Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Hubo una pausa.
—Ya no tiene alas.
Adi lo sabía. No hacía falta preguntar. Sus sentimientos más gratos trataban de prevalecer sobre los aciagos. Pidió que le enseñara a la abeja.
Era pequeña y retozona, y dio brincos de emoción cuando Der Alte abrió la caja. De hecho, saltó a la yema del dedo del viejo, que él previamente había untado de miel.
—No sé si ocurrirán muchas más cosas —dijo Der Alte—. Es un propósito difícil, y veo pocas posibilidades de éxito. Pero sería maravilloso despertar los sentimientos de esta pequeña criatura. ¿Puedo elevarla a un nivel que sus hermanas no alcanzan? Le tengo cariño. Está tan sola. Añora el enjambre. Es la viva imagen de la soledad. Pero trato de aportarle la dulzura del alivio. Que llega cuando el compañerismo sustituye a una soledad terrible. Sí —asintió con la cabeza.
—Oh —dijo Adi—, espero que lo consiga. Es muy triste estar solo. A veces yo también me siento solo. Pero temo por esta abeja. ¿Morirá?
—Tarde o temprano lo hará. Morirá. Pero me gustaría ver si puedo hacerla feliz un rato.
—Sí —dijo Adi—, comprendo. Usted la ama.
—Quizás —dijo Der Alte. Suspiró—. La próxima vez que vengas, veremos si he progresado.
¿Estaba Der Alte entrando en la senilidad? ¡No! La estrafalaria búsqueda del «bienestar» de una abeja aislada, una estupidez obvia —sobre todo después de haber perdido las alas—, al Maestro no le parecía inútil. Los experimentos más descabellados revelan muchas cosas. Los bichos raros son una fuente de información. Al menos hubo un resultado patente. Nuestra alada encarnación de la soledad murió antes de que Adi volviera. Lo cual también viene al pelo: en la visita siguiente del chico, Der Alte y Adi derramaron lágrimas y se sintieron más próximos que nunca. Faltaría más. Der Alte había decorado una caja de cerillas para que sirviera de ataúd a la abeja, y el viejo y el niño la depositaron en un hoyo pequeño y lo cubrieron con una cucharada de tierra.
A principios de marzo, hubo una semana en Hafeld en que el sol lució todos los días. En las colmenas resurgió el movimiento, y salieron a explorar las más resistentes de las abejas de invierno. Era probable que la reina estuviera poniendo huevos fecundados por la provisión de semen bien almacenado de los acoplamientos consumados en el aire el verano anterior. Una de las colmenas empezó a pesar más cada día. Alois se preocupó. La otra debería hacer lo mismo.
Decidió abrir la tapa de las dos cajas Langstroth y mirar dentro. De este modo descubrió exactamente lo que se había temido. Aunque las dos colonias habían ocupado el mismo emplazamiento durante el invierno, sólo una estaba prosperando y no se podía considerar sana a la otra. Mientras que en la plataforma inferior de la caja buena yacían unas pocas abejas muertas, un montículo de carcasas minúsculas tapizaba el suelo de la otra.
Justo antes del lapso caluroso, Alois había oído, por medio del tubo de caucho, muchos zumbidos de agitación en la segunda colonia. Se inquietó. Destapada la caja, numerosos panales aparecieron vacíos. ¿Habría muerto la reina? Realmente no sabía dónde localizarla: al fin y al cabo, sólo era un poquito más grande que las obreras, y más pequeña que los zánganos.
Se habría desalentado, pero su perspicacia también se había visto confirmada. No se había preocupado en vano. Era como si una enfermedad terrible hubiera arrasado la colmena.
Resolvió, por tanto, que había que gasear a las supervivientes de la colonia enferma. Había que proteger a la sana. A punto estuvo incluso de solicitar la ayuda de Der Alte, pero al final se abstuvo. Sus cuitas del invierno entero habían generado una clase especial de fortaleza.
Eligió un sábado. Adi y Angela, al volver de la escuela, fueron sus ayudantes y el proceso fue sencillo. Cogió una bolita de azufre, parte de los materiales que había comprado cinco meses antes, la prendió y dejó que humeara en el suelo en la colmena mala. Obstruyeron la entrada, volvieron a colocar la tapa y el gas actuó rápidamente. Angela empezó a llorar por la muerte de las pobres abejas y su padre le ordenó que entrara en casa. Pero Adi se quedó mirando, sentado al lado de Alois en el banco contiguo, con los ojos atentos a la lección del padre.
—Tu hermana mayor es tonta —dijo—. ¡Llevarse ese disgusto! En la naturaleza no hay piedad para los débiles.
—A mí no me impresiona —dijo Adi.
—Bien —dijo Alois—. Ahora vamos a vaciar esta caja y a limpiar los panales.
Adi se puso a pensar en la abeja solitaria de Der Alte, muerta ya, y las lágrimas afluyeron a sus ojos.
Pero, por supuesto, no era comparable. Pestañeó para reprimir el llanto. Der Alte había amado a su abejita, pero las enfermas de aquella colmena la ensuciaban cuando comían y dormían. No había comparación.
Aquella noche, atendiendo a una sugerencia del Maestro, preparé la instilación de un sueñecito lo bastante simple para que lo implantara el mejor de mis agentes locales en Hafeld. Era un sueño repetitivo en que el padre le pedía a Adi que contase todas y cada una de las abejas muertas. Para cerciorarse de que el cómputo era exacto, le dijo a Adi que las colocase en filas de cien cadáveres cada una: un sueño tedioso para ser verdadero. De todas formas, Adi se enorgulleció del gran número que logró contar. Formó cuarenta hileras de cien abejas, todas depositadas sobre un inmaculado paño blanco. Hasta entonces no se había percatado de que sabía contar hasta cuatro mil. Nadie en su clase llegaba a tanto. Su única pesadumbre fue que no había terminado el sueño. Había más montones de abejas que contar.
Aquí advertiré al lector de que no saque excesivas conclusiones del gaseo ni del recuento de víctimas. No hay que entenderlos como la causa única de todo lo que sucedió después. Pues la grabación de un sueño, por habilidosa que sea, sólo deja un puntito en la psique, una huella que anticipa una secuencia de desarrollos futuros que pueden acontecer o no en decenios venideros. La mayoría de los sueños implantados no se diferencian de esos cimientos abandonados que se ven en las afueras de ciudades del Tercer Mundo. Los dejan desmoronarse por falta de fondos, y allí se quedan como excavaciones en un campo escuálido.
Sería un craso error, por ende, presuponer que aquel sueño determinó todo lo que seguiría. Les aseguro que yo sería el primero en aplaudir si las cosas fueran tan sencillas.
La colmena buena era otro cantar. Medraba. El peso de la colonia crecía cada semana y los panales empezaban a llenarse. Alois había aprendido en sus libros que las obreras sólo tapaban con cera las celdas diminutas cuando la proporción de agua en la miel se había reducido a menos del veinte por ciento. Para eliminar el agua superficial, las abejas tenían que abanicar con sus alas durante horas al día. A Alois le embriagaba otra vez la entrega de aquellas criaturas recién nacidas a unas tareas que no tenían fin. Para colmar su estado de ánimo, la primera miel ya estaba hecha y las obreras tapaban las celdas: ¡justo lo que tenían que hacer!
Vestido con su ropa blanca y el gran velo cuadrado y también blanco encima de la cabeza, y protegido por guantes, Alois empezó a sentir que adquiría un poco de auténtica técnica. A fin de cuentas, no era tan fácil sacar los panales para examinarlos y reponerlos en su sitio. Por descontado, no quería cometer la torpeza de aplastar a la reina. De hecho, el aplomo que le insuflaron estos logros le indujo a visitar a Der Alte el tiempo necesario para comprarle una reina nueva que sustituyera a la que había muerto gaseada en la otra caja Langstroth.
Der Alte incluso le dio una lección sobre cómo identificar a una abeja activa. No era muy difícil cuando estaba poniendo sus huevos en celdas vacías, porque entonces la seguía una comitiva que empollaba cada huevo puesto hasta liberar sus propios enzimas sobre la larva. «Fortalecedores mágicos», dijo Der Alte.
Alois tuvo que someterse a la lección pero volvió no con una, sino con dos reinas (las dos fecundadas el año anterior). Una establecería una colonia en la caja que había sido fumigada, y la otra podría instalarla en la caja que Alois había construido el pasado otoño. Algunos de los panales de crías nuevas, junto con otros de miel nueva, serían transferidos a las dos cajas vacías. De este modo, las tres estarían parcialmente llenas y habría espacio para que cada colonia construyese celdas de cera para sus nuevas larvas, así como otras celdas para almacenar la miel nueva. Si bien Alois había perdido una colonia gaseada, pronto podría considerarse dueño de tres, todas florecientes: ¿sería posible? Claro que había tenido que hacer un notable dispendio con la esperanza de obtener aquel éxito.
Con todo, sentía un optimismo cauteloso. Había llegado abril. Brotaban las flores, estaban en flor los nogales, los robles, los ciruelos, las hayas y los cerezos, los arces y los manzanos. Habría infinidad de flores en el prado.
Le gustaba sentarse junto a sus colmenas con Adi a su lado, el chico con su velo y meticulosamente protegido por el atuendo que le había confeccionado Klara. Padre e hijo se recreaban ahora en montar guardia a la entrada de cada colmena, donde se apostaban las abejas centinelas. Antes de permitirle el acceso, olfateaban a fondo a cada exploradora que volvía cargada de miel y polen. Algunas veces, Adi armaba bulla porque la guardiana ahuyentaba a una recién llegada. «Mira, padre», decía. «Ésa no huele bien.»
Sin embargo, a pesar de todas aquellas riquezas en ciernes, Alois seguía alimentando con miel a las colonias. «Es para que hagan más miel todavía», le dijo al chico. En cada una de las tres colmenas había cinco bandejas llenas de panales. Y tres reinas trabajaban en tres cajas separadas para depositar sus huevos en celdas, mientras las exploradoras realizaban misiones volantes de la mañana a la noche. Cada una volvía con su cargamento cada pocos minutos y se marchaba volando. Alois había leído que se necesitaban cuarenta mil incursiones semejantes para acumular algo menos de un kilo de miel.
En ocasiones miraba a las veteranas que habían sobrevivido al invierno en la caja sana. Ahora eran reliquias maltrechas, con las alas raídas. Gastado por el uso excesivo, el pelo había desaparecido de sus cuerpos. Estaban expirando. Todas las mañanas, un equipo de obreras recién nacidas recogía los cuerpos que hubiesen caído en el suelo de la caja y los expulsaba de la entrada custodiada por las centinelas y después de la rampa. Alois apenas lamentaba su pérdida. Una estirpe joven ocupaba su lugar. Era como si por fin hubiese conseguido poner en marcha una empresa apícola. Las abejas nuevas no serían de Der Alte, sino suyas. No se paró a considerar que sus tres reinas habían sido fertilizadas el año anterior y por ende, en este sentido, eran hijas de Der Alte.
Una espléndida mañana de mayo, en que sendos enjambres de las tres colonias revoloteaban, Alois empezó a discernir una pauta en el vuelo de una abeja. La exploradora —o lo que fuese— dibujaba continuos ochos en el aire.
«Está haciendo señales a las demás», se dijo Alois. «Intenta enseñarles algo.»
Sabía que su observación era correcta, porque un gran número de abejas se había reunido con la primera, y todas volaron hacia el lindero del prado. En el otro lado de la cuesta, como Alois había descubierto en su paseo, de la noche a la mañana habían brotado flores silvestres. La abeja a la que había observado era en efecto una exploradora.
Entonces resurgió un anhelo antiguo. Si había algo que Alois siempre había querido de la vida (incluso más que una nueva mujer) era descubrir un concepto nuevo. Soñaba con descubrir algo tan sorprendente y valioso que su nombre fuera rememorado a través del tiempo.
El deseo aún moraba en él. Le infundió una felicidad notable pensar que acababa de descubrir un concepto nuevo. ¡Y no utilizando nada más que los ojos! Había visto lo que llamaría la señal de una abeja. Juraría que allí arriba había una abeja que trataba de incitar a las demás a que volasen a un sitio donde las flores rebosaban de néctar. En ninguno de los libros que había leído se hacía la menor mención de aquel pequeño baile, de aquella señalización aérea. Temió doblemente comunicárselo a Der Alte: de entrada porque, que él supiera, quizás ya existiese un concepto establecido entre los apicultores entendidos; y si, por el contrario, resultaba ser una noción flamante, ¿no sabría Der Alte mejor que él dónde publicar la observación?
Sin embargo, aún tenía que aprender cómo localizar a la reina y resolvió, pese a todo, visitar al viejo. El hombre era mañoso. Había que reconocerlo. Der Alte abrió una colmena, inspeccionó las rejillas, encontró a la reina, introdujo la mano desnuda y con el pulgar y el índice la agarró de las alas con mucho cuidado y delicadeza.
—Dentro de pocos años —dijo—, usted también usará este método de captura, pero por ahora le enseñaré otro más seguro.
Por supuesto, se puso a disertar sobre todos los modos y maneras de averiguar dónde podría estar la criatura, si poniendo huevos, si fertilizándolos uno detrás de otro en sus celdas nuevas, o incluso, descansando en su corte.
—Una vez localizada, es fácil capturar a la dama —dijo Der Ake.
—Según tengo entendido, es algo sumamente necesario para cuando quiera recoger la miel —dijo Alois.
— Exactamente — dijo Der Alte— . Es un momento en que uno mueve muchos bastidores y raspa la cera que cubre las celdillas de miel. Un movimiento torpe puede aplastarla. —Para disgusto de Alois, el viejo le hizo un gesto de aviso con el dedo—. O sea que no buscamos la miel primero, no, sino que localizamos a la reina como buenos chicos y después utilizamos este artilugio. —Sacó un tubo de cristal con un cúpula cóncava en un extremo—. Esto es lo que se le pone encima —dijo—, y luego cuelas debajo una pequeña jaula —levantó un minúsculo recipiente plano, de cinco centímetros de largo— y metes dentro a la reina,
¡plaf!
Ya está a salvo. Se quedará en la jaula hasta después de retirar la miel.
Podemos estar seguros de que Alois practicó la captura de la reina. De hecho, pasó toda una tarde apresando y soltando a cada una de las tres beldades: las buscaba, colocaba con sumo cuidado sobre una u otra el tubo con forma de cúpula y la enviaba de un soplo directamente a la pequeña jaula.
Al realizar una y otra vez esta tarea, llegó a la conclusión de que lo que aquella mañana había captado en el baile de una abeja difícilmente sería un secreto para alguien tan experto como Der Alte: de nuevo tendría que renunciar a un hermoso sueño; no le recordarían como a un descubridor.