El caso del mago ruso (16 page)

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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El caso del mago ruso
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—Está bien, como quieras. No quiero interferir en tu trabajo.

Se adelantó para abrirle la puerta. Ella, más coqueta que nunca, lo besó en la mejilla manifestándole su gratitud. Estaba radiante, eufórica. Aquella noche tenía pensado deslumbrar a su público. Haciendo honor a su elegancia y a su porte, pisaba fuerte sobre la alfombra roja del pasillo del Hotel Condal.

Al final del corredor, poco antes de llegar a las escaleras que bajaban al vestíbulo, vieron salir a un hombre de la habitación 108. Se les quedó mirando fijamente. Sonrió de forma furtiva. El brillo de sus ojos destilaba cierta locura. Apoyándose en su bastón, les dio la espalda y comenzó a bajar las escaleras, sin prisas.

Miguel y María aminoraron el paso, prolongando la distancia entre ellos dos y aquel individuo. La situación resultaba embarazosa, así como improcedente.

La
vedette
, molesta, masculló unas palabras en voz baja:

—Lo que más odio de él es esa actitud tan temeraria.

13

Tras la creación del Consorcio de la Zona Franca, el puerto de Barcelona se había convertido en un área de libre comercio, actuando como intermediario entre los diversos mercados de ultramar. El flete de los barcos extranjeros, por lo tanto, estaba exento del gravamen de tasas y aranceles aduaneros. Aquella medida, decretada por el Ministerio de Fomento, abarataba el precio de los productos importados, lo que venía a enriquecer a las grandes empresas que se aprovechaban del tránsito de unas mercancías manufacturadas que, a su vez, después de una ligera transformación, eran exportadas a otras naciones. Sus instalaciones marítimas, así como el tráfico activo de mercaderías, superaban en tonelaje y competencia a los restantes puertos españoles. La industria catalana reclamaba una asiduidad en la adquisición de material técnico elaborado en el extranjero, también en la distribución de sus propias producciones a diversas áreas del mercado nacional. Pero a un tiempo se imponía la comercialización de productos alimentarios procedentes de otras ciudades de España, sobre todo de la zona levantina y andaluza, satisfaciendo de este modo la demanda de los consumidores autóctonos. De ahí que el puerto de Barcelona se hubiese convertido, en los últimos años, en el núcleo principal de la actividad comercial del país.

A esas horas de la noche, la vida en los alrededores de las instalaciones portuarias sufría un drástico cambio con respecto a las horas diurnas de trabajo. Todo era silencio. Ni siquiera se escuchaban las imperiosas voces de los sobrecargos y oficiales impartiendo órdenes a los marineros de los distintos navíos atracados a lo largo del muelle, como solía ocurrir cuando estibadores y tripulantes ejercían sus labores ante la crítica mirada del despachante de aduanas y los sicarios de la patronal, eternamente presentes desde la asamblea de trabajadores y el posterior conflicto con la Marina Mercante, ocurrido dos años atrás. Los pocos marineros que deambulaban de un lado a otro del muelle con el petate colgando de la espalda, trastabillaban al andar o caminaban de forma erguida y moderada según su estado anímico; bien porque regresaban ebrios al barco después de una larga noche de juerga, o porque les había llegado el turno de solazarse en las tabernas y prostíbulos diseminados a lo largo de todo el Paseo de Colón.

Envueltos por la bruma reinante, ambos policías se adentraron en la Dársena del Comercio siguiendo el curso de los raíles ferroviarios. Una sucesión de vagones se extendía a lo largo del dique flotante y deponente, distribuidos bajo las enormes grúas de aguilones y poleas metálicas cuya función era la de transportar la carga del Muelle de la Barceloneta a las bodegas de los buques de la Marina Mercante; o en la operación inversa, como ese día habían hecho con un pailebote estadounidense de cinco palos, tras descargarse de este varias toneladas de carbón. Al otro lado del puerto, atracados frente a la Estación Marítima, se alineaban los imponentes barcos de pasajeros de la Compañía Transatlántica y también los gánguiles destinados a dragar el fondeadero.

En el aire se percibía cierto olor a sal y brea, así como a libertinaje, soborno y contrabando.

—Dime, Carbonell… ¿Cuál es tu punto de vista? —inquirió Fernández-Luna, después de esquivar la zigzagueante trayectoria de un gigantesco marinero que iba directo hacia él—. ¿Crees que alguno de los sospechosos que hemos interrogado pueda ser cómplice de Igor Topolev, y por lo tanto pretenda ayudarle a salir de España?

—Verás, Luna… —fluctuó, indeciso—, este asunto es demasiado complejo. No sabría qué decirte. Y sin embargo, tengo la ligera impresión de que todos mienten. Tal vez no tenga ninguna relación con el caso, pero creo que nos ocultan algo.

—Comparto tu opinión.

A su paso por el puerto, las embarcaciones fueron engullidas por un banco de niebla que arrastraba el viento de levante. Tan solo se apreciaban, fugazmente, las luces reglamentarias de navegación situadas a lo largo de toda la cubierta, desde proa al puente de popa.

—Y luego está la inexplicable desaparición del ruso… ¡El más grandioso de sus trucos! —continuó diciendo Carbonell, con énfasis—. ¿Cómo es posible que haya podido escapar de la Modelo, cuando una hazaña así es prácticamente imposible? Eso es algo que no se me va de la cabeza. Ya sabes que la vigilancia de los reclusos es exhaustiva durante las veinticuatro horas del día. Has estado allí. Tú mismo lo has visto.

—A veces, lo que creemos más difícil es lo más sencillo.

—¿Quieres decir con eso que sabes cómo lo hizo?

—Que no te quepa la menor duda. —Fernández-Luna se jactó de conocer la verdad.

—¿Por qué será que ya no me sorprenden tus afirmaciones?

Carbonell se lo tomó con buen humor. Y si bien en un principio, cuando lo vio por primera vez en el Apeadero del Paseo de Gracia, lo creyó un estirado presuntuoso, después hubo de admitir que el caso había avanzado considerablemente desde su llegada y que más allá de su extravagancia se escondía una mente prodigiosa. Aquel modo de operar tan poco ortodoxo no se parecía en nada al procedimiento utilizado por el resto de los policías. La técnica del madrileño se basaba en el instinto, pero también en la lógica.

—¿No sientes curiosidad por saber cómo escapó de la penitenciaría? —Los ojos de Fernández-Luna brillaron de un modo especial al formular la pregunta, como quien oculta un secreto.

—¡Por supuesto que sí! —exclamó—. Lo estoy deseando.

—¿Recuerdas cuando os pedí, a ti y a Salcedo, que acompañaseis al director de la cárcel hasta la celda 513 porque tenía que hacer un pequeño experimento en la torre de control?

—¡Cómo olvidarlo! —Se echó a reír—. He de reconocer que nos sorprendiste a todos. Ródenas debió de pensar que estabas loco.

—Cada uno de mis actos están más que justificados. —Salió en defensa de su sentido común—. Si os hice abandonar el panóptico fue porque necesitaba hablar a solas con el vigilante. Ese hombre me proporcionó la clave del misterio.

—Explícate…

—Resulta que el día de autos, Torrench se quedó dormido entre la medianoche y el amanecer. Según él, fue de forma inexplicable —subrayó—. Me rogó que no le dijese nada al director. Tiene miedo de perder su empleo.

Carbonell sopesó en silencio la información que acababa de transmitirle su colega.

—¿Crees que pudieron narcotizarlo?

—Sí, es lo que pienso.

—Eso cambia las cosas —razonó, deteniéndose frente a un vapor correo de origen francés amarrado en el muelle—. Cualquier funcionario pudo haber ayudado al ruso a escapar de su celda mientras Torrench permanecía drogado.

—Lamento contradecirte. No todos los celadores o vigilantes están en posesión de una llave, tan solo el director, el celador de turno y el teniente Pellicer.

—¿Sospechas de alguno de ellos?

—De todos, para qué negarlo a estas alturas.

Siguieron caminando. El bergantín que buscaban debía de estar en la Dársena de la Industria, más allá del Muelle de Baleares, donde las vías del tren circunvalaban los últimos pabellones del puerto.

—A menos que tengamos una buena justificación, nos va a ser difícil volver a interrogarles —alegó Carbonell.

—No hará falta. Hasta ahora nos hemos limitado a recopilar toda la información posible sobre el caso, pero habrá de llegar el momento en que tengamos que actuar como auténticos policías. Ya sabes, husmear… meter las narices en los asuntos que supuestamente no nos conciernen.

—Miedo me das, Luna. Espero que seas capaz de seguir las directrices que nos marcan nuestros superiores.

—Jamás he actuado fuera de la Ley. Y sin embargo he de reconocer que mis procedimientos, a veces, no son los habituales.

—Deberías confiar más en mí y ponerme al tanto de tus planes —le reprochó—. Te recuerdo que trabajar juntos en un mismo caso significa colaborar el uno con el otro.

—Descuida, lo haré. Pero antes me gustaría discutir contigo otro detalle de este asunto, algo muy importante que no hemos investigado hasta ahora.

—¿Te refieres a la joya sustraída que nunca llegó a aparecer?

El madrileño negó con la cabeza.

—No; aunque también es un hecho a tener en cuenta —reconoció—. Te hablo de ese ardid que suelen utilizar los prestidigitadores en sus trucos: desviar la atención del público, conseguir que la gente se pregunte cómo ha desaparecido la moneda de la mano derecha, cuando en realidad siempre había estado en la izquierda. —Al ver que su compañero no alcanzaba a comprender sus palabras, simplificó el mensaje—. A tu juicio, ¿cuál es el eje central del caso?

—Un hombre desaparece de la celda 513 de la penitenciaría celular de Barcelona, de forma inexplicable —respondió sin vacilar—. Ese es el motivo de que estemos hoy aquí.

—Mirémoslo de otro modo… ¿Qué fue lo que determinó su detención? ¿Por qué fue encarcelado el Gran Kaspar? —Le dio un nuevo giro a la conversación.

—Ya sabes por qué. Hallamos la cabeza de una mujer en el interior de una de sus maletas —le refrescó la memoria.

—¡Exacto! —Alzó el dedo índice de su mano derecha. Bajo la espesa barba se adivinaba una sonrisa—. Acabas de reorganizar el caso. Todo comienza con el macabro hallazgo de un cadáver cuya identidad desconocemos, y finaliza con la fuga del mago. Y yo me pregunto… ¿Qué impulsó a Igor Topolev a guardar la cabeza de su víctima en una maleta? —inquirió, enigmático—. ¿Existía un motivo en especial? ¿La decapitación formaba parte de algún tipo de ceremonia? ¿Quién es, en realidad, esa mujer? ¿Dónde está el resto de su cuerpo? ¿Por qué nadie ha denunciado su desaparición? —Meditó en silencio durante unos segundos, tratando de encontrar una explicación a todas aquellas incógnitas—. Amigo mío… esa muerte entraña un gran misterio, tanto o más que la incomprensible evasión de la penitenciaría.

—No creas que nos hemos olvidado de ello. —Defendió a capa y espada la labor del Departamento Criminal—. El comisario Salcedo y sus hombres investigaron a fondo el asunto, y lo siguen haciendo. Aunque he de reconocer que no hemos avanzado lo suficiente —admitió apesadumbrado—. El problema es que no sabemos de quién se trata. Como bien has dicho antes, nadie ha venido a denunciar la desaparición de un familiar o amigo.

—Puede que se trate de una prostituta.

—Es lo primero que pensamos. Sin embargo, fueron interrogados los dueños de los lupanares, los proxenetas, e incluso las meretrices que hacen la calle al sur del quinto distrito. No se echó en falta a nadie.

—¿Y qué ocurrió con la cabeza de la víctima?

—Fue enterrada como manda la Ley, tras el examen del médico forense.

—¿Algún detalle a destacar de su fisonomía?

—Estaba demasiado tumefacta y deteriorada. Pero ahora que lo mencionas, por las facciones de su rostro… —titubeó, tratando de recordar—. No… no parecía europea. Puede que fuera una aborigen de las antiguas colonias americanas.

Aquel detalle llamó la atención del madrileño.

—¿Cubana, tal vez?

Carbonell lo meditó unos segundos.

—Es probable.

—Rusos y latinoamericanos —susurró Fernández-Luna, pensativo—, ¿qué demonios les une a todos ellos?

Dejando a un lado la pregunta de su colega, Carbonell señaló uno de los barcos atracados en el muelle.

—Ahí lo tienes… el
Austrum
. Ya hemos llegado.

Frente a ellos, fondeado en el puerto, un bergantín de tres palos con el bauprés con forma de sirena se movía al suave compás de las olas. Fernández-Luna se acercó al enorme proís de hierro donde permanecía amarrada la embarcación.

—Ahora solo nos resta esperar. —Se volvió hacia su compañero.

—¿Acaso no hemos venido para hablar con el capitán del barco, a fin de que nos permita subir a bordo?

—Sí, entraremos… claro que sí. Pero de un modo más inteligente. Y por supuesto, no esta misma noche sino dentro de unos días.

Carbonell se quedó perplejo.

—¿Puedes decirme entonces qué hacemos aquí?

—Buscar el medio de introducirnos de incógnito en el
Austrum
, sin levantar sospechas. —Fernández-Luna le hizo un gesto con la mano—. Aguarda un momento.

Se apartó de él, yendo con decisión hacia un joven marinero que en aquel instante descendía por la pasarela del bergantín. Carbonell observó la maniobra de su colega desde la distancia. Por lo que pudo apreciar, intentaba comunicarse con el ruso mediante la palabra y los gestos. Dedujo, por el movimiento exagerado de sus manos, que no le iba a resultar tan fácil echar un párrafo con el extranjero; el cual, sorprendido, intentaba comprender qué era aquello tan importante que deseaba transmitirle el individuo de tupida barba y bigote.

Cuando el jefe de la BIC de Madrid le mostró un billete de veinticinco pesetas, a la vez que señalaba el uniforme de marinero que llevaba puesto, el joven dio muestras de entender el terco propósito del español. Dijo unas palabras en ruso, riéndose a continuación. Tras coger el dinero que le ofrecía, abrió el petate que llevaba colgado del hombro y extrajo de su interior varias prendas arrugadas: su segundo par de pantalones, una camisa y una vieja chaqueta. Se lo entregó todo a Fernández-Luna.

Carbonell, que había asistido atónito a la increíble negociación llevada a cabo por su compañero, fue a su encuentro. El marinero siguió adelante en su camino, apresurando el paso por si aquel excéntrico caprichoso cambiaba de opinión.

—¡No me lo digas! Déjame que lo adivine. —Bosquejó una de sus características sonrisas—. Piensas entrar en el barco disfrazado de marinero, ¿no es cierto?

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