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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (6 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Por el momento, no obstante, todo ello no tenía importancia. La consideración más urgente era que junto a mí, en mi sofá sagrado, una muchacha joven, mi invitada a pesar de haber venido sin invitación, se encontraba en medio de una profunda perturbación psicológica, y tan alterada que era de temer un acceso histérico en cualquier momento. Mi primer impulso, como es natural, fue correr con rapidez hacia la puerta y llamar a gritos a Barbary, no sólo porque el problema estaba evidentemente dentro del dominio femenino, sino también porque Barbary es una de esas mujeres tranquilas y serenas cuya sola presencia en una escena de pánico incipiente basta para restablecer la calma y el sentido común. Barbary no tiene nada de pasivo ni insensible, pues en las oportunidades apropiadas es capaz de desplegar un volumen desbordante de vitalidad, elocuencia y pasión, pero aún en estos casos hay en ella algo sedante y tranquilizador. Probablemente Barbary habría curado el nerviosismo de Carmel entrando en la habitación y diciendo tan solo: «¿Qué diablos ocurre?» A pesar de ello, algo me contuvo de llamarla. No sé por qué, a menos que temiese que Carmel, al tranquilizarse nuevamente, se resintiese frente a la intrusión y creyese que de alguna manera yo había traicionado su confianza permitiendo a un tercero ser testigo de la alteración transitoria de su equilibrio.

Además, su estado no era verdaderamente de histeria. Estaba llorando sin consuelo, pero con cierto control y muy quedamente. Su desesperación, aguda como era, no había llegado al borde del frenesí. Calculaba yo que, teniendo presentes todos los factores, lo mejor que podía hacer era dejarla disfrutar de esa panacea universal de las mujeres, un buen acceso de llanto. Así, pues, me retiré en silencio del sofá, escurrí la tetera hasta lograr obtener otra taza de té para Carmel, dejé mi pitillera y una caja de fósforos en una mesa junto a ella, y sin decir una palabra salí al jardín. Al llegar a los ventanales me volví y dije con despreocupación:

—Volveré dentro de diez minutos —y salí. Mi propio estado de ánimo era de gran confusión, y, sin advertir la dirección de mis pasos me encontré de pronto junto a aquel parterre profanado por Grimalkin, con mis desgraciadas trompetas celestiales. Sería monótono, cuando no imposible, describir todos los pensamientos e ideas desconectadas que pasaban, saltaban y se deslizaban en mi mente, pues fueron innumerables. Lo que recuerdo con mayor claridad es la extraña sensación de irrealidad que me había invadido, juntamente con una sensación contradictoria, casi paradójica, de que aquel sentido de irrealidad era en sí irreal, es decir: la situación era en verdad sumamente real, y como tal, era necesario afrontarla.

Recuerdo asimismo haber tratado de sacar una conclusión lógica de aquellos dos pares de coincidencias absurdas. Primero, que mi parterre de trompetas celestiales hubiera sido atacado, casi con seguridad, por la gata Grimalkin, cuyo nombre, a pesar de haber sido dado por la hermana de Carmel con un espíritu de broma, estaba tradicionalmente asociado con la hechicería. Segundo, que antes de hacer su absurda afirmación de haber visto brujas que cabalgaban en el espacio de nuestro glorioso Sussex, Carmel me había deleitado con una entretenida relación de las dificultades causadas por la instalación de un par de trompetas para los ángeles de la iglesia parroquial. Teníamos aquí una situación compleja, en la cual intervenían dos palabras comunes, usadas legítimamente en dos sentidos diferentes, el uno, literal, y el otro de nomenclatura, pero la asociación con la hechicería había intervenido en cada uno de ellos. Había luego, sin duda, una tercera coincidencia que en circunstancias más normales nos habría parecido más o menos notable, es decir, el hecho de que en el mismo día hubiese como invitados un prelado y un noble, tanto en casa de Carmel como en la mía. Pero por comparación con la otra serie, esto se presentaba tan claro y sencillo que no tenía mayor valor que el de habernos divertido fugazmente. En cuanto a la cuarta coincidencia, trivial, de que ambos pares de visitantes debiesen comer pollo asado y Budín de Sussex… pues bien: en ello no había nada excesivamente extraño. El menú era el típico de los almuerzos que acostumbramos presentar a nuestros invitados en esta región del mundo.

Era inevitable supongo, que estos y otros pensamientos parecidos se agitasen en mi mente; pero en general no perdí mucho tiempo en detenerme en ellos. Por absorbentes que fuesen todos estos factores coincidentes, bien podían quedar a un lado mientras no abordara el problema fundamental de Carmel y su estado mental. Y por fin, luego de consultar mi reloj y comprobar que había transcurrido el plazo fijado de diez minutos, eché los hombros hacia atrás, me arreglé la barba y me dirigí hacia la casa.

Con infinito alivio vi la esbelta fisura de Carmel apoyada graciosamente contra el marco de uno de los ventanales, con un cigarrillo entre los labios y la taza en una mano. Aun desde cierta distancia pude advertir que había desaparecido el peligro de histeria, y al acercarme más observé un resplandor de vergüenza en sus ojos y un tinte sonrosado en sus mejillas.

—¿Mejor? —pregunté lacónicamente.

—Sí, gracias. Siento haberme comportado como una tonta…

—No se preocupe.

Dejando a un lado las convenciones, levanté su mentón con un dedo hasta que sus ojos castaños miraron los míos. Había en ellos preocupación, y no poca sorpresa, pero estaban tan cuerdos como los de Barbary. En realidad, poco a poco apareció en ellos un breve destello humorístico.

—Bueno. ¿Estoy loca o no? —preguntó unos segundos más tarde.

Con un tono de incredulidad, sonreí.

—Sí, está loca —dije—. Loca como un conejo, pero no demente.

—Bien, se lo he advertido.

—Es verdad. Pero… ¿Afirma aún lo mismo?

—No tengo otra alternativa, porque es verdad, piense lo que piense usted —sus ojos estaban más serios ahora y me desafiaban.

—¿Tiene ganas de hablar de ello?

—Sí. Ya estoy bien. Desde luego que no me creerá. No espero que lo haga. Pero aun cuando sólo confirme sus sospechas de que estoy loca, me sentiré mejor confiándome a usted. ¡Quizás pueda indicarme el tipo de especialista a quien debo acudir!

Con un gesto amistoso la llevé otra vez al despacho y ocupamos nuestros lugares en el sofá.

—Mire, amiguita —le dije antes de que abriese los labios—; creo que debo establecer mi posición con mayor claridad. No quiero que me interprete mal. En especial, no quiero que piense que soy incrédulo cien por cien acerca de todo lo que se relaciona con la hechicería. Siempre he sentido cierto interés por las ciencias ocultas y he leído los libros consagrados, y partiendo del principio de que donde hay humo hay fuego, estoy convencido de que debe haber habido mucho más en el asunto de la hechicería de lo que nuestros escépticos están dispuestos a reconocer. Pero ello no quiere decir que lo acepte todo, anzuelo inclusive. Creo que los factores posiblemente reales de la hechicería han sido recubiertos por una serie de elementos sensacionales concebidos por la imaginación supersticiosa de generaciones infinitamente más crédulas que la nuestra. No tengo mucha fe en las manifestaciones más espectaculares de la «magia» antes atribuida comúnmente a las brujas; por ejemplo, su poder de convertir a sus enemigos en ranas o ratas, y su supuesto poder de cruzar los aires sobre escobas en su marcha al
sabbat
. No quiero negar que se hayan celebrado estas fiestas infernales, más aún, que se celebren actualmente en algún punto, puesto que el satanismo ha sido siempre y continúa siendo una práctica viva, y sabemos por opiniones autorizadas que los satanistas se reúnen en puntos apartados con el objeto de adorar al Diablo. Ello es muy posible; pero lo que despierta mi dudas es la concepción de que esta gente se transporte a sus puntos de reunión secretos por otros medios que lo de locomoción normales. En resumen, la idea de que las brujas tengan el poder de cabalgar por el aire sobre escobas o algún otro tipo de palo, garrote o vara, es una de las cosas que mi razón rechaza de plano. No creo tampoco que haya ocurrido nunca, ni siquiera en los días más prósperos de la hechicería y magia negra. Pero aun cuando haya sucedido entonces, seguiría rechazando la idea de que pueda ocurrir durante esta tercera década del siglo XX.

¿Por qué? —preguntó Carmel sin inmutarse. Mi querida amiga, el motivo más sencillo, sin duda, es que ya no es necesario. En días pasados, cuando había pocas carreteras de las cuales se pudiera depender, ya fuese para recorrerlas a caballo o bien a pie, podía justificarse que las brujas contasen con un medio de transporte rápido y seguro para ir y volver de sus fiestas. Hoy en día ello es un anacronismo. ¿No cree usted que existiendo automóviles, autobuses, bicicletas y demás vehículos, las escobas mágicas resultan superfluas?

—Comprendo —la voz de Carmel era serena y fría—. Mire, Roger. ¿Le sorprenderá que le diga que estoy por completo de acuerdo con todas las cosas que acaba de decir? ¡Sinceramente, no podía estar más de acuerdo con todo ello! Usted ha resumido con exactitud mi posición, o, más bien, lo que era mi posición hasta que… hasta que sucedió eso. En realidad, es aún posición cuando puedo pensar con sensatez y olvidar… lo que he visto. Pero en esto reside el problema, Roger. Quiero decir lo siguiente: ¿qué puede pensar uno cuando lo que ve con sus propios ojos es totalmente contrario a la razón, cuando ve cosas que uno reconoce como imposibles, y a pesar de todo, está viéndolas?

—Pero sin duda —observé con suavidad— usted está describiendo una situación que no deja de ser frecuente, conocida vulgarmente como ilusiones ópticas. O bien puede haberse tratado de un sueño.

Carmel no contestó en seguida, sino que me miró, luego retiró los ojos, vacilando, y por fin, con una sonrisa muy levo, me miró otra vez a los ojos.

—Voy a hacer algo que le chocará, sobre todo por ser yo la hija de un clérigo —dijo con una sonrisa maliciosa—. Quiero aclararle que no estoy tratando de seducirle ni nada por el estilo, pero de todos modos quiero mostrarle algo. Mire…

Carmel se levantó tranquilamente la falda de su vestido de hilo hasta más arriba de sus rodillas, dejando ver una amplia extensión de sus muslos desnudos, limitados tan sólo por el borde adornado de una braguita muy escasa. El gesto no fue impúdico, pero sí provocativo por lo imprevisto. Sus muslos eran blancos y perturbadoramente torneados, sin nada de la inmadurez de adolescente de sus piernas. La piel era fina y sin defectos, salvo en un único punto, una mancha de color púrpura, del tamaño de la cabeza de un alfiler, en la parte externa de su muslo derecho. Situada a una decorosa distancia de mi persona, Carmel señaló esta marca con una uña pulida.

—Parece un pinchazo —me aventuré a decir intrigado. En efecto, era visible un diminuto punto de sangre seca en el lugar señalado.

—Exactamente, es un pinchazo —confirmó ella, dejando caer su falda—. Me lo causé yo misma, en realidad.

—¿Por qué?

—¡Adivine!

—¿Cómo puedo yo…? A menos que… ¡Ah! ¿Quiere decir que lo hizo para cerciorarse de que estaba despierta?

Carmel asintió.

—Para asegurarme completamente, sin la menor sombra de duda, de que no estaba soñando —dijo. Se hundió en el sofá, volvió sus ojos preocupados hacia mí, y añadió—: ¿Y ahora?

—Pero Carmel —dije con ansiedad—. Ese pinchazo es reciente. ¿Cuándo se lo hizo? ¿Anoche?

—A las tres de la madrugada de hoy, aproximadamente —repuso ella, y con un estremecimiento extendió la mano y me asió la manga de la chaqueta—. Roger, no me interprete mal, por favor. Sé que todo esto parece increíble, pero le juro que el pinchazo es auténtico. También comprendo que no prueba nada en uno u otro sentido, ni siquiera que no he venido aquí con una especie de deseo freudiano de mostrarle mis muslos. No, no he venido a eso, pero comprendo que de todos modos no tengo muchas pruebas que aducir. Podría haberlo hecho fácilmente con objeto de sustentar cualquier otro tipo de historia para despertar su interés, pero en este caso no tienen ninguna utilidad. Lo hice porque, en aquel momento, estaba viendo algo que me parecía imposible estar viendo, a menos que estuviese dormida y soñando. Entonces, a pesar de saber que estaba tan despierta como en este instante, no sólo me pellizqué con los dedos, como lo había hecho con anterioridad, en verdad, sino que deliberadamente tomé un prendedor de mi cómoda y lo hundí en mi muslo hasta que grité. Puedo mostrarle la sangre es mi camisón, si con ello puedo convencerle.

Era evidente una de dos alternativas: que Carmel era una actriz excepcional, o bien que estaba diciendo la verdad, o por lo menos lo que con sinceridad consideraba la verdad. Yo la había visto actuar en la compañía teatral de aficionados local más de una vez, de modo que debí llegar a la conclusión de que en las tablas era más un adorno que un hallazgo histriónico. Por lo tanto, no me quedaba otra alternativa que aceptar como cierta su afirmación, si bien con un millar de reservas mentales. Mi sentido común lanzaba gritos de protesta, pero no me quedaba, como digo, otra alternativa.

—Aclaremos este punto de forma definitiva —dije, acariciándome la barba—. Usted me está diciendo —y observe que no me río de usted por el hecho de que me lo diga— que a las tres de esta madrugada se clavó deliberadamente un alfiler en el muslo hasta que el dolor y la sangre la convencieron de que estaba despierta, y de que por lo tanto cierto espectáculo que había visto, o estaba viendo, no era un sueño, una pesadilla, ni nada semejante.

Más aún, me pide que crea que ese extraño espectáculo, que despertó su incredulidad al extremo de llevarla a causarse un daño físico, fue el de unas brujas que cabalgaban sobre escobas…

—Brujas, no —me interrumpió ella—. Una sola bruja, esta vez. En realidad, no sé si tengo derecho a llamarla bruja. Lo que vi fue una figura de mujer a horcajadas sobre una escoba corriente de jardín, un haz de ramas de abedul secas atadas en torno a un palo, recortada contra la luz de la luna y volando lentamente por encima de las copas de los árboles del jardín. La vi muy de cerca, a treinta o cuarenta metros de distancia como máximo, de modo que no había error posible. Había luna llena, y la noche era excepcionalmente clara.

Su tono era tan tranquilo y objetivo que los cabellos en el nacimiento de la nuca se me erizaron tan pronto como una convicción adquirida de mala gana se unió a mi temor atávicamente instintivo a lo sobrenatural. A pesar de ello, logré dominar firmemente mis emociones.

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