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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (16 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Y si los Sahibs y Hombres Blancos, entre mis lectores, me acusan de una vergonzosa inercia y de una deplorable lentitud por el hecho de no haberme lanzado a máxima velocidad a socorrer a un semejante, me confesaré culpable, aunque no intencionado; pero al mismo tiempo alegaré una circunstancia atenuante; la de que otros me habían precedido, y de que muchas manos en un plato… Mi excelente amigo Thrupp había saltado del automóvil y había corrido como un rayo hasta la galería, donde, luego de maniobrar hasta ocupar una posición favorable, agarró con valentía al animal por la cola y trató de arrancarlo de las reverendas posaderas por la fuerza. Esta táctica, desgraciadamente, no dio resultado debido tanto a la infernal tenacidad de Grimalkin como a la resistencia, o bien imposibilidad del obispo de mantener su parte posterior orientada en una misma dirección el tiempo suficiente como para lograr separar a su atacante. En aquel momento un jardinero, hasta entonces inadvertido, apareció blandiendo —con mucha propiedad, debo señalar— una escoba de jardín, cuyo extremo contundente puso rápidamente en posición de ataque y con el cual comenzó a golpear al gato con fuertes golpes sobre el flanco. Ello no tuvo más eficacia, sin embargo, que los ataques de Thrupp por la retaguardia, por las razones señaladas con anterioridad. Me acordé de la manivela de poner en marcha el motor y estaba a punto de sacarla del asiento trasero, para intervenir en la trifulca, cuando una clara voz femenina golpeó mis oídos, diciendo:

—¡Cielos! ¿Qué sucede aquí? ¡Grimalkin, bestia infernal, deja a Su Señoría
inmediatamente
! ¿Cómo te atreves?… ¡
Abajo
, Grimalkin!

Mientras gritaba, Andrea Gilchrist salió por la puerta y sin temor ni vacilación tomó al terrible animal de la cabeza y las orejas. Sólo entonces Grimalkin, abrumada numéricamente y vencida, retiró sumisa, pero de mala gana, sus garras, se zafó violentamente de las manos de su dueña, y huyó maldiciendo con ferocidad hasta ocultarse detrás de un macizo de arbustos cercano.

Y en aquel instante el silencio sepulcral que siguió fue roto estruendosamente por una atronadora voz procedente de una ventana abierta en un extremo de la larga galería: era una voz estentórea, opulenta, enfática, solemne. Con tonos retumbantes y proféticos, declaró:

—«
Alejandro el Calderero me ha hecho mucho mal. ¡El Señor lo castigue conforme a sus acciones
!» Palabras tomadas, mis amados hermanos, de la Segunda Epístola de San Pablo a Timoteo, capítulo cuarto, verso decimocuarto…

Y cuando los cuatro hombres en la galería, obispo, detective, jardinero y yo, comenzábamos a sentirnos mareados bajo el impacto de este nuevo fenómeno, Andrea nos dirigió una sonrisa deslumbradora y dijo:

—No es nada. Es papá preparando su próximo sermón.

Ha empezado muy temprano esta semana, y estoy segura de que se ha equivocado al citar el texto. Debe ser «hizo» en lugar de «ha hecho», y «recompense» en lugar de «castigue»… ¡Ah! ¿Cómo disculparme…?

9

Dos minutos más tarde, cuando el obispo se hubo retirado a sus habitaciones tartamudeando y luego mudo de dolor, de sorpresa y según creo, también de risa contenida, y cuando el jardinero se reintegró a sus ocupaciones, presenté a Thrupp y a Andrea y me alejé discretamente por un lado de la galería. No es necesario señalar que estaba sorprendida de vernos, pues yo nunca había visitado con mucha regularidad la vicaría; y en cuanto a mí, no atribuí mayor importancia a la expresión atónita de su bello rostro cuando mencioné las funciones y ocupación de Thrupp. Tal es la naturaleza de los pobres seres humanos; y aun los más inocentes de entre nosotros tenemos la tendencia a sufrir un súbito ataque de secreta culpabilidad cuando nos vemos frente a un funcionario de la Policía. Y a pesar de que durante un instante, Andrea se había mostrado visiblemente alarmada, sus síntomas no eran exagerados.

En lo que a mí se refiere, debí luchar contra dos tentaciones opuestas; la de quedarme y observar subrepticiamente las reacciones de Andrea ante lo que Thrupp tenía que decirle, y la de buscar a Carmel y tratar de convenir otra conversación con ella en un futuro próximo. Esto último era, sin duda, mi deber más urgente, pues Thrupp era perfectamente capaz de observar por sí mismo y era esencial que yo viese a Carmel lo más pronto posible. De todos modos, no pude resistir la tentación de volverme para mirar otra vez a Andrea al doblar la esquina de la galería, a fin de determinar si armonizaba con la fantástica historia de Carmel sobre escobas y vuelos de brujas. Y cuanto más la miraba, más difícil lo encontraba.

Se ha señalado ya que Andrea Gilchrist era una mujer singularmente hermosa. Era más alta que Carmel, con una figura perfecta en el estilo moderno, es decir, muy delgada, y muy morena, mientras su hermana era rubia. Su rostro era, como he dicho en otro lugar, de rasgos casi helénicos —si el poeta Marlowe me perdona la expresión—, en el sentido de que, si bien no podría haber bastado para reunir mil barcos como la legendaria Helena en estos días menos caballerescos, al menos era capaz, con toda seguridad, de detener cualquiera entre diez mil camiones o furgones, si alguna vez se viese forzada a recorrer una carretera a pie a la espera de quien la recogiese. Sus ojos muy oscuros eran, es cierto, huidizos. No obstante, nunca había pensado que ello fuese otra cosa que el velo detrás del cual la mayoría de las mujeres consiguen ocultar los secretos de su personalidad más íntima de la curiosidad insaciable de los hombres. Podía ser, desde luego, una máscara detrás de la cual acechase, insospechado, algo terrible y maligno, pero también podía ser un telón de modestia para una rectitud y pureza de la mayor exigencia. No era posible averiguarlo. En cambio, tenía yo la palabra de Carmel —en cuya veracidad tenía una fe firme e instintiva— de que debajo de ese velo impenetrable ardían intensamente fuegos ocultos. Si se hubiera tratado sólo del fuego de las pasiones físicas, lo habría creído sin vacilar, pero quizás porque me resisto a asociar la belleza con el mal, me hallé en aquel momento luchando contra la idea de que el fuego de Andrea emanase vapores sulfurosos.

Thrupp y Andrea estaban ahora absortos en una conversación sentados en sillas de mimbre, junto a la puerta principal. No alcanzaba a oír lo que decían, tal vez porque desde un punto más alejado de la galería llegaba la voz resonante del Reverendo Andrew que estaba ensayando y perfeccionando su sermón. Nunca le había oído predicar, por supuesto, pero sus sermones eran un motivo de comentarios jocosos en el pueblo y su elección de textos en aquel momento era una muestra sorprendente. Algo distraído, me preguntaba qué moraleja o precepto le sería posible inferir de los sombríos hechos de Alejandro el Calderero. Mientras pensaba en ello, un
crescendo
me permitió oír la enfática afirmación de que «
San Pablo, en contraste con algunos de ustedes que dormitan a mis pies, no era un orgulloso intelectual
…»

Al doblar la esquina de la casa pude ver con gran alegría la cabeza de color rubio rojizo que había estado buscando, inclinada diligentemente sobre un parterre de tulipanes Darwin tardíos, en un rincón apartado del jardín, demasiado lejos, al parecer, para haber oído el estruendo de la batalla entablada en el frente de la galería. Apreté el paso y llegué hasta ella antes de que advirtiese mi presencia.

Como era de esperar, se mostró sorprendida al verme, pero le hice un breve resumen de los acontecimientos registrados desde que la viera por última vez, y con ello explique satisfactoriamente mi presencia en el jardín. Al parecer tenía ya noticias de la tragedia de Rootham y de las misteriosas circunstancias que la rodeaban, de modo que no era sorprendente que las reflexiones derivadas de esta noticia tuviesen el mismo giro que las mías. A pesar de ello, no supo darme ningún dato concreto aceren de la probable identidad de la víctima, aparte de convenir conmigo en que, por absurdo que pareciera dentro de los límites normales de la razón, la muerta podía ser muy bien la segunda «bruja» que había salido con Andrea y que no había regresado con ella. Ambos deseábamos evitar que Andrea nos sorprendiera conspirando, de modo que no prolongamos nuestra conversación. En respuesta a mi solicitud de que me concediera una entrevista a solas, Carmel dijo que le habían prestado un caballo para dar un paseo esa tarde, y que pensaba cabalgar por las mesetas, y concertamos un encuentro en las inmediaciones de Burting Clump para las tres, aproximadamente.

En seguida nos despedimos, y yo reanudé mi paseo alrededor de la casa. Sentí gran alivio de haber podido concertar esta cita con Carmel, pues teníamos mucho que comunicarnos y yo estaba muy ansioso por saber cuál era su actitud respecto a la posibilidad de transmitir su historia a Thrupp. Tenía la convicción de que —a menos que aquel encuentro del detective con Andrea diese lugar a resultados más sensacionales que los esperados— no me sería posible callar más después de esa noche. Para entonces debería haber persuadido a Carmel para que le relatase su grotesca historia personalmente, o bien de que me autorizase a hacerlo yo. En general, disto mucho de ser lo que los pedagogos denominan un buen ciudadano, pero hasta mi elástica conciencia tiene un coeficiente limitado.

Cuando pasé por la parte posterior de la casa vi a cierta distancia una figura delgada y alta, de cabellos grises y traje oscuro, que contemplaba lúgubremente, un macizo de almácigos. Adiviné que debía tratarse de Sir John Winston, el canciller de la diócesis, de modo que me oculté con rapidez por temor de que me pidiese explicaciones sobre mi derecho a estar allí. Regresé sigilosamente hacia la galería protegida por las enredaderas, y atravesé en silencio el tercer lado de la vicaría sin encontrar a nadie en mi camino. Pero al llegar a la esquina, el retumbar del ensayo del Reverendo Andrew ascendió por el espacio hasta que por fin pude oír otra audición fragmentada del suave discurso pastoral con el cual pensaba alimentar a su rebaño el domingo siguiente.

…generaciones de tercos y de exégetas balbucientes, que se atan con mil nudos y se revuelcan en el lodo de sus especulaciones desenfrenadas… ¡Dios mío! ¡Mis metáforas! No importa. Las cambiaré más tarde… que hurgan la inmundicia en busca de misterios que no existen, que confunden locamente a Pablo el Místico con Pablo el Hombre… Esto no está tan mal… ¡Tontos! ¡Retrasados! ¡Cretinos! ¡Infelices seniles!… Aquí tenemos a Pablo el Hombre terminando una epístola, una carta, no redactando un tratado de metafísica. Piensa lo que dice, créase o no. Dice Timoteo que venga a visitarle, le pide que le traiga la capa y los libros que dejó en casa de Corpus e Troas… exactamente como ustedes invitarían a un sobrino a pasar unos días con ustedes, pidiéndole que trajese las medias de dormir rosadas que olvidaron en casa de la tía Polly. Y luego agrega una advertencia, una advertencia a Timoteo, de que se cuide de cierto calderero llamado Alejandro…

No obstante mi tentación de proseguir por la galería y espiar por la ventana del Vicario al pasar junto a ella, me resistí, y una vez más descendí los escalones que conducían al sendero del jardín. Así completé mi circuito de la casa, llegando a la puerta principal apenas cinco minutos después de haberme alejado de ella.

Encontré a Thrupp y Andrea exactamente donde les había dejado, pero con una diferencia: se había producido un silencio total entre ellos, y Andrea estaba muy pálida y agitada. Su belleza era inalterable y no había perdido del todo la serenidad, aunque no cabía duda de que estaba agitada. Cuando me acerqué me dirigió una leve sonrisa mecánica, pero no pasó de sus labios y sus ojos tenían una expresión más furtiva que nunca. Me detuve un instante, vacilando, y estaba a punto de dejarles solos nuevamente, cuando Thrupp me llamó diciendo:

—He estado tratando de persuadir a Miss Gilchrist de que es su deber acompañarme al depósito de cadáveres. Tú has visto ya el cadáver, Roger, de manera que quizás la convenzas de que no es un espectáculo tan terrible.

Tranquilicé a Andrea en este sentido; ella suspiró e hizo un gesto de repugnancia, pero por fin capituló.

—Si debo hacerlo, bueno… lo haré —comenzó a decir, y de pronto se interrumpió, asiendo los brazos de su sillón e inclinando la cabeza en dirección a la puerta abierta—. ¡El teléfono! —exclamó, levantándose con una agilidad llena de gracia—. Veré quién es, y volveré en seguida —y partió inmediatamente en dirección a la casa.

Yo no había oído nada, pero no era muy extraño dado el creciente ruido del despacho del Vicario, donde Mr. Gilchrist se estaba aproximando, al parecer, al tormentoso final de su arenga. Thrupp miró su reloj y luego levantó la vista hacia mí.

—Las once y un minuto —murmuró pensativo—. Espero que no tarde mucho.

—¿Cuál es el próximo paso, después de este viaje para examinar el cadáver? —pregunté.

Depende de que Miss Gilchrist pueda identificarlo, Roger. Si lo identifica, evidentemente debo encaminar mis gestiones de acuerdo con lo que ella me diga. De lo contrario, deberé echar mi red algo más lejos.

Permanecimos silenciosos unos minutos, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Personalmente, me sentía muy incómodo, pues no me gustaba nada tener que ocultar algo a Thrupp. Estaba impaciente por que llegara la hora de mi entrevista con Carmel, y esperaba que no se mostraría demasiado obstinada.

Y entonces, luego de mirar con rapidez en torno suyo, Thrupp hizo algo inesperado. Inclinando la cabeza hacia mí, hizo un gesto de que yo le imitase, y luego susurró contra el fondo de frenético ritmo de rugidos del Vicario:

—Hazme un favor. Mientras llevo a Miss Gilchrist al depósito, corre a la central telefónica y averigua en mi nombre si alguien telefoneó a la vicaría entre las once y las once y un minuto, y en caso afirmativo, quién. ¿Puedes hacerlo?

Contuve mi perplejidad y asentí.

—Si Sue Barnes
está
de turno, es muy posible —dije—. Si no está ella, quizás tengas que ir personalmente. ¿Crees que la llamada ha sido una treta? Yo no he oído ninguna llamada…

—¡Calla! —susurró Thrupp, alejándose de mí. Dos segundos más tarde apareció Andrea por la puerta principal. Por lo que se veía había tenido tiempo suficiente para arreglar su maquillaje y estaba más tranquila.

—Siento haber tardado tanto —se disculpó—. Podemos salir, si ustedes quieren. No me gusta nada la perspectiva, pero… —se encogió de hombros, sin completar la frase.

—Le estoy muy agradecido —dijo Thrupp cortésmente, y precediéndola por los escalones, abrió la puerta de mi automóvil. Andrea subió y la seguimos nosotros. Mientras buscaba la llave de arranque oímos a su padre romper de nuevo el silencio como un volcán iracundo:

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