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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (15 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—Me he percatado —contestó de forma escueta. Después de una breve reflexión, le formuló una pregunta que rondaba por su cabeza desde que abandonaron La Suerte Loca—. Dime, Luna… ¿Es cierto que viste al contramaestre en compañía del cubano?

—Así es, ayer mismo… mientras tú y Salcedo hablabais de la expectación que había suscitado la velada de boxeo en Iris Park. Ambos discutían frente al Matadero de forma acalorada.

—¿Y por qué te lo has callado hasta ahora?

Con un gesto, el madrileño lo invitó a que siguiera caminando. Dejaron atrás los teatros Apolo y Arnau, así como el Gran Café Español, que a esas horas de la noche rebosaba de clientes, tanto en el interior del local como en las diferentes mesas distribuidas en su amplia terraza.

—Si no te dije nada, fue porque en aquel momento no lo creí importante. Desconocía la relación existente entre Dimitri y la Svetlova.

—Un vínculo demasiado fortuito, ¿no te parece?

—No hay efecto sin causa —apostilló Fernández-Luna, que compartía su opinión.

—Deberíamos hablar con ese hombre. También a mí me resulta extraño el hecho de que tres rusos, incluyendo al Gran Kaspar, anden implicados en este asunto, máxime cuando dos de ellos están vinculados con nuestra pareja de cubanos.

—Te olvidas de Natasha. Estoy seguro de que esa joven conoce a Miguel.

El mallorquín asintió en silencio, cuadrando luego la mandíbula.

—Puede que tengas razón. Motivo de más para que interroguemos al contramaestre.

—Amigo Carbonell… —esbozó una amplia sonrisa—, es por eso que nos dirigimos al puerto. Quiero echarle un vistazo al
Austrum
. Tengo el presentimiento de que ese bergantín es una de las piezas clave de este misterio.

—¿Podrías ser más explícito?

—Es un barco con bandera rusa, ¿recuerdas? —infirió—. Cabe la posibilidad de que el mago pretenda huir de la ciudad camuflado de tripulante. —Después de reflexionar unos segundos, terminó diciendo—: No es una idea tan descabellada.

—Entonces, ¿hablamos con Dimitri?

—Mejor que eso, pienso introducirme en el bergantín. Necesito saber qué se cuece en su interior.

—¿Sabes una cosa, Luna? —Dirigió la mirada hacia él—. Creo que estás loco.

—Como dijo Catón: «Sé loco cuando la ocasión te lo reclame». —Tras pronunciar aquellas palabras se echó a reír.

Carbonell movió la cabeza de un lado a otro. Su colega de Madrid era, verdaderamente, un hombre de lo más imprevisible y temerario. Una auténtica caja de sorpresas.

Las sábanas sudorosas apenas cubrían su desnudez, pero alentaban el recuerdo de pretéritas complacencias en los deleites sensuales. Tumbada sobre el colchón, con la mirada fija en el estuco del techo, Luisa le dio la espalda al rumor bohemio que se escuchaba a lo largo de la calle Boquería a través de la ventana entreabierta, para ir a recrearse en la delicada imagen de Conchita. La echaba de menos. Poco importaba que Agamenón le hubiese hecho el amor hacía apenas unos minutos. Él ya había cumplido con su obligación satisfaciendo el deseo de ambos. Ahora permanecía dormido con el cuerpo volteado hacia el otro flanco de la cama, descansando tras la intensa batalla carnal. Su respiración repercutía en el cuarto como el eco de una voz en la lejanía del tiempo.

Sincerándose consigo misma, Luisa comprendió que la presencia de aquel hombre en la habitación del Hotel Condal no hacía sino subvertir el agradable recuerdo de dos cuerpos amándose entre sombras, sudor y lágrimas de júbilo. Consumido el fuego de la pasión, sintió la necesidad de pedirle que se marchara. Deseaba estar sola. Sin embargo, no fue capaz de transmitirle el mensaje por temor a ofenderle.

Se levantó de la cama con cuidado de no hacer ruido. Después de cubrir su cuerpo desnudo con el batín de seda que colgaba del cabezal, fue a sentarse frente a la mesa escritorio. Encendió una bujía de cera con cuidado de no quemarse. Antes de abrir el cajón donde guardaba su diario giró la cabeza para comprobar que Agamenón seguía durmiendo. Su amante, como era de esperar, tenía los ojos cerrados. Resoplaba originando un peculiar sonido, como el de un viejo fuelle. Solo entonces extrajo el cuaderno que guardaba bajo diversos ejemplares de la revista
El Amigo
, de tirada semestral. Lo abrió por el principio, acariciando con las yemas de sus dedos las páginas escritas hacía ya demasiados años.

Ahondando en su propia intimidad, Luisa leyó en voz queda:

Santa Marta, 23 de agosto del año 1910

Hoy he conocido finalmente a María Concepción Cuéllar, la amiga de mi vecina Rosarito. Mi primera impresión, nada más verla, ha sido de sorpresa. No me la imaginaba tan joven y atractiva. Sus ojos acastañados derrochan cierta humildad, y también una exquisita soberbia. La piel de su cuerpo posee el color del cacao tostado. Resulta excitante. Sus amplias caderas se estrechan con elegancia en la cintura gracias al corsé, lo que viene a realzar el volumen de su pecho. Lleva el cabello recogido en dos trenzas sujetas con un hilo grueso de algodón. En conjunto, transmite la imagen de una mujer segura de sí misma; más de lo que yo podré serlo jamás. Por un momento me sentí empequeñecer a su lado.

Rosarito nos acompañó durante unos minutos por la avenida del Ferrocarril, convirtiéndose así en un punto de apoyo… en un puente de unión entre ambas. Sus palabras vinieron a paliar la timidez que tanto ella como yo arrastrábamos desde que fuimos presentadas en la plaza del Mercado. Rosarito, que parecía recrearse con su papel de mediadora, destacó nuestras afinidades dejando entrever, así no más, que hacíamos buena pareja. Al cabo de un tiempo, cuando lo creyó oportuno, se marchó para que pudiésemos intimar a fondo.

Finalmente quedamos a solas. Debido a la falta de confianza, la conversación fue decreciendo hasta quedar reducida a frases sin sentido. Para poner fin a nuestro atoramiento, María Concepción me invitó a pasear por la playa cogiéndome del brazo. Acepté encantada, pues no había otra cosa que deseara más que poner fin a la tensa situación de no saber qué decirnos. Deseaba entregarme a ella… besar sus labios… acariciar con deleite su cuerpo. Quise decírselo, pero me fue imposible. Me sentía avergonzada.

Mientras caminábamos por la arena como dos sombras impalpables, atrapadas por la semioscuridad del crepúsculo, ella rompió su silencio con una pregunta directa: «¿De verdad deseas iniciar una relación amorosa con una mujer?» Asentí en silencio, con pudor. En un rapto de valentía le pregunté si estaba de acuerdo en seguir adelante, o si por el contrario desaprobaba mi empeño. Se echó a reír con entrañable ternura. Aquello era un «sí». Guardar silencio, y a un mismo tiempo ofrecernos mutuamente una sonrisa, fue el mejor modo de sellar nuestra alianza. Su mano y la mía se buscaron con ansiedad impelidas por el sentimiento de adhesión.

Con el fin de amenizar nuestro paseo por Playa Blanca, María Concepción se dispuso a contarme una historia que le había oído decir a una vieja alcahueta del distrito. Según esta, algunas mujeres de la alta sociedad —al nordeste de los Estados Unidos de América— reconocen públicamente sus relaciones amorosas. Se cortan el pelo y visten con trajes de hombre, esperando adquirir la misma libertad e independencia que ellos. Me habló también de George Sand, una escritora de origen francés que pretendió liberarse de las limitaciones de su sexo utilizando vestimentas masculinas, incluso me aconsejó que leyera alguno de sus libros porque resultan verdaderamente excitantes. Pero lo que más me sorprendió de su historia fue saber que los sacerdotes aceptaban casar a las mujeres entre sí. Dichos enlaces recibían el nombre de «Bodas Bostonianas», y eran oficialmente notorias y consentidas entre la clase alta; aunque no tanto entre la gente humilde.

Conchita —así es como pienso llamarla de ahora en adelante— no cesaba de hablar. Pretendía, de este modo, contactar conmigo. Yo, que estaba igual de nerviosa, decidí tomar la iniciativa y acerqué mi rostro al suyo. Nos estuvimos besando de forma indecisa en un principio; pero luego, el rubor dio paso a la excitación.

Como siempre me he considerado una mujer apasionada, quise asumir el control de la situación. La traté como me gustaría que me tratasen. Eso era lo que más me atraía de nuestra relación: materializar en ella todos mis deseos. Sabía cómo y dónde tocarla… cómo y dónde besarla.

Ella se dejó llevar por mis caricias, y mis labios fueron recorriendo su cuello hasta llegar a la escotadura del vestido. La desnudé poco a poco, y Conchita a mí. Se recostó sobre la arena. Entreabrió ligeramente las piernas en una picaresca maniobra henchida de erotismo. Me introduje en mitad de ellas sin ningún pudor. Besé su boca, su cuello esbelto, y también su endurecido pecho. Y en mi afán por glorificar el diálogo amoroso prolongando el deseo, fui descendiendo lentamente hasta alcanzar el secreto mejor guardado de su cuerpo. Mi lengua le arrancó un gemido de placer. Suspiraba, suplicaba, se retorcía entre espasmos. También yo estaba al borde del paroxismo, pues a la vez que le hacía el amor mis dedos rozaban con suavidad los labios de mi sexo.

Prisioneras del deseo, ambas gritamos de satisfacción cuando de forma conjunta nos sobrevino el primer orgasmo…

—¿Qué haces levantada?

Luisa se sobresaltó al escuchar la voz de su amante. Cerró el cuaderno con rapidez, volviéndolo a esconder en el cajón bajo el mazo de revistas.

—Estaba consultando… unas anotaciones —titubeó, haciendo un esfuerzo por conseguir que sus palabras resultaran sinceras.

Le temblaban las manos. Al margen del tremendo bajón provocado por la cocaína, hubo de sumarle el temor que a veces le producía aquel hombre.

Agamenón se incorporó con lentitud, sentándose en el borde de la cama. Estaba completamente desnudo.

—Es demasiado tarde para hacer balance de tus gastos. —Se rascó la cabeza, adormilado—. Que no te preocupe tu economía. Pronto vas a ganar una pequeña fortuna en Madrid.

—¿Crees de verdad que nos dejarán actuar en el Teatro Romea?

—Tranquila, ya te dije que el empresario es amigo mío.

Se levantó y fue hacia el perchero, donde había dejado los calzoncillos largos, los pantalones, la camisa y la chaqueta. Comenzó a vestirse de espaldas a Luisa.

—¿Es de fiar? —se interesó ella.

Volteó la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿A qué viene esa pregunta?

La cancionista se puso en pie, cruzando los brazos sobre el pecho. Se la veía inquieta.

—Desde que se marchó no he vuelto a tener noticias de Conchita —dijo, con voz entrecortada—. Me prometió enviarme un telegrama desde Madrid una vez que se instalara en el Palace Hotel, pero no lo ha hecho. Temo que se encuentre a calzón tirado.
[3]

—No habrá tenido tiempo. —Le restó importancia al asunto. Con suma pericia, se colocó bien la pajarita—. Ahora he de irme. Vendré a verte dentro de unos días. —Tras introducir su mano en la chaqueta, extrajo un pequeño tarro de cristal que contenía el codiciado polvo blanco. Lo dejó sobre la mesita de noche—. Aquí tienes. No abuses de ella o te convertirás en un pelele.

Abrió la puerta para marcharse, pero lo retuvo la voz de Luisa.

—Tengo un amigo que es policía. Mañana iré a verle a Jefatura. Espero que pueda ayudarme a localizar a Conchita por mediación de sus colegas de Madrid —puntualizó, firme en su propósito. Observó detenidamente la reacción de su amante.

Agamenón se dio la vuelta. Le dirigió una mirada impenetrable. Se mantuvo en silencio durante unos segundos, como si analizara las consecuencias que podrían derivarse de una visita de esas características.

—No creo que sea necesario. —Suavizó los músculos de su rostro, tratando de sonreír—. Seguro que Conchita está bien, e incluso es posible que se esté divirtiendo a tus espaldas. En la capital, los hombres son muy generosos… y las mujeres demasiado ardientes. —Aquel comentario, dicho a propósito, no tenía otro fin que provocar sus celos—. ¿Acaso no has pensado en ello, Joyita?

—Si tú quisieras la traerías de vuelta. —Dejando a un lado el irónico tono de voz empleado por Agamenón, le suplicó con la mirada—. Por favor… haz que regrese a Barcelona.

—De acuerdo, veré lo que puedo hacer. A cambio, solo te pido que postergues tu visita a Jefatura. La Policía lo complica todo.

Dando por finalizada la conversación, se marchó después de arrojarle un beso desde la puerta. Luisa sintió un ligero escalofrío recorriendo su espina dorsal.

Lo conocía demasiado bien. Estaba mintiendo. No movería ni un dedo para ayudarla.

—¿Estás preparada?

Se acercó por detrás a su hermana, colocando las manos en sus hombros. María alzó la mirada. En aquel instante se aplicaba una loción astringente por todo el rostro, sentada frente al espejo del tocador.

—Ya sabes que las mujeres necesitamos nuestro tiempo —fue su respuesta—. Además, ¿para qué tanta prisa? No actúo hasta dentro de una hora.

Miguel consultó su reloj.

—En cuarenta minutos para ser exactos.

—Tranquilo, ya casi estoy. —Olvidándose de él, volvió a mirarse en el espejo.

Ante aquella muestra de despreocupación, el cubano decidió recostarse en la cama. Cruzó las piernas. Luego colocó las manos por detrás de la cabeza, acomodándola en la almohada.

—Ya podías quitarte los zapatos —le recriminó María, observando la imagen de su hermano en el cristal del espejo.

—Y tú ya podías ser más imaginativa.

—¿Lo dices por el interrogatorio de ayer? —Entrecerró los párpados con el fin de pintarse los ojos—. La verdad, creo que fui bastante convincente.

—No voy a discutir contigo. Pero te convendría perfeccionar la técnica. Esos dos no han terminado con nosotros.

—Descuida… ya he pensado en ello. Mi próxima actuación será aplastante. Y todo gracias a uno de los trucos de Topolev. —Se echó a reír—. La auténtica virtud de una mujer es conocer los secretos del hombre con quien se acuesta.

—Sería aconsejable que me pusieras al tanto, ¿no crees? —Torció el gesto—. Odio las sorpresas.

—Te lo diré mañana. —Poniéndose en pie, se volvió hacia su hermano—. ¡Ya estoy lista! Podemos marcharnos cuando quieras.

Miguel se levantó de la cama, alisando después la chaqueta y los pantalones con su mano derecha.

—Hemos de precipitar los acontecimientos —le advirtió—. Hay que proceder cuanto antes.

—Pienso igual que tú, pero te recuerdo que esta noche tengo que actuar. Hablar de ello me pone nerviosa… ¿Te importa que lo dejemos?

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