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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (33 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Pero más curiosos aún habían sido los síntomas físicos provocados por su proximidad a Drinkwater. Era un día muy caluroso para el mes de mayo, húmedo, pegajoso y sin la menor brisa, con cierta amenaza de tormenta eléctrica en la atmósfera, y durante su conversación con Nadin-Miles y su permanencia en la sala donde se desarrollara la investigación, Thrupp se había sentido muy acalorado e incómodo bajo sus ropas londinenses de tonos oscuros, y había llegado a enjugar el sudor de su rostro con intervalos frecuentes. Pero ahora, mientras estaba de pie allí, con el sol cayendo directamente sobre él, y el considerable calor reflejado por el piso de asfalto frente al Ayuntamiento, una misteriosa sensación de frío se posesionó de su persona y le hizo estremecerse.

No fue, según insistió luego, simplemente el tipo de estremecimiento psíquico que todos tendemos a experimentar en momentos de sorpresa inesperada o de temor. Fue un escalofrío físico semejante al que provocan los grandes panes de hielo en una pescadería cuando se entra en ella en un día de verano, sólo que era mucho más intenso. Era como hallarse de pronto, y en forma totalmente inesperada, en presencia de una montaña de hielo. La sensación comenzó, según dijo Thrupp, en el instante en que estrechó la mano de Drinkwater. No era que la mano estuviese fría o húmeda; por el contrario, al contacto la había hallado normal y con la tibieza habitual. No obstante, el efecto de aquel apretón de manos había sido como la inoculación de una corriente de hielo líquido que se había extendido como una infección virulenta por todo el organismo, neutralizando su calor animal y congelando su mecanismo. Sólo las funciones más elevadas, como el razonamiento de su cerebro, se habían mantenido inmunes, permitiéndole de un modo u otro el control de su economía física y proseguir su conversación relativamente trivial con Andrea como si no ocurriera nada.

Pero cuanto más conversaba, más amenazaba aquel extraño frío atontar sus sentidos y paralizar sus funciones. Y tal amenaza engendró el temor, el temor casi místico del animal sano frente a lo sobrenatural, el temor del
homo sapiens
civilizado de sucumbir al pánico.

Diremos ahora que nadie llega a ser Detective Inspector-Jefe del Departamento de Investigación Criminal si posee una naturaleza excesivamente nerviosa o con tendencia a la histeria. En verdad, dentro del orden normal de las cosas, el sistema nervioso de Robert Thrupp es por completo sano. Como he tratado de señalar previamente, Thrupp es un hombre de excepcional serenidad y fortaleza, que se destaca por su autocontrol, especialmente en presencia de un suceso inesperado. A menos que esto quede bien establecido, no es posible apreciar el enorme significado de esta repentina sensación de pánico inminente que le venció en aquel momento.

—No acierto a describirlo —me dijo más tarde, en la soledad de mi despacho—. Nunca lo había sentido con anterioridad, y espero de todo corazón que sea la última vez. Era algo… infernal, y si tuviera que escribirlo, utilizaría una letra mayúscula. Siempre he sostenido la creencia de que el Infierno es un lugar caluroso, pero ahora sé que reina allí un frío paralizante. Ahora me siento bien nuevamente. Comencé a entrar en calor medio minuto después de hacer un esfuerzo de voluntad sobrehumano para alejarme de él, y dos minutos más tarde estaba enjugándome el sudor de la frente una vez más. Pero en aquel momento, en cambio…

Tirando de mi barba, dije con cierta brusquedad:

—Bueno, tío Odo te lo advirtió…

Thrupp se sobresaltó como si le hubiesen disparado un tiro. Luego, mirando muy enojado, dijo:

—¡Roger, no hablaba en serio! Seguramente estaba tomándome el pelo…

—¡Ni tu pelo ni mi barba! —dije con vehemencia—. ¡Mi querido Thrupp, en su vida ha hablado con mayor seriedad, aun cuando lo dijese con aire despreocupado! Es un fenómeno ampliamente conocido, mencionado por todos los estudiosos de la demonología.

Inmediatamente me dirigí al anaquel con puertas, lo abrí y extraje el tomo de
Demonolatría
de Nicolás Remy. Luego de hallar el pasaje que acudiera a mi mente en aquel momento, lo coloqué debajo de las narices de Thrupp.

—Lee esto —dije—. El pasaje que comienza con «la frialdad física del Diablo»… mira… «
froid comme glace
», según lo describe una bruja francesa convicta y confesa. Y aquí tenemos un par de brujas escocesas que afirman que es «
as cold as spring-well water
», y «
very cold, as ice
», respectivamente. Te aseguro, hombre, que toda la literatura sobre hechicería y demonología está llena de ejemplos como éstos… Tío Odo, sabedor de que eres un escéptico, no insistió mucho, pero lo dijo con la mayor seriedad…

Con aire pensativo, Thrupp cerró el libro y lo depositó sobre el escritorio.

—Bueno, bueno, bueno —dijo en voz baja, los ojos fijos en el espacio—. ¿Y adonde vamos a parar?… ¡Que me cuelguen, si el Subjefe no se sentirá encantado con esto!

PARTE V

¡ELLO DA QUE PENSAR!

«Pues nuestra lucha no es contra la carne y

la sangre, sino contra los principios y los

poderes, contra los gobernantes del mundo de

esta oscuridad, contra los espíritus de la maldad

en los lugares eminentes.»

EFESIOS, VI, 12 (Rheims)

1

La extraña experiencia metafísica de Thrupp produjo no solamente una especie de conversión a la fuerza en él, sino que además, y quizás como consecuencia de ello, creó un notable cambio de actitud en el resto de nosotros, algo que podría describirse como un endurecimiento del espíritu, si el lector entiende lo que quiero significar. Si no lo entiende, no puedo menos de comprender perfectamente su perplejidad y confesar, con mi humildad acostumbrada, que hay unas pocas situaciones en la vida que ni siquiera el rico vocabulario de los Poynings es capaz de describir. A pesar de ello, antes que admitir la derrota, me permitiré extenderme algo sobre el asunto.

Con la llegada de Adam Wycherley y su iniciación en los pormenores de los misterios que nos tenían preocupados, había ahora, en nuestro lado de la cerca, siete almas: Adam mismo, Carmel —su amada—, Thrupp, tío Odo, tío Piers, Barbary y yo. He excluido a los ayudantes de Thrupp, por cuanto estaban al corriente solamente de los aspectos materiales del problema. Ahora bien; los siete éramos, en general, un grupo de personas con mentalidades relativamente normales. Como creaciones individuales del Todopoderoso, sin duda cada uno de nosotros teníamos una idiosincrasia con ligeras desviaciones de esa norma tan vagamente delineada que, en teoría, representa la mentalidad normal de ese ser hipotético, el individuo medio. No obstante, es justo señalar que ninguno de nosotros se alejaba tanto de esta norma como para caer dentro de lo anormal. Tío Piers, con sus modales pomposos y sus puntos de vista reaccionarios sobre los celtas, era tal vez el heteróclito más notable; y sin embargo, no era necesario conocerle muy bien para advertir que sus maneras eran manifestaciones puramente externas y que debajo de todo aquel frente de arrogancia se hallaba un hombre tan cuerdo y normal como cualquier otro en la tierra, y considerablemente más listo que muchos.

Entre otras cosas, ninguno de nosotros era ni un poco más crédulo o confiado que el término medio de la gente, y todos habíamos tenido nuestra participación de lo que podría denominarse elasticidad ontológica, es decir, el despliegue de un sano escepticismo frente a un hecho con un sabor tan insistente a fantasía que llega a sugerir que su fuerza causal es «oculta» y, por lo tanto, contraria a las leyes comunes de la naturaleza. Tal escepticismo, atemperado exteriormente por los cánones de la cortesía mundana, sin duda, pero en el interior, potente y vigoroso, había condicionado en verdad todas nuestras reacciones frente a los grotescos sucesos de los últimos tres días, desde aquella mañana en que Carmel, escéptica por naturaleza, ella misma, pero a pesar de ello sacudida por la evidencia de sus propios sentidos, había acudido a mí con su «increíble» historia. La resistencia de la misma Carmel había conseguido subordinar durante semanas y meses el testimonio de sus ojos a los escépticos dictados de su razón, los cuales la habían persuadido de no haber visto lo que había visto, y la habían obligado, aunque fuese tan solo por temor a la burla, a soportar su carga apenas tolerable en un silencio solitario. No sólo por cortesía, sino porque apreciaba a Carmel y advertía que estaba tan terriblemente preocupada, había evitado adoptar ninguna actitud de burla en su presencia y había hecho todo lo posible por hallar explicaciones plausibles y generosas de sus extrañas experiencias. Sin embargo, todo el tiempo, en mi interior, seguía actuando mi innato escepticismo, impidiéndome una aceptación genuina de su historia.

Lo mismo había ocurrido con cada uno de nosotros, en grados variables. Tal vez tío Odo, con su erudición profesional en cuestiones sobrenaturales y su contacto personal con los fenómenos místicos, había mantenido su escepticismo bajo un control más razonado que el resto de nosotros, no obstante lo cual era evidente que hasta él, el teólogo, el filósofo, el prelado de una fe mística, no había mostrado prisa ni inclinación a conceder o sugerir que nos hallábamos en presencia de un caso de hechicería auténtica. Quienes imaginan que mi Iglesia tiene una tendencia exagerada a aceptar como verdadera toda o cualquier afirmación de que un hecho en apariencia contrario a lo natural tiene que ser necesariamente sobrenatural, se encuentran en un error abismal. Mucho menos está dispuesta a aceptar que cualquier hecho sobrenatural sea un milagro. Si el hombre vulgar tuviera en la aceptación de las aseveraciones de los hombres de ciencia populares la milésima fracción de la cautela demostrada por la Santa Sede frente a supuestos milagros, el resultado sería una victoria notable de la verdad y la razón.

Pero el escéptico profesional entre nosotros era, sin duda, Robert Thrupp. Todos los detectives son escépticos
ex hypothesi
. En efecto, la desconfianza en las apariencias y el obstinado rechazo de toda inclinación a formular declaraciones y juicios sobre la base de su valor aparente, se encuentra entre las cualidades esenciales que debe reunir un sabueso competente. Fiel a su oficio, Thrupp había sido, entre todos nosotros, el menos dispuesto a prestar nada que se aproximase a la credulidad en los aspectos más misteriosos del caso, y el más ansioso y empeñado en establecer el significado natural de hechos que, si bien en apariencia eran sobrenaturales, debían ser, según estaba convencido, susceptibles de una interpretación racional. Con toda su paciente tolerancia, su voluntad de escuchar, su reconocida perplejidad, sus sinceras tentativas de mostrarse imparcial, había en Robert Thrupp un fondo íntimo de escepticismo que no dejó de impresionarnos a todos. Por mucho que cualquiera de nosotros sufriese individualmente la tentación de sucumbir frente a la posibilidad de una solución dentro de lo oculto, nos contenía siempre el conocimiento de que el escepticismo de Thrupp se mantenía invencible e indómito.

Y entonces, tan casual e inevitablemente como el invierno sucede al otoño, Thrupp, el escéptico profesional y el defensor de nuestra fe en el orden natural, había estrechado la mano de Drinkwater…

2

Me he referido ya a los efectos inmediatos de aquel apretón de manos, y a la forma en que aquella extraña sensación de frío se había disipado una vez que Thrupp se hubo alejado de la proximidad física de Drinkwater. Pero el efecto psíquico persistía aún; en verdad, se había afianzado e intensificado, siendo cada vez más insistente, hasta que rompió la resistencia de su víctima y redujo a ruinas sus defensas. Fue, para ser más preciso, al finalizar un almuerzo inusitadamente silencioso el día de la investigación, cuando Thrupp se puso de pie en presencia de todos nosotros, es decir, de Barbary, tío Piers y yo —pues tío Odo se encontraba todavía en Arundel y los novios habían regresado a la Vicaría—, y dijo con tono sobrio y a la vez con una leve sonrisa de resignación:

—¡Si ese hombre no es un demonio, yo soy holandés!

Todos tuvimos la intuición de que no estaba utilizando simplemente un término en sentido figurado. Sabíamos que había hablado en sentido literal, que sus barreras habían cedido, o bien que había arrojado ya la toalla en medio del
ring
. Y puesto que todos habíamos apostado nuestro dinero por él, por así decir, no nos quedó otra reacción que permanecer inmóviles, sorprendidos y mudos, mientras el reloj dejaba oír los segundos y un tordo practicaba su
glissando
por la ventana abierta.

Barbary fue la primera en recobrarse. Agitando sus rizos oscuros como una nadadora que vuelve a la superficie, dijo, con una voz tan suave que era casi un susurro:

—¿Y ahora?

Y por enésima vez en el curso de tres días difíciles, aquella frasecilla trivial probó ser el comentario perfecto, perfectamente oportuno. La tensión se aflojó como una cuerda que se desenrolla, y los cuatro sonreímos con expresión culpable.

—He aquí una pregunta cargada de significado —dijo Thrupp, en cuyos ojos apareció de pronto un reflejo humorístico.

—¿A mí me lo dices? —dije yo, acariciando mi barba.

Al principio, tío Piers no dijo nada, sino que se llevó un pequeño cigarro negro a los labios y lo encendió con deliberada lentitud. Luego, soplando el humo por la boca y fosas nasales con la ferocidad de un dragón, extendió de pronto un brazo y me aferró de una solapa.

—Haz venir a Odo —dijo bruscamente—. Comunícate con él de inmediato, y dile que le necesitamos. Este asunto está dentro de su especialidad, te digo.

—De todos modos estará de regreso esta tarde…

—¡Qué ocurrencia! —dijo el mariscal de campo—. Intentará venir, pero ese maldito galés tratará de impedírselo, te apuesto tu vida. Yo conozco a estos condenados celtas o keltas, o comoquiera que se llamen. No confíes en ese galés. Habla personalmente con Odo y dile que se apresure. Dile que he sufrido un síncope, o algo semejante —y, según imagino, para disminuir algo la negrura de su mentira, Sir Piers pasó con suavidad una mano por una de sus mejillas, en una especie de lenta caricia.

Poco después obtuve comunicación, y con muy pocas dificultades, lo cual fue inesperado para mí, me encontré hablando con mi tío en persona. Sin tener necesidad de recurrir al embuste propuesto por su hermano, logré hacer comprender a Su Ilustrísima que le necesitábamos aquí, y recibí sus reiteradas seguridades de que estaría con nosotros antes de la cena. A juzgar por el tono suavemente firme de mi tío, deduje que había derrotado ya al vicario general en cuanto a ese punto se refería, y que por consiguiente se sentía sumamente satisfecho consigo mismo.

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