gris verdoso. Parecía (Mr. Cohen vacilaba antes de pronunciar el epíteto) una señorita más bien «ligera» pero sólo en el sentido más agradable de la palabra. Vestía bien, hablaba y se conducía como una dama, y tenía unos modos agradablemente seductores. Ciertamente, no era una señorita cuyos deseos Mr. Cohen hubiese encontrado fácil contrariar. No obstante su atractivo, Mr. Cohen admitió que daba la impresión de estar preocupada, pues había en sus ojos tal inquietud que sus labios sonrientes no alcanzaban del todo a disimular. Mientras que Mr. Cohen hacía su relación, el Ayudante del Comisario había abierto cautelosamente el paquete y hecho un examen preliminar del contenido. Encerraba dos libros grandes y una carta. Los libros estaban provistos de cerradura de bronce, que denunciaban su naturaleza confidencial. La carta, sin embargo, estaba abierta; escrita en papel gris siluriano de buena clase, con un delicado borde escarlata, tenía la dirección de Mayfair grabada en relieve en la parte superior de la primera hoja. Volviendo la última hoja, el Comisario Auxiliar se sobresaltó al ver la firma: Bryony Hurst.

Se llamó precipitadamente a Thrupp, y después de interrogar nuevamente a Cohen y de despedido, se revisó más detenidamente el contenido del paquete. La carta de Bryony era breve y precisa. Establecía simplemente que el ser recibida por el Comisario Auxiliar significaría la muerte de quien la había escrito, y que los libros adjuntos a la carta aclaraban los motivos del asesinato. También confiaba a la policía el castigo de los asesinos. Incluía media docena de direcciones pertinentes.

19

E
L MISMO
Thrupp me contó el resto de la historia sentado a la cabecera de mi cama en el horriblemente higiénico sanatorio de Miss Pocock, algunas semanas después. Describió sin jactancia, pero con cierto saludable orgullo, cómo sus profecías se habían cumplido casi al pie de la letra. Puesto que ya puse penosamente a prueba vuestra paciencia incluyendo en las últimas partes de esta narración, tan veraz y admirable, el relato detallado y casi textual de las profecías en cuestión, no os irritaré ahora volviendo una vez más sobre el mismo asunto. Después de todo, ésta, no es una de esas pestilentemente perniciosas historias de detectives, escritas por rigoristas de imaginación minuciosa, que insisten en tratar a sus lectores como a niños microcéfalos, y que son incapaces de dejar sus plumas hasta que no hayan explicado con nauseabundas efusiones de orgullo espiritual y sabor pedagógico, por qué hicieron que el detective estornudara en la página 113 y por qué el sospechoso Nº 3 se limpió tan cuidadosamente el calzado antes de entrar en la pocilga abandonada, en el capítulo 9. Sé de fuentes teológicas autorizadas que a tal ganado le está reservado en el más allá un purgatorio muy especial, como es justo y conveniente. Pero yo, Roger Atholstan Athelred Poynings, descendiente de Eggwhiff, vigésimo tercer rey de los
South Saxons
(el mismo de la línea real de Asia, aunque de una rama menor), ni por asomo pertenezco a esa deleznable calaña, sea cual fuere su intención. Ni tampoco sois vosotros, mis distinguidos lectores, esa clase de pedantes de imaginación estrecha que devoran los escritos de los tales pedagogos por simple incapacidad de sacar conclusiones por sí mismos. ¿Es acaso, de esperar que estropee mi carácter y el de vosotros, para no mencionar el saldo estético de este libro, uniendo todos los cabos sueltos de una historia en un primoroso moño como el del peinado de una tía solterona? ¿Debo acaso doblar mis rodillas ante las convenciones, aceptando a sociedades literarias de los suburbios que esperan que el autor tilde todas las «íes» y cruce todas las «tes» y justifique todo lo que dijo y todo lo que hayan dicho todos y cada uno de los personajes del volumen? No, de ninguna manera. Permítaseme agregar valerosamente que, aunque estuviera dispuesto a ello, no lo haría, pues solamente en historias ideadas y escritas en hierro colado con fórmulas a prueba de tontos, aparecen hombres y mujeres que se supone auténticos y que hablan y actúan con tan primorosa exactitud, con tan conveniente prescindencia de la solución anticipada y conocida del autor, que deben presentarse como muñecos o marionetas más bien que como seres humanos. Y si vosotros me preguntáis, como si fuerais censores engranujados de la
Oxford Union
, por qué estoy aquello fue dicho así, o qué sucedió con alguna otra cosa, o cuál era la explicación de lo otro y de lo de más allá, entonces replicaré que muy probablemente nunca se encontró explicación alguna, que no sucedió nada, o que esto y lo otro y lo de más allá sucedió porque él o ella era un ser humano débil y falible y pensó conveniente decirlo en aquel momento, Si entonces me llamáis embustero, me arrancaré puñados de pelos de mi barba, y os recordaré que yo ya lo he confesado y que os he dado una valiosa lección para que vosotros también podáis serlo. No obstante, por simple bondad de corazón, terminaré relatando la naturaleza y sucesión de los hechos que siguieron a la entrega de Mr. Cohen a
New Scotland Yard
del paquete de Bryony. Aunque si habéis tenido el buen gusto de llegar a esta altura de mi historia, tengo la impresión de qué debéis ser capaces de poder resolver gran parte de ella por vosotros mismos. En cuanto a los libros con cerradura, quiero creer que su naturaleza os es completamente obvia. En verdad, yo sé que ya la habéis adivinado, así que no necesito hacer otra cosa que confirmar vuestras sospechas: uno resultó ser un
Grand Grimoire
o misal del Diablo, repugnantemente completo en todos sus detalles, mientras que el otro contenía, no sólo una lista de los socios de la pandilla, sino también la vituperable e infame evidencia de que estaban implicados en el culto y las prácticas que aparte de todas las consideraciones de blasfemia, constituían graves ofensas contra la ley criminal.

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