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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (23 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—¡Nada! —ordenó nuevamente el Mariscal de Campo—. No tengo ningún interés, salvo un interés profesional en cualquiera que viva en lugares apartados de esta región, especialmente forasteros. Vamos a casa. Quiero mi té. Tengo el estómago pegado a la columna vertebral. No soy tan resistente como antes.

Yo reí.

—Pues yo estaba pensando en este instante lo repelentemente eupéptico que eres —dije—. De cualquier manera, tengo mi automóvil abajo, y no tardaremos en llegar a casa…

6

Había bebido mi primera taza de té y extendía la mano para tomar otra de las suculentas tortas de patatas de Barbary cuando oí sonar el teléfono. Pensando que probablemente era Thrupp, quien no había regresado aún de Hagham, me levanté con un quejido y corrí al estudio para responder al llamado.

—Roger Poynings —murmuré con la boca llena de torta de patatas caliente.

—¡Ah! —dijo una lejana voz femenina que no pude reconocer de inmediato—. Lamento muchísimo molestarle, Mr. Poynings, pero querría saber si mi hermana está con usted, por casualidad. Habla Andrea Gilchrist.

Mi cerebro, que en las emergencias es capaz de actuar con bastante rapidez, comenzó a funcionar vertiginosamente, pero a pesar de ello, para ganar un par de segundos, dije inocentemente:

—¿Quién? —y le hice repetir su nombre. No había decidido todavía cómo manejar esta inesperada llamada ni tampoco cuál podría ser su significado, cuando me tocó hablar nuevamente. Sólo estaba seguro de que no debía parecer vacilante ni inseguro. Así, pues, exclamé rápidamente, con lo que según esperaba era un tono de gran sorpresa:

—¡Por supuesto que no! ¿Se refiere a Carmel?

—Sí.

—Decididamente no está aquí —afirmé muy seguro de mí mismo—. ¿Por qué habría de estar aquí?

—Pues, según parece, ha desaparecido —dijo Andrea riendo con un tono a la vez de disculpa—. No la encuentro en ninguna parte, de modo que he estado telefoneando a los lugares más probables. La necesitan con cierta urgencia.

—¿Ha desaparecido? —pregunté con incredulidad—. ¡No puede ser! Seguramente está en alguna parte.

A pesar de todo me sentí algo preocupado, pues hacía mucho que Carmel debía haber llegado a su casa.

—Sea como fuere —añadí—, yo no diría que éste es un lugar muy probable. La verdad es que no vemos a Carmel tanto como quisiéramos.

—¿No la ha visto hoy? —insistió Andrea.

—Sí, la vi esta mañana, cuando llevé a Thrupp a verla a usted. Estuve un rato con ella en el jardín.

—No, estuvo en casa mucho tiempo después de eso. En realidad almorzó aquí. ¿No le dijo qué pensaba hacer esta tarde?

Fingí reflexionar un instante.

—Creo que mencionó algo —dije por fin—. Estoy seguro de que dijo algo de dar un paseo a caballo, aunque quizás se refería a mañana.

—No lo sé. A mí no me dijo nada. ¡Qué muchacha más difícil! Lo que ocurre es que ha llegado el que sale con ella y quiere verla.

—¿Adam Wycherley?

—Sí. Y tiene sólo cuarenta y ocho horas de licencia, de modo que naturalmente no quiere perder tiempo. Bueno. Supongo que ya aparecerá. Siento haberle molestado, Mr. Poynings.

—Y yo siento no poder ayudarla. Si la veo cabalgando frente a casa, saldré volando a darle la noticia. Mis reverencias a Adam. Adiós.

—Adiós —dijo Andrea a su vez, y cortó la comunicación.

Coloqué el receptor en su horquilla y conté hasta diez. Luego lo levanté nuevamente y esperé con cierta impaciencia. Se produjo una molesta pausa antes de que oyese:

—¿Número, por favor? —la fresca voz me reveló que Sue Barnes estaba todavía de turno, por lo cual me sentí sumamente agradecido para mis adentros.

—Sue, ¿de dónde proviene esa llamada? —pregunté rápidamente—. Perdona que te moleste tanto, pero no parecía ser una llamada local.

—¡La verdad es que es usted monótono! —dijo Sue suavemente—. ¿No se le ocurre otra pregunta?

—¿Quieres decir… Bollington dos?

—Sí. Raro, ¿no?

—A decir verdad, sí —murmuré—. Muchas gracias, Sue. Sigue guardando secreto sobre esto, ¿quieres?

—No acostumbro hablar de más —dijo Sue—. No se preocupe.

—No me preocuparé —dije—. A propósito, comunícame ahora con la Vicaría, por favor.

—Siento mucho. Teléfono ocupado.

—¡Diablos! —dije.

—Adivine con quién —dijo Sue con tono provocativo.

—¡No! No me lo digas…

—¡Bollington dos, sí, señor! Por eso le he tenido esperando. Bollington se le ha anticipado, y he tenido que comunicarles con la Vicaría antes de contestarle a usted. Es bastante extraño, ¿no?… Bueno, ya han cortado. Lo comunicaré ahora.

Con un bien venido rumor de palancas, me dio la comunicación. Casi inmediatamente una voz masculina dijo:

—Vicaría de Merrington.

—¿Habla Adam Wycherley?

—Sí —su tono era sorprendido—. ¿Quién habla?

—Roger Poynings. ¿Qué novedades hay, Adam? ¿Cuánto hace que llegaste?

—¡Hola, Roger! Al principio no reconocí tu voz. Estoy aquí desde las dos y media, en realidad…

—¿Está Carmel ahí? —interrumpí.

—No, no está. No comprendo qué puede haberle ocurrido. ¿Querías hablar con ella?

—Sí. Pero no importa. Entiendo que no sabía que vendrías, ¿no, Adam?

—¡Desgraciadamente, no! Traté de telefonear esta mañana, pero las líneas estaban ocupadas, de modo que envié un telegrama. Créase o no, no lo entregaron hasta cerca de unas horas después de haber llegado yo. Seguramente me crucé con Carmel, y ahora supongo que tomará el té fuera. De todos modos, no ha vuelto todavía.

—¿Andrea no sabrá dónde está?

—Andrea tampoco está aquí. Salía en el momento en que llegué y todavía no ha vuelto. Ha llamado por teléfono hace dos o tres minutos, en realidad, para preguntar si había regresado Carmel. Quisiera que volviese pronto. Estoy un poco cansado de mi propia compañía. La culpa la tiene ese maldito telegrama.

—Es una lástima —murmuré, tratando de consolarle y, a la vez, de ocultar la ansiedad que sentía, pero en mi interior tenía una intensa aprensión. ¿Le habría ocurrido algo a Carmel? Estaba seguro de que regresaría directamente a su casa después de separarnos en Burting Clump, y aunque aceptando que hubiese tomado el camino más largo, rodeando la cantera de yeso, de todos modos debía haber regresado a la Vicaría mucho antes de que tío Piers y yo hubiésemos vuelto a la nuestra. Tampoco se trataba de un camino peligroso. O, por lo menos, no era tan peligroso como la mayoría de los senderos para jinetes que serpentean entre las mesetas. Habría sido sumamente desagradable caer y rodar por la pendiente, pero el camino era lo suficientemente ancho para que ello no fuese muy probable, a menos que se cabalgase en un animal muy brioso. El caballo de Carmel era, por el contrario, un animal viejo, tranquilo y disciplinado, y ella, por su parte, era una excelente amazona.

—Bueno, seguramente no tardará en aparecer —oí decir a Adam con un suspiro—. ¿Quieres que le dé algún mensaje?

—No, no te preocupes —dije—. Mañana es lo mismo, o bien la llamaré esta noche.

Cortamos, y me quedé sentado junto a mi escritorio durante algunos minutos, revolviendo esta novedad en mi mente y preguntándome qué debía hacer. Y acababa de decidir que me concedería una hora para que las cosas se ordenasen y que, entretanto, no me quedaba nada mejor que hacer que volver a mi té interrumpido, cuando el teléfono sonó una vez más.

El alivio me invadió cuando reconocí la voz de Carmel. Estaba en la Vicaría, y seguramente debió de entrar por el sendero de su jardín cuando Adam y yo terminamos nuestra conversación, pocos minutos antes. No era posible que se hubiese detenido a saludar a su inesperado visitante antes de haber corrido a llamarme al saber que quería hablar con ella.

—¿Quería hablar conmigo, Roger? Adam me dice que ha llamado.

—Sólo para asegurarme de que había llegado a su casa sana y salva —dije—. Estaba bastante preocupado cuando Adam me dijo que no había vuelto aún.

Carmel guardó silencio un instante, y luego preguntó:

—¿Algún motivo especial?

—No. En realidad, no. Sólo que… pues bien, Andrea me ha llamado con un tono algo misterioso para preguntarme si sabía dónde estaba usted, pues Adam la estaba esperando. Hablaba como si estuviese en la Vicaría, pero yo tenía mis sospechas, y al hacer otras averiguaciones comprobé que ha llamado desde un lugar que usted y yo conocemos, cuyo nombre empieza con B. Entonces creí conveniente llamar a la Vicaría y averiguar si había llegado. Eso es todo.

Se produjo otro breve silencio. Luego, Carmel dijo:

—Roger, es casi un milagro que haya vuelto. ¡He sufrido una caída terrible al volver por el camino de yeso, y he dado el mayor de los saltos mortales! ¡Por arriba del borde! ¡Dios sabe lo que habría sucedido si no hubiera caído sobre un arbusto, afortunadamente, sentada, de modo que ni siquiera tengo muchos rasguños. Pero en verdad he escapado por muy poco, y estoy llena de desgarrones…

—¡Es terrible! —empecé a decir, pero ella me interrumpió:

—Escuche, Roger. No puedo darle detalles ahora, porque Adam entra y sale a mi espalda, y no quiero que me oiga. Pero yo no tuve la culpa, y tampoco Grey Lady. ¿Comprende?

—Quiere decir…

—Un alambre, Roger. Encontré los extremos más tarde, cuando volví a trepar al camino. De un color blanco sucio, como el yeso; estaba extendido a un pie de altura del suelo. Cuando fui a verle a usted, no estaba allí, pero estaba, en cambio, cuando volvía. ¿Y ahora?

Entonces, antes de que pudiese articular siquiera una imprecación adecuada, Carmel cortó la comunicación.

Dos minutos más tarde renuncié a seguir cavilando y volví a las tortas de patatas de Barbary. Con estos manjares me dediqué a sobrecargar mi estómago, en un esfuerzo no muy brillante de atraer un poco de la sangre acumulada en mi cerebro.

7

No faltaba mucho para la cena cuando reapareció Thrupp, cansado de caminar y poseído totalmente de una sed insaciable. Thrupp no es lo que podría considerarse un gran bebedor, ni siquiera un bebedor mediano, pero merece señalarse que en esta oportunidad se bebió dos litros de cerveza embotellada en algo más de siete minutos, como simple preliminar de dos raciones de whisky y de un doble vaso de jerez. Pero como de costumbre, estas libaciones no tuvieron ningún efecto apreciable en su mente, salvo restablecer parte de la energía gastada en su reciente esfuerzo físico.

Estuvimos los dos solos durante aquel breve período anterior a la comida, pues mis tíos se estaban bañando y Barbary estaba preparando la cena. Browning y Haste estaban instalados en el pueblo. Yo me había bañado y cambiado más temprano.

Como he dicho ya, probablemente, tengo por regla no interrogar nunca a Robert Thrupp. Despliego con ello un tacto que habitualmente arroja buenos dividendos. En esta oportunidad me atuve a dicha regla, pues en respuesta a una pregunta más o menos casual acerca de cómo le había ido aquel día, Thrupp procedió a comunicarme una generosa cantidad de noticias.

Después de dejar atrás Burting Clump, él y sus compañeros habían ido hasta Hagham, adonde llegaron sin dificultades, merced a mis instrucciones. Habían localizado la casa de Puella Stretton con toda facilidad, y estaba ya clausurada y vigilada por un agente policial enviado desde Merrington con ese objeto. Era una casa de aspecto agradable, muy antigua, formada por dos pequeñas casas transformadas en una. No tenía muchas comodidades, pero un sistema de pozo artesiano moderno y cloacas de reciente construcción habían hecho la vida más agradable de lo que hubiera correspondido esperar en una aldea tan apartada. Estaba amueblada cómodamente, y hasta con cierto lujo, y todo en ella era de muy buen gusto.

Thrupp personalmente tomó posesión de la única sala, mientras Browning y Haste se repartieron el resto de la casa. Thrupp comenzó por examinar los numerosos libros de la biblioteca y de los anaqueles sueltos. La mayoría eran novelas recientes, inclusive una de las mías; pero había además una cantidad de libros de literatura no imaginativa, algunos de los cuales, según comentó Thrupp, «no eran exactamente lo que uno habría esperado encontrar». No sé a ciencia cierta qué quiso decir con ello, pero no creí conveniente interrumpirle para averiguar.

A continuación, Thrupp dirigió su atención a un hermoso escritorio antiguo que estaba en un rincón de la habitación, cerca de las ventanas. Contenía gran cantidad de cartas privadas, además de facturas y recibos. Thrupp examinó minuciosamente todos ellos, anotando los nombres y direcciones de los corresponsales de Mrs. Stretton y el grado relativo de intimidad revelado por el tema y estilo de las cartas. Por desgracia, como ocurre a menudo con la correspondencia privada, las cartas más efusivas estaban firmadas tan sólo por nombres de pila o iniciales, con frecuencia sin dirección.

—No era precisamente una puritana —comentó Thrupp, con sequedad y en un tono que sugería una moderación excesiva en su juicio—. Y, por lo visto, creía en la teoría de que la «seguridad reside en la cantidad». Depende de lo que se entienda por seguridad. Había cuatro o cinco corriendo aproximadamente a la par.

—¿Algo sobre el comandante de escuadrón «Bill»? —pregunté.

—Bastante, gracias a Dios. No hay indicios de su apellido, pero tengo el número de su escuadrón y de su campamento, de modo que puedo orientarme en esa dirección. En realidad, ya he hecho algo. Si la Policía cumple su cometido, creo que lo tendremos aquí mañana, a tiempo para estar presente en la indagación.

Entre tanto, el agente de policía había partido en busca de la muchacha que había desempeñado funciones de criada de Mrs. Stretton. La muchacha en cuestión llegó en un estado de considerable agitación, y aparentaba no poder o bien no querer proporcionar muchos datos de valor. Según Thrupp, era o muy simple o anormalmente astuta; no fue posible arrancarle nada, salvo la evidencia de que había caído presa del encanto de la muerta y de que estaba perpetuamente a la defensiva contra toda insinuación de que su patrona hubiese sido algo menos que perfecta. Se estableció, no obstante, que el horario de la muchacha nunca se extendía después de las dos de la tarde, hora en que, luego de lavar la vajilla del almuerzo de su señora, regresaba a su casa hasta las siete de la mañana siguiente. Conviene mencionar que la casa de Mrs. Stretton estaba muy alejada de la pequeña aldea y oculta a la vista del mundo —salvo, quizás, sus chimeneas, debido a una brusca elevación del terreno—, y que sus actividades durante la tarde y la noche eran, pues, virtualmente desconocidas para el resto de los habitantes de Hagham, a menos que hubieran decidido espiarla con toda deliberación.

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