Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
—Oh, la encontraré —dijo Alois, y le quitó las botas y al sacudirlas vio cómo caía el florín escondido dentro—. Quedas detenido —dijo.
Edmund estaba furioso.
—Has hecho trampas —dijo—. Eres un tramposo. No has seguido las normas.
—Expón tus razones.
—Has dicho que sólo me harías cosquillas, pero me has quitado la ropa.
—Esto no es tu ropa —dijo Alois, cogiendo una bota—. Las ropas son prendas. Esto es calzado.
—Has cambiado las normas.
Alois hizo una mueca.
—Es lo que nos gusta hacer en la aduana —dijo, con voz grave. Edmund titubeó un momento. Después se echó a reír. Alois se rio tan fuerte y durante tanto tiempo que, una vez más, empezó a toser, lo cual, al principio, no fue nada (eliminó algunas flemas), pero la tos se prolongó durante muchos segundos y después hubo un minuto de espasmos que hicieron que Klara fuera a la sala desde la cocina. Alois la miró con los ojos en blanco y dio una bocanada de tanteo. ¿Habría estado cerca, se preguntó, de una hemorragia pulmonar?
Edmund empezó a llorar.
—¡Oh, papá! —exclamó—. No te mueras, no te mueras —dijo, y el sonido de su voz embotó la reacción de sus padres: tan seguro del desenlace parecía el niño—. Papá, sé que no vas a morirte —dijo, rectificando—. Le pediré a Dios que lo impida y me hará caso. Le rezo todas las noches.
«Yo no rezo», estuvo a punto de decir Alois. Cauteloso, todavía pendiente de las reverberaciones de aquel acceso, no habló, pero movió la cabeza hacia Klara. Aquellas mujeres piadosas eran las auténticas contrabandistas: cruzar la frontera con el intelecto robado de un niño, sobre todo de uno tan inteligente... Algún día Edmund sería un profesor apreciado o hasta una eminencia jurídica en Viena, y no obstante su madre le ofrecía aquella papilla religiosa, avena para caballos.
Pero Alois no estaba aún preparado para corregirla. La religión era quizás necesaria para los muy jóvenes. De momento, dejaría las cosas como estaban. Alois decidió que era muy hermoso el amor del niño por su madre y, sí, sin duda alguna, por su padre.
En el dormitorio del piso de arriba, con la puerta cerrada con llave, Adolf se vengaba de las carcajadas que tuvo que oír abajo. Optó por masturbarse. La imagen que veía en la cabeza era una foto de Luigi Lucheni que había visto en el
Linzer Tages Post.
El bigotito del asesino, adherido al labio superior, justo debajo de las ventanas nasales, era un oscuro manchurrón de bigote. Que a Adolf le excitó. Una vez, por el tiempo en que él y Angela seguían durmiendo en la misma habitación, había captado una vislumbre del vello púbico de su hermana, tal como empezaba a manifestarse, una simple franja de pelusa oscura, y el bigote de Luigi, como un sello de correos, se le parecía mucho.
La combinación tenía que excitarle: aquel pequeño atisbo de las partes íntimas de Angela se asemejaba mucho al labio superior del asesino loco. Se excitó el doble cuando oyó a su padre tosiendo como otro maníaco.
En una de sus visitas esporádicas a las Buergerabends, Alois se decidió a hablar. Fue después de escuchar al «ateo titular», un socio al que le encantaba asegurar a los demás que «Soy el único hombre valiente en nuestras filas. Lo tengo a gala. Es porque no tengo que creer en Dios». Para el ojo crítico de Alois, era un tipo escuálido, aunque miembro del grupo desde hacía largo tiempo: su abuelo había sido uno de los fundadores de la sociedad. Sin embargo, parecía que el hombre no tenía mucho más que ofrecer. Alois, por tanto, se decidió a expresarse. Declaró que todo ser humano inteligente tenía que decidir por sí mismo si existía la divinidad, pero él, por su parte, se oponía claramente a la gazmoñería de todos los meapilas que corrían a la iglesia con el más mínimo pretexto. Él sólo iba una vez al año, y la fecha era el cumpleaños del emperador.
—En mi opinión, a quien hay que celebrar es a Francisco José. Sobre todo después de la muerte de Sisí.
Pronto descubrió que estaba tratando con un estamento que tenía una actitud especial en estas cuestiones. Si bien parecían sentir cierta aversión por la beatería indecorosa, aun así iban a la iglesia.
Si Alois hubiera sido mi cliente, le habría alertado. Ser en privado superior a la religión es un privilegio de las clases altas, pero ellas consideran que la asistencia a la iglesia es la base para mantener el orden social de la gente ordinaria.
Uno de los burgueses más provectos desaprobó las opiniones de Alois diciendo:
—Convengo en que no me gustaría contarme entre quienes se entusiasman celebrando la fiesta de cada santo. Con gran frecuencia esos ritos son un simple refugio de mujeres infelices. Pero reconozcamos que sin la religión sufriríamos el caos. Es la disuasión más fiable contra la locura en toda la historia de la humanidad.
Alois se dispuso a recoger el argumento.
—Sin embargo, caballero —dijo—, permítame que le sugiera que la religión ofrece su propia variedad de demencia. Podría aducir, como ejemplo, a Papas tan inmorales como —conocía la lista— Sixto IV, Inocencio VII, Alejandro VI, Julio II, León X y Clemente VII. La simonía estaba al orden del día y un solideo de cardenal esperaba a cada uno de sus hijos ilegítimos. Sí, amigo mío, yo afirmaría que es una locura exhibir semejante exceso de corrupción.
Se sentó, complacido de que hubiera al menos un conato de aplauso educado, pero tuvo que admitir que se trataba de un reconocimiento formal: todos los oradores recibían, en el peor de los casos, una respuesta mínima. Sin embargo, un escalofrío había estremecido a la sala. Había sido demasiado franco. En consecuencia, tuvo que resolver, muy a regañadientes, que no volvería a las Buergerabends durante una temporada. En efecto, cuando regresó, optó por guardar silencio.
Con todo, aquellas veladas eran entretenidas. Los notables, desde luego, sabían mucho sobre altos estilos de vida. Eran muy entendidos en coleccionismo de antigüedades y hablaban de interesantes innovaciones en fontanería de interiores y alumbrado eléctrico que pronto estarían disponibles. Una vez más, no tuvo más remedio que constatar su insuficiente experiencia.
No es de extrañar, pues, que en las Buergerabends pensara a menudo en los jóvenes oficiales para los que hacía botas cuando trabajaba en Viena, soñando a todas horas con una hermosa muchacha que producía sombreros antes de acostarse con él por la noche. Al volver a casa de una de aquellas veladas, le asaltaba una inmensa compasión por lo que nunca habría tenido que ocurrir.
Permítanme sugerir que si la intensidad de una compasión así basta para cautivar el corazón de un santo, es porque la piedad por uno mismo puede alcanzar las más bellas cumbres dramáticas. Ejercerla, no obstante, representa un gasto notable.
Alois estaba pagando demasiado. Sus sueños nocturnos habían comenzado a molestarle. Había desarrollado la aterradora intuición de que el sueño era un mercado donde los difuntos podían volver a recordarte una deuda personal con ellos. De modo que pensaba en Johann Nepomuk y en su madre y después tenía que cavilar sobre sus dos esposas fallecidas. ¿Y si se encontraban en el mercado del sueño? ¿Y si se ponían de acuerdo sobre su ex marido? En tal caso Alois tendría que vérselas con una conspiración. «Hasta podría ser más peligroso», se dijo, «que si dos antiguas queridas de un hombre se hiciesen amigas.»
Uno de los notables había hecho esta observación en una de las reuniones y cosechó una rotunda carcajada. El tipo, por supuesto, era un viejo calavera de una de las mejores familias de la ciudad. A Alois le habían agradado tanto estas palabras que las hizo suyas y hasta las repetía en la taberna. Tuvo que darse cuenta de que los palurdos se reían al oírlas con tanto entusiasmo como los señores. ¡Qué injusticia que aquel chiste infestara ahora sus sueños!
A Adolf le gustaba la nueva escuela de Leonding. Estaba a corta distancia de la Garden House y era menos estricta que el monasterio. Aunque era, una vez más, un excelente estudiante, a duras penas conseguía esperar a que las clases terminaran. El bosque Kumberger, a las afueras de Leonding, estaba lleno de barrancos boscosos y pequeñas cuevas donde preparar emboscadas. Empezó a reclutar a condiscípulos para que participasen en las batallas y hubo algunos enfrentamientos al final de la tarde, aunque la liza estelar quedaba reservada todas las semanas para la mañana del domingo, en que había guerras entre indios y colonos blancos.
No todos los alistados querían ser colonos. La causa era que un piel roja podía acercarse a un blanco sigilosamente por detrás, rodearle el cuello con un brazo y decir: «Te he arrancado la cabellera.» Después los indios huían corriendo a sus guaridas en el bosque. También a Adolf le arrancaron una vez el cuero cabelludo, pero lo declaró ilegal.
—No se ataca a los jefes —dijo—. Los indios creen en la venganza de los dioses de la guerra. Por lo tanto no atacan a los oficiales de alto rango como yo. No se atreven. Una terrible venganza recaerá sobre ellos.
Incluso se llevaba a Edmund, que entonces tenía cinco años y era sin duda el más pequeño de todos los contendientes. No obstante, gustaba a los otros niños, a pesar de que Edmund era de escasa utilidad cuando los ataques comenzaban. Con todo, a Adolf le gustaba tenerle solo en el bosque. Allí le daba órdenes, cosa que, por supuesto, no podía hacer en casa, donde Klara protegía a Edmund, al igual que Angela y no digamos Alois.
Adi recordaba que en un tiempo le habían salvaguardado de Alois hijo, pero aquella medida había estado justificada. Alois le había plantado un zurullo en la punta de la nariz, algo que él no le hacía a Edmund. Pero se reía al pensar en el júbilo de oírle chillar si alguna vez le hiciera lo mismo. Una vez, en el bosque, incluso le dio un golpe con un palo en la espalda y le dijo que había sido una avispón: naturalmente, Edmund se lo contó a Klara. Sabía que no había sido un bicho.
El incidente la preocupó. ¿Era la animosidad de Adi peor de lo que había sido la de Alois? Decidió que sí. Adolf y Edmund eran hermanos de sangre.
Por entonces Adi tenía problemas con un chico que anunció que la disputa podría acabar en una pelea. Adolf nunca se había peleado con los puños, siempre había sabido evitar estos combates, pero se juró que no permitiría que nadie le humillase. Haría lo que fuese necesario, aunque significara que tuviese que hacerlo con una piedra en la mano. Al borde del sueño tenía visiones. Vio al chico al que en realidad temía mirándole fijamente con la cabeza ensangrentada. ¿Sería posible?
Ocurrió un episodio que puso fin a las guerras durante lo que quedaba del invierno. Un día lo bastante frío para que nadie quisiera quedarse inmóvil en un escondrijo para tender una emboscada, un soldado declaró que sabía encender un fuego frotando dos ramitas. Los demás se burlaron, pero Adolf dijo:
—Si de verdad sabes encender un fuego, te ordeno que lo enciendas.
El chico así lo hizo. En cuanto prendió, todos fueron en busca de ramas secas que ardieran. Pronto el fuego no sólo crecía, sino que las llamas avanzaban hacia los arbustos circundantes. Como no había agua a mano, trataron de apagarlo a pisotones, pero siguió subiendo humo hacia el cielo.
Abandonaron el fuego. Uno tras otro, corrieron hasta dejarlo muy atrás. Adi empezó a explicarles a todos, que eran como una veintena, que no debían decírselo a nadie.
—Sí —dijo Adolf—, si alguien cuenta lo del fuego, lo pagaremos todos. Y entonces averiguaremos quién se fue de la lengua. Y habrá consecuencias. Un soldado valiente no traiciona a sus camaradas.
De uno en uno y de dos en dos salieron del bosque. Por entonces el incendio había cobrado una magnitud tan visible que acudieron los bomberos, carros con agua y tiros de caballos desde Leonding.
En el camino a casa Edmund dijo que tenía que decírselo a una persona: al padre de ambos.
—Si se lo dices me van a poner un castigo severo —dijo Adi—. Y tú también me las pagarás.
—No lo creo —dijo Edmund—. Nuestro padre no lo consentirá. Así que no intentes tocarme.
—No es a mí a quien tienes que temer. Es a todos los que estaban allí. Les castigarán y te estarán esperando. Todos. Si es necesario, seré yo mismo el que les informe de que no sabes mantener la boca cerrada.
—Se lo diré a nuestro padre.
—¿Qué has prometido?
—Tengo que contarle todo lo que me preocupa.
—Muy bien. Eso está bien para todo lo demás. Pero no para esto. Te digo que los otros chicos te van a dar una zurra. Yo no podré protegerte. ¡De hecho, tampoco quiero!
—Tengo ganas de vomitar.
—No eres más que un mocoso. Vomita.
Alois, sin embargo, albergaba sospechas respecto al incendio. En cuanto llegaron a casa, sentó a Edmund en sus rodillas y le miró con ternura a los ojos. Pero antes de que pudiera hacerle una pregunta, el niño vomitó otra vez. Alois optó por desistir. Estaba convencido de que Adolf tenía algo que ver con el incendio, pero la vida de Edmund podía tornarse infeliz si le obligaba a hablar del asunto.
Además, podría haber repercusiones. Si tenía la certeza de que Adolf era uno de los malhechores, era de esperar que él, como padre y buen ciudadano, informara a las autoridades. Ahora bien, en cuanto lo hubiera hecho podrían hacerle responsable del gasto de sacar el coche contra incendios. Así que Alois se limpió de la camisa el vómito de Edmund y le abrazó tiernamente. Asimismo resolvió no mirar a Adolf a los ojos durante unos cuantos días.
Aquel invierno, en la escuela, la clase de Adolf leyó un libro de Friedrich Ludwig Jahn que hablaba de una fuerza lo bastante poderosa para moldear la historia. Naturalmente, aquello le recordó al herrero. La fuerza dependería de la presencia de un «
Führer
de hierro y fuego». A continuación había una frase que arrancó lágrimas a Adolf: «El pueblo le honrará como a un salvador y le perdonará todos los pecados.»
Desde luego, los alumnos también habían leído a Kant, Goethe y Schleiermacher, pero Adolf pensaba que estos autores mostraban un excesivo respeto por la razón. Esto le aburría. Su padre, por ejemplo, siempre hablaba de las virtudes del raciocinio.
—La naturaleza humana no es digna de confianza —decía a su familia—. Lo que mueve a trabajar a las sociedades estables es el imperio de la ley. Es la ley, no el pueblo. —Paseó la mirada por la mesa de la cena y decidió que aquello tenía que interesarle a Adolf—. Lo que se necesita son constituciones jurídicas, Adolf, constituciones elaboradas por las mejores mentes. Entonces la razón puede cumplir su tarea con el respeto que merece.