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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (36 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—¿Y si te dijera que no, que me niego a atender tus caprichos? —Solo pretendía hacerle entrar en razón.

—Me pegaré un tiro. —Abrió ligeramente la chaqueta, mostrándole el arma que escondía en la funda sobaquera.

—¡Estás loco! —Se echó a reír. La postura irracional de aquel hombre, capaz de descerrajarse la cabeza de un disparo solo por amor, enardeció su libido. Echó de menos a Héctor—. ¿Tan enamorado estás de mí?

—Jamás lo he estado antes de ninguna otra mujer.

—¿Eso quiere decir que…? —Volvió a sonreír; esta vez de forma traviesa, dejando inconclusa la frase.

—Sí, sería la primera vez —reconoció él, sin ningún pudor—. Hasta ahora me ha sido imposible relacionarme emocionalmente con otras mujeres. Siempre he estado pendiente de los asuntos de mi hermana, y entregado en cuerpo y alma a la lucha contra el sistema social y la injusticia.

A Natasha le sorprendió saber hasta dónde podía llegar la lealtad de un hombre que ponía su vida al servicio de una causa, aunque esta fuese tan elemental como cuidar de la familia, o tan utópica como intentar cambiar el mundo. Miguel era un auténtico idealista. Un hombre único. Aquel detalle acrecentó su simpatía hacia él.

—Sea como tú quieres —aceptó la propuesta—. Pero, escucha… si realmente pretendes conquistarme debes pedir una botella de vino y un vaso para ti. Es lo que suelen hacer los clientes. Así no llamarás la atención. —Se ajustó los senos dentro del escote—. En cuanto a lo demás, déjame decirte algo… Ámame con locura si eso te satisface, pero no me pidas que yo sienta lo mismo por ti. Mi corazón pertenece a otro hombre. ¿Lo entiendes?

Miguel ya venía preparado para una respuesta tan clara como aquella. Su indiferencia no le era ajena.

—Sí, lo sé… —repuso quedamente. De fondo se escuchaba la pianola y la voz desgarrante de una cupletista interpretando una triste canción de amor—, pero tenía que intentarlo.

Fue tal la angustia que manifestó al hablar, que la rusa sintió lástima de él. Acercando su rostro al suyo lo besó en los labios.

—Las batallas las ganan los valientes —le susurró al oído—. Y tú eres mi héroe… no lo olvides.

El cubano cogió el vaso de vino que había sobre la mesa. Lo alzó ligeramente con el fin de proponer un brindis.

—¡Por los hombres libres! —exclamó, bebiendo a continuación.

Tras arrebatarle la copa de la mano, Natasha imitó su gesto. La sostuvo en alto.

—¡Por la Madre Rusia! —Le dio un largo trago, hasta el final—. ¡Muerte a los Romanov!

Después de que el Gran Houdini le revelara el secreto de
La linterna de los Espectros
, Fernández-Luna dio por resuelto el inexplicable asunto de la aparición del mago ruso en mitad del escenario.

Sus vagas sospechas cobraron forma: las cosas no eran como las había visto en realidad, sino como otros desearon que las viese. El verdadero truco, tal y como pudo comprobar, no fue la extraordinaria materialización de Topolev surgiendo de la nada a través del entablado del suelo, sino hacerles creer a todos que él estaba allí realmente. El ilusionismo se basaba en eso: desviar la atención del público mientras el prestidigitador realiza su acción secreta.

En esta ocasión, casi lo consigue.

Cuando se despidió del escapista y de su buen amigo Beltrán, a la salida del Café de los Bohemios, el madrileño dirigió sus pasos hacia el Alcázar Español. Necesitaba comprobar un pequeño detalle.

Minutos después entraba en el
café-concert
de la calle Unión. El local estaba abarrotado de gente. En el escenario pudo ver a una bailadora de flamenco vestida con traje de cola y peineta, interpretando con mucho arte su número musical. Fue esquivando a los clientes hasta llegar a la barra. Sin más dilación, le preguntó a uno de los camareros.

—¿Dónde puedo encontrar al matrimonio de transformistas que actuaron aquí la semana pasada?

—Creo que no va a poder hablar con ellos, señor —le respondió mientras secaba los vasos con un trapo seco, al otro lado de la barra—. Los Llobregat y su compañía de actrices y bailarinas se trasladaron a Logroño este fin de semana, después de recibir una oferta del Teatro Moderno.

No le extrañó para nada aquella respuesta. Es lo que esperaba escuchar.

Esa misma noche, asomado al ventanal de su habitación con el fin de respirar aire fresco, y a un mismo tiempo considerar los nuevos avances en la investigación, Fernández-Luna trató de unir todos los fragmentos del rompecabezas. Intuía cuáles eran en realidad los objetivos de cada uno de los sospechosos. También tenía una ligera idea de lo que podría haberle ocurrido a Topolev. Por otro lado, su olfato detectivesco y la información aportada por el conde de Güell y sus amigos venía a indicar que Natasha Svetlova y los hermanos Duminy estaban implicados en un asunto relacionado con el anarquismo y sus acciones terroristas, y que posiblemente abandonarían el país rumbo a Petrogrado, de ahí la conexión con Dimitri Gólubev y el
Austrum
. El bergantín iba a ser su medio de transporte.

Sí; podía decirse que el caso estaba casi resuelto. Pero existía un problema: tenía que demostrarlo con hechos concluyentes.

Apartó la mirada de los carruajes que circunvalaban la plaza de Cataluña, despertando a la realidad. Fue directo al armario y sacó una pequeña maleta que guardaba bajo las mantas. La dejó sobre la cama. Había llegado el momento de actuar como un verdadero policía, aunque ello supusiera realizar ciertos cambios en su aspecto.

Pero antes tomaría asiento frente a la mesa del escritorio para leer a fondo el Diario de Luisa Rodrigo. Todavía le quedaba por averiguar si Agamenón era, o no, quien debía ser.

Si conseguía descubrirlo, el círculo quedaría completamente cerrado.

Miguel la observaba embelesado desde la cama. El cuerpo desnudo de Natasha se recortaba sobre el ventanal de la habitación. La luz artificial que procedía de las farolas de la calle se esparció por la pálida piel de sus hombros y parte del cabello, dotándolos de un resplandor y una viveza más propios de una diosa que de una simple mortal. Le era imposible describir con palabras aquella imagen. No podía pensar en su alma sin desear su cuerpo, ni podía mirar su cuerpo sin querer penetrar en lo más profundo de su alma.

Natasha encarnaba lo inefable.

Y estaba allí. Y había sido suya durante una hora.

—He de regresar al café. —La voz de la joven llenó todos los estancos de silencio del dormitorio.

Vino a recordarle que existía un mundo diferente, hostil y superficial, más allá de las cuatro paredes que habían sido testigo de su iniciación.

—¿No podrías demorarlo un poco más? —preguntó con la esperanza puesta en seguir allí, encerrados durante toda la noche.

—Me es imposible. —Fue hacia la silla donde, en desorden, descansaban su blusa y la falda—. La noche acaba de empezar. He de seguir trabajando.

Comenzó a vestirse en mitad de la penumbra. Y lo hizo con lentitud, como si deseara detener el tiempo.

Natasha habría de guardar un buen recuerdo de aquella cita, pues si bien había conocido a muchos hombres, y seguía enamorada locamente de Héctor, la ternura y la dedicación del mulato, aquel modo de entregarse como si fuera la primera y última vez, jamás la había visto en ningún otro amante de pago. Pero eso es algo que guardaría en silencio. No podía alimentar las expectativas de Miguel sin sentirse culpable por ello.

—No entiendo por qué sigues acudiendo a La Suerte Loca. —Echando a un lado las sábanas se puso en pie. Comenzó a embutirse los pantalones—. Dentro de dos días habremos dejado Barcelona.

—Necesito el dinero. He de costearle el viaje a un amigo… —terminó de abotonarse la camisa, pensativa—, si es que finalmente consigo convencerlo para que venga con nosotros a Petrogrado.

—Sabes que eso no es posible —replicó Miguel, con gesto serio—. Cuando te pusiste en contacto con nosotros, a través de Galleani, y aceptamos el trabajo de acompañarte a Rusia, no dijiste nada de hacerlo en compañía de un hombre. María y yo ni siquiera lo conocemos. —Parecía alterado—. ¿Y si resulta que es un infiltrado, un espía como Topolev?

Durante unos segundos, ambos se miraron fijamente a los ojos. Hablando de forma estremecida y dulce, con ese extraño pero refinado acento suyo, Natasha le respondió:

—Héctor Rovira no es ningún traidor, sino un anarquista con demasiados redaños.

—¿Cómo estás tan segura?

—Que te baste saber que la Policía de Barcelona va tras sus pasos.

—¿Por un delito de sangre?

La rusa afirmó con un gesto.

—Pues claro —repuso después de un silencio, en tono confidencial.

—¿Tiene algo que ver con la muerte de los guardias civiles que irrumpieron en la manifestación de esta mañana? —porfió de nuevo Miguel.

—No, imposible. Está oculto desde…

—¿Sí…? —la invitó a que siguiera hablando.

—Desde el atentado del Teatro Apolo.

El cubano resopló indignado, tratando de reprimir su cólera.

—¿Sabes que estás poniendo en riesgo nuestra misión?

—Descuida. Todo saldrá bien. Héctor y yo sabemos cuidarnos. —Le dio la espalda, poniendo fin a la conversación. No le apetecía seguir hablando.

Miguel no quiso insistir. Lo último que deseaba era llevarle la contraria.

Después de entregar la llave del cuarto en recepción, y farfullar una fría despedida al tipo con cara de avaro que había al otro lado del mostrador, abandonaron el viejo
meublé
cogidos del brazo como si realmente fuesen una pareja de enamorados. Sin mediar palabra entre ellos, comenzaron a caminar por la calle Tapias, donde prostitutas y caballeros se despojaban de toda sensibilidad para erigirse dueños del hedonismo.

Apenas habían recorrido unos pocos metros, cuando escucharon una voz que procedía de la oscura callejuela que se abría a su derecha.

—¡Natasha!

Era Héctor. Permanecía medio oculto en el portal de un viejo edificio. Le hizo un gesto para que se acercara. Ella reaccionó a la llamada, corriendo hacia su amante.

Miguel, instintivamente, fue tras los pasos de Natasha.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó, todavía desconcertada—. ¡Es una temeridad! ¡Deberías seguir escondido!

Se adentraron en las sombras, alejándose de las miradas de quienes deambulaban de un lado a otro de la calle.

—Me he visto obligado a marcharme. Martorell me ha puesto de patitas en la calle después de recibir la visita de Bravo Portillo. Está asustado. Sabe que la policía registrará su bar, tarde o temprano. Si me descubren acabará con sus huesos en la cárcel. —Aferró el antebrazo de Natasha—. Necesito que me escondas durante unos días. Solo hasta que encuentre un lugar seguro donde quedarme.

—Eso está hecho —lo tranquilizó—. Hablaré con Torcido, el recepcionista del café donde trabajo. Es de mi entera confianza. Entre los dos te buscaremos un lugar en el almacén a espaldas del propietario.

—Gracias. Eres un ángel. —El catalán la besó en la boca. Al hacerlo, descubrió que no estaban solos. A un par de metros, medio oculto por la oscuridad, descubrió la figura de un joven mulato. Poniéndose a la defensiva, le preguntó con voz ronca—: ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

Natasha intervino antes de que el cubano se viese en la tesitura de decirle la verdad.

—El caballero ya se marchaba, ¿no es cierto? —Reviró su mirada hacia Miguel.

—Así es. He de irme. —Se quitó el sombrero, dirigiéndose luego a Héctor en tono neutro—. Disculpe la intromisión.

Apartándose de ellos se alejó en dirección contraria, hacia la calle Conde del Asalto. Una punzada de dolor le atravesó el pecho cuando escuchó, tras él, la voz de Natasha:

—No te preocupes, amor mío. Solo es un cliente. No es nadie importante.

Jamás olvidaría aquellas frías palabras.

27

Mientras caminaba por la calle Pelayo, en dirección a los almacenes Can Damians, Carbonell tuvo la impresión de que alguien lo andaba siguiendo. Se detuvo discretamente a curiosear el escaparate de una sombrerería, con el fin de comprobar si sus sospechas eran ciertas o infundadas. Desvió la mirada de un lado a otro, con cautela. Observó a quienes deambulaban por la calle. Una señora vestida de
matinée
paseaba a su perro, de raza incierta, frente a la Estación de Sarria. Unos metros por detrás vio a un ama de leche, dignamente vestida con su uniforme de laborioso encaje, empujando el carrito de un bebé recién nacido que no cesaba de gemir. En la otra acera, un mendigo harapiento trastabillaba al andar. De su mano diestra colgaba una botella de coñac medio vacía. El resto de viandantes no eran sino gente de clase media y burguesa, que acudían a sus rutinarios quehaceres como todas las mañanas.

Tras comprobar que no había nada que temer, el mallorquín siguió andando algo más tranquilo y relajado. Su intención era comprarle unos guantes a Lolita, antes de ir a Jefatura, para ver si así conseguía levantar su ánimo. La desagradable experiencia de la noche anterior le había afectado bastante más de lo que pensó en un principio. Estaba destrozada, hundida. Lo cierto es que ambos habían puesto todas sus esperanzas en esa mujer. Fue decepcionante, cuando no vergonzoso, enterarse de que la sesión de espiritismo era un burdo engaño, una estafa urdida hábilmente por un atajo de canallas deseosos de sacarle el dinero a la gente ingenua.

Para atenuar el desconsuelo de su prometida, Carbonell se había propuesto devolverle aquella virginal sonrisa que un día conquistó su corazón. De ahí la brillante idea de hacerle un regalo.

Al cabo de unos minutos llegaba al número 54 de la calle Pelayo, lugar donde se erigía la extraordinaria fachada de los almacenes Can Damians, majestuosamente coronada por una cúpula de cristal y hierro de estilo modernista. Entremezclándose con los demás clientes que realizaban sus compras, con la mirada puesta en las fiestas de Nuestra Señora de la Merced, deambuló por las distintas secciones del enorme establecimiento esperando encontrar el regalo adecuado para su prometida.

Pasó frente al departamento de perfumería, donde se exponían aceites, brillantinas, cajas de polvos, borlas, esponjas, jabones marca El Siglo y otros productos de belleza. Luego se adentró en la sección de cepillería. Los vendedores se habían encargado de colocar en lugar bien visible, para comodidad de los clientes, los cepillos, las lendreras de marfil, los peines, las tenacillas para moldear el cabello, los enjuagues, los potes para la pomada, los aparatos para sostener el bigote y los juegos de tocador. Después de rodear un expositor de alfombras, visillos y cortinas, se encontró con que finalmente había llegado al departamento de guantería.

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