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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (19 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Creo haber señalado con anterioridad que la mejor manera de ocultar la verdad es decirla. En efecto, cuando Barbary me preguntó qué pensaba hacer por la tarde, le dije que tenía una cita con una rubia, sin agregar ningún comentario. Naturalmente, no me creyó, y sólo aceptó el hecho de que tenía alguna tarea particular que realizar, lo cual en cierto sentido era la verdad. Como al poco rato salí de casa con Thrupp para llevarle a la hostería, creo que pensó que pasaría la tarde en su compañía.

Y en verdad pasé los tres cuartos de hora consecutivos con él. En la Doncella Verde reanudé mi amistad con el cabo inspector Browning —quien, como de costumbre, apenas podía resistir sus deseos de arrestarme bajo sospecha, o bien simplemente por principio—, y con el elegante sargento Haste, con su pantalón gris de raya impecable y su chaqueta a cuadros de colores chillones, la cual, según él debía creer, le daba el aspecto de un gran señor de inclinaciones deportivas, pero que en realidad le transformaba en la imagen viva de un detective-sargento con una misión en una zona rural.

Thrupp no perdió mucho tiempo en largas explicaciones, observando con razón que tendría largo rato para bosquejar el caso durante su próxima marcha a través de las mesetas hasta Hagham, peregrinación que no parecía inspirar mucho entusiasmo a sus ayudantes. Así, pues, subimos todos en mi fiel coche, y yo me alejé con la mayor rapidez posible del pueblo, tomando el camino más directo, el que serpentea y se curva entre altas cercas hasta la cantera de yeso situada al fondo de la empinada estribación llamada Burting Hill. Una vez allí detuvimos la marcha y comenzamos a caminar, trepando casi cuatrocientos pies hasta un sendero tortuoso cubierto de maleza, y al poco llegamos a la parte superior de la estribación, en la parte posterior de Burting Clump. Eran apenas las dos y media, de modo que no abrigaba temor de que Carmel apareciera en seguida.

Los resoplidos y la sofocación de tres residentes de Londres fueron motivo de no poca diversión de mi parte, pero muy pronto se recobraron, bajo la influencia del aire purísimo. Les llevé hasta un punto estratégico más allá del Clump, desde el cual es posible ver una gran extensión de tierras más bajas que descienden hacia el sudoeste. Hagham mismo, su punto de destino, era invisible desde allí, oculto por un repliegue en las mesetas; pero en cambio pude señalarles un par de puntos de referencia que les ayudarían a mantenerse en el camino correcto. Bastante al oeste de este camino, señalé un techo que se hallaba a gran distancia, apenas visible en el horizonte, y les dije que era el techo del establo de Rootham, donde habían encontrado el cadáver de la infortunada Puella Stretton. Thrupp cotejó la posición con el mapa, agradeció mis servicios como guía y partió con sus compañeros en dirección a Hagham. No mencioné mi propio programa de actividades y dejé que creyesen que volvería inmediatamente a Merrington.

En realidad me limité a dar un rodeo al Clump, y poco después entré en él por el este. Burting Clump es uno de los innumerables bosquecillos semejantes que coronan las elevaciones más prominentes de los Sussex Downs. Es un conjunto muy compacto de nogales y robles, de forma aproximadamente ovoide, y quizás de cuarenta yardas de longitud por veinte de ancho. Estos bosquecillos deben su existencia, en gran parte, a una obsesión por mejorar la obra de la naturaleza, obsesión une imperara entre la nobleza del medio rural hace unos dos siglos, época en que, según suponemos actualmente, no consideraba necesario romper aquella línea del horizonte semejante a un lomo de ballena. Sea o no Burting Clump un elemento de progreso sobre la naturaleza desnuda, es de cualquier manera un punto de referencia de gran utilidad y sirve para prestar una protección relativamente adecuada al viajero que es sorprendido por mal tiempo. Generaciones de vagabundos, de una raza casi extinguida hoy en día, han utilizado el Clump como campamento, y en el límite sur, casi al borde del cordón exterior de árboles, existe todavía un horno hecho por los vagabundos con turba y arcilla, bajo el cual aparecen de vez en cuando cenizas frescas; y si alguien se toma el trabajo de inspeccionar las inmediaciones, hallará gran número de huesos de conejo asado, todo lo cual demuestra que el lugar alberga aún vagabundos ocasionales. Por alguna razón que ignoro, siento una especie de ternura frente a estos viejos vagabundos. Son indescriptiblemente sucios y cazadores furtivos incansables, pero en mi opinión esta caza no es un crimen, desde que comenzamos, en nuestro frenesí de economía, a importar conejos de las Antípodas a pesar de que millones de ellos habitan nuestras propias mesetas, los Downs. Sea como fuere, desde niño siempre he tenido una costumbre, de la cual me avergüenzo un poco hoy, de dejar unas monedas de cobre en el horno para el próximo vagabundo que lo use. En su mayoría se trata de viejos inofensivos que no hacen ningún mal a sus semejantes, y yo siento simpatía por cualquier hombre lo suficientemente sabio como para preferir un mullido lecho de césped bajo las estrellas a un asilo infestado de parásitos en la ciudad.

Tenía aún veinte minutos antes de que Carmel llegara, y me dirigí hacia el horno con el objeto de pagar mi tributo habitual al crimen de la vagancia. Comprobé que mi donación anterior había desaparecido: esto no me sorprendió, puesto que hacía varias semanas que no había vuelto al lugar; pero sí que no hubiera indicios de que el horno había sido usado recientemente. En efecto, su parte inferior estaba llena de hojas secas y envolturas de frutos de nogal, arrastrados, seguramente, por los vendavales del invierno y los del comienzo de la primavera. Recordé en aquel instante el escandaloso aumento del precio de la cerveza, y en lugar de las monedas de cobre habituales, dejé una de plata, pronunciando al mismo tiempo una tremenda maldición contra los desalmados ricos y satisfechos de sí mismos que justifican su negativa a ayudar a los vagabundos con el absurdo argumento de que sus donaciones serán gastadas en cerveza. El dinero gastado en cerveza nunca está malgastado. Y de todos modos, ¿quién somos nosotros para decidir cómo han de gastar su dinero nuestros semejantes?

Con estos pensamientos edificantes en la mente salí del macizo de árboles en el sector sur del Clump y dejé que mis ojos recorriesen con fruición las hermosas extensiones de planicie a mis pies. Las glorias de los Sussex Downs han sido tan cantadas por mis superiores literarios, especialmente por un tal Kipling —que era angloindio—, por el poeta Belloc —mitad francés— y aun por ese hombre Mais —nativo de Derby—, que quedaría mal que un simple nativo del lugar sumara su débil voz al resto de las alabanzas, por lo que no recargaré esta notable narración con páginas de material descriptivo. Baste decir que desde Burting Clump se obtiene una vista extensa y hermosa, a unos ciento ochenta grados, con el mar distante y que parpadea hacia el sur, en lontananza —aunque, por la gracia de Dios, no se ven desde esta distancia las melancólicas curvadas narices de los israelitas que infestan sus costas, ni tampoco los monstruosos tartanes escoceses de lo niños que juegan en la playa—. Algo hacia la derecha de donde yo me encontraba divisaba aún las siluetas cada vez más pequeñas de los tres miembros de la Policía que caminaban en dirección a Hagham. Aparentemente, eran los únicos seres vivos visibles aparte de un disperso rebaño de ovejas que pastaban pensativamente en mitad del camino, hacia la costa. Muy lejos, al sudeste, veía la depresión debajo de la cual se hallaba la aldea de Bollington, donde residía el individuo Drinkwater, y la aparición de su nombre en mi mente inició un tren de pensamientos que no convenía expresar en aquel momento.

Carmel fue encomiablemente puntual. En verdad, eran apenas las tres menos cinco cuando mis oídos advirtieron el golpear de los cascos de su caballo sobre la maleza. Me dirigí rápido al límite este del bosquecillo para saludarla, y llegué a tiempo para admirar su destreza como amazona mientras se acercaba a mí con su caballo al trote. Llevaba pantalones de equitación negros con un jersey de color turquesa vivo, la cabeza descubierta y sus rizos de rubia cobriza bastante desordenados por el ejercicio. Una vez más pensé que era deliciosamente atrayente.

Por razones de precaución no salí de la protección de los árboles, pero ella me vio en seguida y avanzó hacia mí. Al parecer no había nadie en las inmediaciones, y aun de haber habido alguien, nada sugería que nuestro encuentro no había sido fortuito. A pesar de ello, no había nada que perder; al contrario, existía la posibilidad de ganar algo, quizás, manteniendo secreta nuestra entrevista. La actitud de Carmel misma, si bien exteriormente tranquila y serena, revelaba en forma sutil su nerviosismo contenido. Supongo que, por ridículo que parezca, es algo agotador para el sistema nervioso llegar a convencerse mentalmente de que la propia hermana es bruja.

No perdimos mucho tiempo. Até su caballo a un árbol cercano, bien oculto a las miradas curiosas, y nos sentamos sobre el pasto a corta distancia. Le di un cigarrillo, le concedí medio minuto para que recobrase el aliento y ordenase sus pensamientos, e inmediatamente descargué sobre ella la serie de preguntas que había estado alineando en mi mente durante las horas anteriores.

2

Nuestra conversación duró una hora solamente. Este hecho, en sí mismo, excluye toda posibilidad de reproducirla en forma textual. Lo más que puedo hacer es resumir las cuestiones abordadas, citando nuestras propias palabras cuando ello sea conveniente.

Comencé por tratar de descubrir cuánto sabía ya Carmel acerca de la tragedia de Rootham. La noticia desnuda había llegado a la Vicaría en las horas de la tarde anterior, según parecía, cuando un miembro de la congregación que había ido a visitar al vicario mencionó el hecho en forma incidental. El Reverendo Andrew, no obstante sentirse asombrado e intrigado en el primer momento, lo había olvidado todo, con su distracción habitual, hasta poco antes de recogerse, cuando, al recordarlo de pronto, comunicó la noticia a sus hijas.

—Seguramente fue una gran impresión para usted —dije—. Quiero decir, después de su experiencia de la noche anterior, y en vista de la hermosa conclusión que se habrá visto obligada a sacar.

—Usted lo ha dicho —dijo Carmel—. Desde luego, advertí inmediatamente la posible relación, y ello me produjo gran agitación. Pero le aseguro, Roger, que el efecto provocado en Andrea fue mucho más terrible. Andrea no es lo que podría considerarse una mujer nerviosa, como usted supondrá. Es más bien fría, y es necesario que suceda algo muy fuera de lo corriente para que se altere de esa manera. Pues durante unos pocos minutos, anoche, creí que estaba perdiendo la razón. Le aseguro, Roger, que estaba
aterrorizada

—¿Y qué pensaba Mr. Gilchrist de todo ello? —pregunté.

—¿Papá? No notó nada. No se quedó lo suficiente, sino que fue a acostarse inmediatamente después de contarnos el hecho, dejándonos a Andrea y a mí la tarea de cerrar las puertas y echar los cerrojos. Fue muy oportuno que se fuera, quizá.

—¿No dijo Andrea nada interesante mientras estuvo en ese estadtardeada involuntario ni sugerente?

—Me temo que no. Nada que fuese comprensible. De todos modos, no duró mucho tiempo. Poco después logró dominarse y comenzó a aludir en tono de broma a su estado anterior. Y luego tuvo la audacia de dirigirse a mí preguntándome por qué estaba yo tan alterada. Por supuesto, era una estratagema demasiado infantil. Yo repuse simplemente que la forma en que ella había reaccionado bastaba para provocar a cualquiera un ataque de nervios. Creo que la convencí.

—Muy bien —dije, con tono de aprobación—. Dígame: ¿Cree usted que ella sabía, o bien sospechaba, quién era la muerta?

—No estoy segura de ello. Creo que debía tener algún tipo de sospecha, pues de lo contrario, ¿por qué se mostró tan agitada? Después de todo, no es frecuente sufrir un ataque de nervios cada vez que se tienen noticias del hallazgo de un cadáver de mujer no identificado, a menos que se tenga una sospecha definida de quién es. Mi propio caso era diferente, por supuesto. Dado que había visto partir dos «brujas» y regresar una sola la noche antes, sentí una horrible certeza interior de que este asunto tenía alguna relación con el de esa noche. ¿Cómo era posible, de otra manera, que el cuerpo desnudo de una muchacha apareciese sobre el techo de un establo, a millas de distancia de todas partes, con todos los huesos del cuerpo rotos, como si hubiese caído desde cierta altura? Naturalmente, debemos considerar el aeroplano, pero…

—¿Qué aeroplano? —pregunté rápidamente. Si bien no había dicho nada a Thrupp, había decidido con anterioridad que Carmel era la persona indicada para consultar sobre este punto, pues había estado despierta durante las horas que nos interesaban.

—Un aeroplano que anduvo merodeando sobre las mesetas —dijo ella con cierto tono de impaciencia—. No lo mencioné ayer porque no advertí que tuviese ninguna relación con el resto. Desde luego que a la sazón no sabía nada acerca de la tragedia de Rootham.

—¿A qué hora lo oyó, y qué estaba haciendo?

—No sabría decirle con exactitud. No llevaba luces, de modo que no me fue posible verlo, y tengo una idea sumamente vaga de la hora. Fue algún tiempo después de haber partido Andrea, y antes de que regresara. Entre la una y las dos, diría yo, o, por lo menos, entre medianoche y las tres de la mañana. No reparé mucho en él. ¿Por qué habría de hacerlo? Con frecuencia se oyen volar aeroplanos durante la noche. El único motivo por el cual éste despertó mi interés en cierto grado es el hecho de que estuviese volando a tan poca altura. Habitualmente un aeroplano aparece zumbando de pronto, pasa a gran altura y luego desaparece de manera vertiginosa; éste, en cambio, estuvo volando en círculo sobre las mesetas durante casi media hora.

¿Volando a baja altura?

Moderada. Como digo, yo no pude verlo, pero es seguro que no volaba muy alto. Sin duda a gran altura sobre la Vicaría, pero dicha altura debía ser menor sobre las mesetas.

Exactamente. Bueno, volvamos a lo de anoche. ¿No dijo ni hizo Andrea nada significativo?

No dijo nada… dirigido a mí. Ambas terminamos por reír y subimos a nuestras habitaciones. Pero pocos minutos más tarde Andrea bajó de nuevo y estuvo ausente diez minutos, aproximadamente. Creo que estaba hablando por teléfono; en realidad, estoy segura de ello.

¿Con quién?

¿Cómo puedo saberlo? No fui a escuchar detrás de la puerta.

/Podría quizás adivinarlo?

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