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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (8 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Poco después, luego de mutuos saludos efusivos, cortamos la comunicación.

8

Si bien mi comunicación con Thrupp no me había hecho olvidar del todo la presencia de Carmel, al menos había distraído mi mente momentáneamente, alejándola del fantástico tema que nos ocupaba cuando se produjo la interrupción.

Después de contemplarme con los ojos muy abiertos mientras realizaba mi sangriento experimento con el cuchillo Pathan, Carmel había vuelto a su vez a la tierra a raíz del sonido del teléfono. Luego se había enjugado las lágrimas y con gran tacto había hecho un movimiento de salir al jardín a fin de permitirme hablar a solas. Pero yo le había hecho señas de que se quedase, y desde entonces había pasado el tiempo examinando mis libros mientras yo conversaba con Thrupp. Cuando colgué el auricular y enjugué por última vez la pequeña herida de mi antebrazo, vi que había sacado de un estante un volumen de regular tamaño y que estaba volviendo con lentitud las páginas con dedos inusitadamente torpes. Cuando por fin levantó la vista hacia mí, vi una expresión en sus ojos que me recordó la de un pájaro fascinado por una serpiente.

Con una ojeada reconocí el libro y deseé con la mente que no lo hubiese descubierto. En las mejores circunstancias no era lectura muy apropiada para una muchacha joven, y en verdad, estaba guardado en una estantería con puertas de cristales que habitualmente mantengo cerrada bajo llave, pero había abierto a solicitud de Barbary para que limpiasen y arreglasen los libros. Era un raro ejemplar de «Costumbres de las Brujas» de Ciprian Tuckaberry, quizá el tratado más minucioso y franco sobre ciencias ocultas publicado en ninguna época.

Atravesé la habitación, consciente del deseo de sacarlo de sus manos, y creo que Carmel misma, habiendo adivinado de qué clase de libro se trataba, se habría sentido muy aliviada de deshacerse de él, de no haber mediado uno de esos extraños incidentes triviales que, citando a Burn, con frecuencia alteran los planes de los ratones y de los hombres. En efecto, en el momento en que llegué junto a ella, el libro quedó abierto por casualidad en una ilustración de una página, una reproducción de un antiguo grabado llamado «Regreso de
sabbat
». Presentaba un grupo de brujas que cabalgaban por los aires en sus consabidas escobas, contra un fondo melodramático de noche de luna, con el cielo cubierto de nubarrones de tormenta y haces de rayos. Desde un punto de vista intrínseco y artístico no tenía mayor mérito, pero lo que lo hacía sorprendentemente apropiado para el febril relato de Carmel era el hecho de que las brujas representadas no eran las mujeres viejas, de ojos hundidos y mandíbula saliente, con sombreros puntiagudos y siniestros harapos flotantes, sino muchachas jóvenes y bonitas, desnudas y superlativamente desvergonzadas, con miembros opulentos y sensuales y rostros que hubieran sido bellos si no tuviesen aquel reflejo mercenario de licencia y depravación en sus ojos pecaminosos y llenos de experiencia, y si el obsceno abandono de sus cuerpos mientras volaban fatigadas y a la vez jubilosas, no hubiese revelado que regresaban de orgías indescriptibles en algún punto apartado.

Aparte de estas características desagradables, el grabado era, como digo, sorprendentemente apropiado para el caso. A pesar de mis firmes intenciones, me encontré incapacitado por un momento de quitar el libro de las manos de Carmel, y durante unos cuantos segundos permanecimos inmóviles en la contemplación silenciosa de la lámina, a la vez absorbidos y disgustados. Luego tomé el libro, lo coloqué de nuevo en su estante, busqué mis llaves y cerré las puertas de cristales. Cuando terminé de hacer todo esto, Carmel se había apartado de mi lado y estaba apoyada con aire taciturno contra el marco del ventanal, contemplando el jardín. Me acerqué a ella con lentitud, muy pensativo.

Sus ojos preocupados buscaron los míos.

—Como usted ve, yo tenía razón —dijo, mientras una sonrisa triste curvaba levemente sus labios.

Busqué con torpeza las palabras apropiadas.

—¿Quiere usted decir, respecto a la apariencia de las brujas? —Carmel asintió—. ¿Nunca había visto esa lámina, Carmel? —añadí yo.

—No, nunca.

—¿Ni ninguna semejante, o del mismo tipo?

—No. No creo haber visto nunca láminas de brujas, en realidad, salvo las ilustraciones absurdas de los cuentos infantiles de que hablamos hace un rato. Por ello el asunto resulta tan… inexplicable.

—Ya lo sé. Dígame, Carmel. ¿Tenía Andrea ese aspecto?

—Sí, Roger —su voz era baja y melancólica.

—¡Pobrecita! —dije compasivamente, y apoyé una mano fraternal en su hombro. Poco a poco ella respondió a mi gesto volviéndose y dirigiéndome una sonrisa más natural.

—¿Quiere decir que comienza a creer mi historia absurda? —preguntó—. ¿Le he convencido de que no la he inventado a medida que la contaba, y de que no esto tratando de tomarle el pelo?

—Mire, señorita —dije, y respirando profundamente, me dispuse a dar el gran salto—. Si ello le causa el menor consuelo, le digo en este momento que no creo que lo haya inventado ni de que esté tratando de tomarme el pelo. Creo que me ha contado lo que según su firme convicción tiene un ciento por ciento de verdad. Quiero decir, que creo que usted vio en realidad todo lo que dice haber visto; que toda su historia está basada exclusivamente en la evidencia recogida por sus propios ojos, sin nada añadido o exagerado… Por otra parte, tengo el deber de agregar lo siguiente: que mientras creo que
usted
vio realmente lo que me ha contado, no estoy convencido de que si otra persona, yo, por ejemplo, hubiese estado a su lado junto a la ventana de su dormitorio a las tres de esta madrugada, habría visto lo mismo que usted. ¡Con franqueza, no creo que habría visto nada, salvo el notable espectáculo de usted pinchándose el muslo con un alfiler de prendedor!

Carmel reflexionó gravemente sobre esto.

—¿Sostiene aún su teoría de una ilusión óptica, entonces? —preguntó poco después.

—Démosle ese nombre, en ausencia de otro más apropiado. No conozco muy bien la terminología psicológica, y puede que mis denominaciones sean un poco anticuadas. Usted sostiene haber visto a su hermana cabalgando desnuda sobre una escoba. Bien, yo no diré que no la ha visto; creo sinceramente que la vio. Lo que digo es que, si yo hubiese estado allí también, no habría visto nada de eso. Lo que es más, estoy dispuesto a apostar a que si usted hubiera tenido la iniciativa de entrar en la habitación de su hermana la habría encontrado bien arropada en su cama, durmiendo el sueño de las bellas.

—Está equivocado —dijo Carmel en voz baja—. ¿Cómo cree que pude haber sido tan tonta de no hacer eso? ¡No creerá que estaría aquí, contándole esta historia fantástica si no estuviese muy segura del terreno que piso!… Mire, Roger. Lo que debí haberle dicho, puesto que naturalmente usted lo ignora, es que en realidad Andrea y yo compartimos la misma habitación. No es eso, con exactitud, pero sí algo muy semejante. Hasta hace dos años teníamos una sola habitación muy grande que había sido nuestro dormitorio de niñas, cuando llegamos aquí. La única diferencia ahora es que está dividida en dos mitades por un tabique de siete u ocho pies de altura, con una puerta, que casi siempre está abierta, desde luego. Debí explicárselo desde un principio, pero he estado tan aturdida que no soy capaz de contar algo con ilación. Bueno, ahora le digo, Roger, que tanto Andrea como yo estábamos anoche acostadas y con las luces apagadas a las diez y cuarto, pero que Andrea no estuvo en la habitación desde las once menos cuarto, aproximadamente, hasta las cuatro menos veinte de esta madrugada. No puedo fijar con exactitud las horas, pero de cualquier manera fue ese el período.

Cuando ella calló, yo no dije nada.

—Corroboré esto por lo menos diez veces durante la noche —prosiguió—, pues siempre lo hago en ocasiones semejantes. Anoche ocurrió lo mismo de siempre: la cama vacía, las sábanas retiradas, el pijama en el suelo, donde quedó al quitárselo, y la habitación desierta.

Lancé un leve gemido. ¡Ahora, como siempre, la muchacha era tan precisa en la relación de los hechos circunstanciales! Y no lo hacía con intención —estoy seguro de ello—, sino por casualidad y con toda ingenuidad.

—Pero a pesar de todo, a las cuatro menos veinte, más o menos, estaba de regreso, ¿no? —pregunté.

—Sí. A las cuatro menos cuarto estaba dormida, por lo menos.

—¿La vio llegar a su habitación?

—No, pero la oí. Muy levemente, pero con toda claridad. Oí cerrarse la puerta, su respiración, y el ligero ruido de los muelles de la cama cuando se acostó. Es silenciosa como un gato, pero la oigo, siempre que esté esperándola con el oído aguzado.

—¿No se le ocurrió espiarla cuando la oyó entrar?

—¡No, no! No me atrevo. En realidad, ocurre exactamente lo contrario. Andrea siempre me espía en estas oportunidades; es lo último que hace al salir y lo primero al llegar, como para asegurarse de que estoy dormida. Siempre finjo dormir. Creo que… que me mataría si me hallase despierta.

—¿Que la mataría? —mi voz denotó incredulidad—. ¡Querida Carmel, no diga cosas absurdas! La verdad es que tenemos un país libre aún, hasta cierto punto, por lo menos, y ni el gobierno pretende ahora fijar las horas en que debemos estar dormidos o despiertos. ¿Qué derecho tiene su hermana a enojarse porque esté usted despierta a las tres y media de la mañana? Seguramente no tendría motivos para acusarla de que la espía si usted sufre insomnio en el momento en que ella sale o liega.

—Roger, lo intenté una vez —por cuarta vez aquella mañana Carmel se estremeció, como si un recuerdo muy desagradable volviese a su memoria—. Lo intenté una vez, con toda inocencia, pero no lo haré nunca más. Fue en el otoño pasado. Era la segunda o la tercera vez que oía a Andrea levantarse y salir, luego de fingir haberse acostado, y no pude contener mi curiosidad. Traté de espiar, y… pues, me sorprendió y… bien, los detalles no interesan. Casi me mató entonces, y nunca me he atrevido a intentar hacerlo otra vez… En realidad, entonces ignoraba lo que sé ahora. Pensaba simplemente que iba a… pues, a una cita con un amigo, o algo por el estilo.

Le di otro cigarrillo.

—Si no es una pregunta indiscreta —dije, mientras sostenía el fósforo encendido—, ¿es muy aficionada a hacer eso, quiero decir, a tener citas clandestinas con hombres, y cosas por el estilo?

Rehuyendo mi mirada, Carmel hizo un gesto afirmativo.

—No es que ello me preocupe exageradamente —dijo al cabo de una pausa—. En verdad, daría cualquier cosa porque sólo se tratase de eso. Estoy segura de que no está bien, pero yo me mostraría tolerante por completo, y nunca se me ocurriría delatarla. Mis sospechas intensas se despertaron la noche en que me sorprendió espiándola. Después de todo, me conoce lo suficiente como para saber que aun si hubiese descubierto que salía a reunirse con un hombre, yo no soy tan puritana e intransigente frente a esas cosas. Habíamos crecido juntas durante cerca de veinte años, y dormido juntas durante dieciocho, y no pude comprender por qué se enojó tanto de que la hubiese descubierto portándose… mal. De todos modos, no hubiera sido la primera vez, y ella misma me contaba a menudo sus aventuras. Por eso me pareció absurdo que se enfureciese tanto y tratase de asesinarme, como por poco lo hizo. Sinceramente, Roger, mi primera reacción fue sentirme herida porque mi hermana me creyese capaz de delatarla.

Aún en aquel instante, la pobre Carmel estaba indignada, pero de alguna manera yo la comprendía muy bien.

—Dicho sea de paso —dije—, alguien me dijo una vez que usted y Andrea no son hermanas, en realidad, pues su padre se casó dos veces. Usted sabe que estos chismes circulan…

—Es verdad —dijo ella rápidamente—. En realidad somos medio hermanas, a pesar de que mucha gente lo ignora y nosotras mismas lo olvidamos. La madre de Andrea murió al nacer ella, y papá se casó con mi madre poco después, a los años de enviudar, creo, de modo que prácticamente mi madre fue siempre la madre de Andrea, y ninguna de las dos supimos que no éramos hermanas del todo hasta que nos lo dijeron, muchos años más tarde. Yo soy casi cinco años menor que Andrea, y, desde luego, cuando yo nací, Andrea veía ya en mi madre a la única que había conocido. Esta situación se mantuvo mientras vivió mi madre. Luego murió, hace diez u once años, cuando estábamos en Maniston. Por ese motivo papá dejó esa parroquia y vino aquí.

—Comprendo —recordaba vagamente haber oído contar algo acerca de ellos cuando Mr. Gilchrist llegó por primera vez a Merrington—. Hábleme algo más acerca de sus propias relaciones con Andrea, Carmel. Lo que acaba de contarme me ha dejado anonadado, a decir verdad. Siempre tuve la impresión de que, como hermanas, ustedes se llevaban muy bien.

Carmel no contestó inmediatamente.

—Siempre fuimos excelentes compañeras —dijo por fin, con mi acento de nostalgia—. Hasta cierto punto, seguimos siendo amigas, en el sentido de que no reñimos abiertamente muy a menudo. Aun esa escena que mencioné hace rato no alteró nuestras relaciones tanto como usted habrá supuesto. Ninguna de las dos hemos aludido a ella desde entonces, y quizá ambas fingimos haberla olvidado y perdonado hace mucho, como supongo que habría sido el caso, de habernos referido a ella. Quiero decir, que seguramente habríamos intercambiado el beso de la paz. Pero por desgracia, no hicimos eso. Yo casi llegué a juntar el valor necesario para decirle que lamentaba mi parte en el hecho, pero nunca llegué a hablar. Por su parte, Andrea tampoco tuvo una iniciativa. Verá… ¿cómo podría explicarlo?… Pues, en primer lugar, los cinco años que nos separan constituyen una diferencia mucho mayor que la que supone en general, y Andrea no me permite olvidarlo… A pesar de ello como le decía éramos inseparables.

Terminada su explicación, Carmel dejó escapar un suspiro.

Me acaricié la barba, pensativo.

—¿Y el enfriamiento de las relaciones data, por casualidad, de la época en que se dividió la habitación con un tabique? —pregunté con cautela.

Carmel me miró atentamente y asintió.

—En cierto modo, sí —admitió—. Aunque es posible que usted haya interpretado este episodio al revés.

—Supongo que la separación fue en un principio idea de Andrea —dije. La deducción era razonable, pues si Andrea estaba en verdad complicada en andanzas que exigían ciertas facilidades para salir clandestinamente durante la noche, ya fuera para reunirse con un amante de carne y hueso o bien con fines menos vulgares, debía ser en grado sumo inoportuno para ella tener una hermana menor, bastante despierta, compartiendo su habitación. Al parecer, estaba equivocado.

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