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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

El caso de la joven alocada (42 page)

BOOK: El caso de la joven alocada
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La cadena no estaba, con seguridad, completa, pero
Scotland Yard
quiere que sus hombres sean perfectos.

—Perdóneme usted un momento —dijo Thrupp cuando Hurst estaba a punto de continuar el relato. Se dirigió al teléfono y pidió Whitehall 1212. Poco después hablaba con el Superintendente Boex, a quien hizo una pregunta cuidadosamente enunciada.

—¡Qué inteligente! —gruñó, el Superintendente—. Acabo de recibir el informe y estaba dudando entre hacérselo saber, inmediatamente o esperar hasta que usted llegara. En total, hay rastros de cuatro impresiones digitales distintas en el testamento. Dos de ellas son borrosas y sin importancia. Probablemente sean las del abogado y su ayudante. Las terceras pertenecen al último ocupante de la habitación, posiblemente su amigo Hurst. Las cuartas y más recientes, pertenecen a la Gnox. No hay duda alguna.

—Gracias —dijo Thrupp, con calma—. Eso puede tener importancia.

Cortó y quedó pensativo un momento. Después suspiró y meneó la cabeza. Esto parecía completar uno de los tramos de la cadena, y el conocimiento de que Xantippe había visto el segundo testamento y había descubierto la traición de su padre podía suplir el eslabón que faltaba. Pero, no lo satisfacía. Este segundo testamento, que hacía de Bryony una mujer rica a expensas de Xantippe, podría constituir un buen motivo para que la última quisiera asesinar a la primera; pero debía haber otra cosa.

Aun más, toda la información de que disponía Thrupp aducía contra solución tan simple y derecha. Había ante todo, el testimonio de la misma muchacha asesinada. El simple hecho de que ignorara la presencia de su padre en Inglaterra y la existencia de los testamentos no probaba nada, pero, por otra parte, no podían descontarse las circunstancias de su fuga y muerte. Podría resultar un motivo plausible el que Xantippe hubiera matado a, su hermana por motivos financieros, pero seguramente no hubiera confiado el crimen a ese misterioso «sindicato» o «banda» al que Bryony tenía terror. Además, Bryony misma me había dicho que sustrajo algo que pertenecía a la «banda» y que el descubrimiento de ese hecho ponía en peligro su vida, y ese «algo» no era por cierto el testamento de su padre. Estaba, también, la manera horrible en que murió; ¿qué significaba eso? Podía concebirse que Xantippe hubiese envenenado a su media hermana para privarla de la porción de la fortuna de su padre. Pero resultaba ridículo pensar que pudiera haber llamado en su ayuda a Luke y a Ronald Custerbell Lowe, que organizara una caza terrorífica de la muchacha, que asustara a Bryony con cartas amenazantes, que la hubiera raptado de
Gentlemen’s Rest
. y que la hubiese llevado hasta un paraje solitario de los
Downs
para carnearla con todas las circunstancias horrendas de un crimen de ritual.

Crimen de ritual…

Thrupp se sorprendió cuando la frase se le ocurrió espontáneamente. Crimen de ritual. Sí, era obvio que se trataba de eso o del trabajo de un maniático patológico; La teoría del maniático nunca le había impresionado seriamente. El trabajo se había hecho de manera demasiado ordenada y sistemática, y los tales maniáticos nunca andan de a dos y de a tres. Thrupp estaba seguro de que en la muerte de Bryony hablan participado Luke, Lowe y un tercer hombre personificado por el obrero telefónico. No, ésta no era obra de un maniático. Era una ejecución nevada acabo inteligentemente y a sangre fría por miembros de ese club o sociedad secreta contra la que había pecado Bryony. ¿Era acaso el Naxos Club? Lo parecía, aunque Thrupp no pudiese decir si la organización incluía el crimen de ritual en sus estatutos. Ese poema horrendo El polvo de Día dejaba entrever el final trágico que esperaba a los que traicionaban los misterios, pero de un modo tan oscuro y moderno que no era inteligible para un ser normal. Era posible, sin embargo, que el profesor Barbour, el amigo de Barbary, pudiese aclarar ese aspecto del antiguo culto.

Mientras Thrupp estaba pensando estas cosas, la subconsciencia comenzó a clavarle dardos en un recodo de su memoria. Tal vez el hecho pudiera ser intrascendente, pero pudiera también ser útil. Se dirigió hasta la gran estantería donde yo suelo almacenar los libros de información; después de breve búsqueda tomó un volumen, consultó el índice y abrió el libro en la página deseada. Sus labios se curvaron muy ligeramente mientras refrescaba su memoria, con el escalofriante juramento que contenía:

… con ninguna pena menor que la de abrirme la garganta de lado a lado, arrancarme la lengua de raíz y enterrar mi cuerpo en la arena del mar durante la marea menguante o a distancia de un cable de la costa, expuesto al flujo y reflujo de la marea, dos veces cada veinticuatro horas…

Cerró el libro, lo golpeó y lo colocó nuevamente en su lugar. No aclaraba nada el caso. Se trataba de la fórmula corriente del juramento de silencio de los masones para los que se inician en las artes secretas, partes y puntos, de los misterios de la masonería y demás. Pero aun cuando el fárrago melodramático parecía bordear el ridículo, cuando se lo asociaba con los benevolentes y dignos caballeros disfrazados con delantales azules, fajas y demás, no podía dejarse de considerar la posibilidad de que otras sociedades secretas delicadas impusieran juramentos que tuvieran las mismas características, pero que se hicieran cumplir más estrictamente. Que Bryony Hurst no había sido víctima de los masones era evidente. En primer lugar, no se admiten mujeres en la masonería y, además, la carnicería y el escenario del crimen no coincidían con lo estipulado en ese juramento.

No le habían cortado la garganta, ni le habían arrancado la lengua de raíz, pero era fácil discernir alguna clase de simbolismo lúgubre en las mutilaciones que le habían sido infligidas.

Thrupp se estremeció e hizo rechinar sus dientes. Después llegó a una decisión súbita; estiró la mano y tomó otro libro. Lo sostuvo haciendo girar el taburete de modo que el tomo negro y de letras doradas estuvo a centímetros de Maurice Hurst y preguntó con calma:

—¿Y qué sabe usted de esto, Coronel Hurst?

12

L
A ESTRATAGEMA
fracasó. Hurst, que ya no tenía dominio sobre sus nervios, logró sin embargo volver hacia su interlocutor los ojos genuinamente asombrados.

—Yo no le comprendo, Inspector Principal —protestó—. Demonología y Magia, por Montague Summers. ¿Qué diablos…? .

—¡Qué diablos! Está bien —dijo Thrupp con mal humor—. Sírvase contestar a mi pregunta.

—Pero es que no puedo hacerlo. No comprendo a dónde quiere usted llegar, Mr. Thrupp.

¿Qué tengo que ver yo con este libro? En mi vida lo vi ni oí hablar de él.

—¿Sí? Resulta que yo sé que está usted mintiendo, Coronel, y debo advertirle que si no se ciñe usted a la verdad al contestar mis preguntas se va a encontrar en situación muy difícil. Un volumen ya gastado de Montague Summers es una de las primeras cosas que uno ve al entrar en el estudio de su hija en Shepherd Market. Usted vivió en esa casa, y no es posible que no lo haya visto.

Pero Hurst era difícil de conmover.

—Puede que lo haya visto —concedió—. Pero no me ha llamado la atención. Para decir verdad, sólo entré en esa habitación una o dos veces y le aseguro que no reparé en los libros que había allí.

—Es raro —murmuró Thrupp secamente.

Abrió su portafolio y sacó la copia de El polvo de Día que había encontrado sobre mi cuerpo inconsciente.

—De todas maneras, no negará usted haber visto este libro —sugirió.

—Éste… no —Hurst parecía algo incómodo.

—Muchas gracias —continuó diciendo Thrupp.

—En la primera página están sus iniciales; creo que es su letra. Está flamante y supongo no equivocarme si digo que proviene de la biblioteca de su hija. Hay allí como una docena de ejemplares en uno de los estantes, ¿verdad?

—Sí; pero…

—Junto a esos volúmenes, en el mismo estante, hay un ejemplar de Montague Summers. Es increíble que no lo haya visto usted. Thrupp hablaba con mucha confianza pero no sentía interiormente la misma seguridad, y sus dudas aumentaron cuando Hurst se encogió de hombros una vez más.

—Mi querido inspector, creo en su palabra —dijo—. Yo sólo puedo repetir que no tengo conciencia de haberlo visto, y que si lo vi no reparé en él. A propósito, me encuentro desorientado.

Tal vez quiera usted decirme a dónde conducen estas preguntas.

—Lo haré —dijo el detective—. Pero antes debo pedirle que me conteste otra pregunta y cuídese de decir la verdad. Por lo que usted manifestó, parece haber estado al tanto de todo lo relacionado con el llamado Naxos Club. Lo que quiero ahora saber es si usted era socio.

—¿Yo? ¡No, por Dios! —El tono y la actitud de Hurst expresaban negación enfática—. ¿Por quién me toma usted, hombre? No soy un subalterno ni un estudiante para encontrar diversión en esas pamplinas. Además, viendo a mi propia hija…

—Hijas —corrigió Thrupp con toda calma—. Bryony Hurst era socia. ¿Lo sabía usted? Muy bien. Voy a creer en su palabra. Por otra parte, me imagino que habrá comentado usted la existencia del club con Xantippe y que tendrá una noción exacta de lo que allí ocurría.

—En realidad, Inspector Principal, mi conocimiento es en un noventa por ciento sólo imaginación. Nunca lo discutí en detalle con mi hija. —Por otra parte, no tengo razones para creer que mi imaginación esté mal encaminada.

—Bien, puede usted entonces refutar mis conjeturas.

En términos generales, el objeto del Club era reconstruir y revivir los antiguos misterios de Naxos. Estos misterios toman la forma de bacanales, vale decir de orgías en honor de Dionisio.

¿Verdad?

—Sí.

—Hasta en las islas de Grecia los misterios eran de naturaleza tal, que debían celebrarse en secreto y sólo los iniciados podían asistir.

—Bien.

—Si eso ocurría en aquellos lejanos días del paganismo, ¡cuánto más sería necesario guardar el secreto en el moderno Londres! ¿Está usted de acuerdo?

—Totalmente.

—Se desprende entonces que, en ambos casos, los que deseaban ser admitidos debían jurar mantener el secreto.

—Eso es obvio.

—Se trataba de un juramento serio, con penas horrendas para el que revelara los misterios.

—Es de suponer.

—¿La pena de muerte?

Hurst se sobresaltó.

—¡Oh, yo creo… quiero decir, Inspector Principal, que en estos días de luz…

Thrupp sonrió. .

—¿De luz? Está bien —observó—. Puede que esté usted en lo cierto. El crimen no sólo es drástico y comprometedor sino que puede también ser peligroso; y hay, por otra parte, otra amenaza que puede ser de efecto para los naxianos modernos. Me refiero al chantaje.

—¿Chantaje?

—Sí, chantaje. En nuestra sociedad moderna la amenaza de escándalo tendría más importancia qué una amenaza de muerte. Difícilmente se tomada una amenaza de muerte en serio, pero se creería en una amenaza de escándalo. Además, sería muy fácil de llevarla a cabo. En las reuniones de esa índole no es difícil colocarse en situaciones comprometidas de la peor naturaleza ante cualquiera de los concurrentes, ya sea con o sin conocimiento de la víctima. He conocido casos en que a los candidatos se les exigía una confesión escrita antes de ser admitidos, para asegurarse de que lo que los masones llaman «el shock de la entrada» y el «shock del esclarecimiento» no se apoderara de ellos y les hiciera revelar los secretos de la sociedad. Yo me inclino a creer que alguna salvaguardia similar se había instituído en el Club Naxos. De todos modos vamos a considerarlo por ahora, bajo el aspecto de duda… Tal vez le parezca ilógico a usted, Coronel, que le diga a continuación que estoy convencido de que su hija Bryony fue víctima de un crimen de ritual, vale decir de un crimen impuesto como castigo por revelar los secretos de una sociedad. Claro, la sociedad en cuestión puede haber sido el Naxos Club, pero lo dudo. Dígame, ¿le dejó entrever su hija que hubiera variado o agregado algo a los ritos dionisíacos, modernizándolos, tal vez? ¿O se trataba de una reproducción exacta de los originales?

Hurst se sintió más seguro.

—Si los ritos se parecían ano a los antiguos misterios no lo sé —dijo—. Ella admitía que no había testimonio escrito de los mismos y que la reconstrucción se basaba en las escasas pruebas arqueológicas que ella pudo reunir gracias a su imaginación infinitamente fértil. Por otra parte, aseguraba que la reconstrucción era cabal.

—Ya veo. ¿Sin agregados modernos?

—Yo diría que no. No se cómo explicarme, Inspector Principal, pero más de una vez se me ocurrió que Athene, o Xantippe, como se hace llamar, es una especie de regreso a los tiempos antiguos: No me gusta sugerir la palabra «reencarnación» y sin embargo resultaría gráfica. Tiene un sentido del período, notable. Aunque mi sangre corre por sus venas, es indudable que tiene el antiguo espíritu de Naxos en grado extraordinario. Y estoy seguro que es incapaz de adulterar el concepto de los misterios con algún anacronismo o adelanto moderno.

Thrupp gruñó y, golpeando a Montague Summers con su dedo delgado, preguntó:

—¿Así que le parece poco probable que haya introducido algo de esto en su ritual?

Otra vez Hurst pareció verdaderamente sorprendido.

—Temo no entenderlo todavía…

—Demonología y Magia —agregó Thrupp—. En otras palabras, satanismo, o culto del demonio.

Me explicaré. No soy muy erudito pero tengo la impresión de que cualquiera de estas cosas resultaría anacrónica si se la asociase con los antiguos misterios griegos de la era pagana o precristiana. Los sacerdotes y los pastores me acogotarían si me oyeran hablar así, pero me parece que Satanás o Lucifer, o cualquier nombre que se le dé, es un concepto esencialmente cristiano. La cristiandad dio origen al Diablo, como el comunismo suscitó al nazismo, basándose en la inmutable ley científica de que «a cada acción corresponde una reacción igual y contraria». Lo que quiero demostrar es que el culto del demonio y los misterios griegos no se pueden mezclar a pesar de que tienen muchos rasgos desagradables en común. Ambos celebran orgías que según nuestro criterio son obscenas; pero mientras que en un caso la obscenidad es simplemente el criterio pagano de diversión, en el otro es deliberada, hecha casi a sangre fría y en combinación con la blasfemia calculada y consciente, para exaltar el principio de malignidad y desafiar las leyes de Dios y los cánones de la moral cristiana. En los misterios paganos no se encuentra el motif de la blasfemia y no hay goce consciente en el mal absoluto. De acuerdo con su modo de ver las cosas, los antiguos naxianos eran bienintencionados cuando celebraban sus orgías, porque simplemente ofrecían a uno de sus dioses, Dionisio, la clase de adoración que creían de su agrado. Por el contrario, el satanista realiza sus blasfemias u obscenidades con un motivo esencialmente maligno: el de insultar y profanar el culto prescripto por la cristiandad en honor de Cristo. La «misa negra» o «misa del Diablo» es una parodia blasfema de la misa cristiana. Pero los misterios paganos no parodiaban a ningún otro culto. Podemos decir que eran descarriados y censurables, pero por lo menos no eran malévolos.

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