El abogado, que había oído el ruido de las puertas del ascensor, se volvió a colocar las gafas y dirigió la mirada hacia él. Servaz lo invitó a acercarse con un ademán y el hombrecillo rodeó el mostrador de información con la mano tendida. Después de darle un blando apretón de manos, se alisó la corbata, como si se limpiara la mano.
—Usted ya sabe que no tiene nada que hacer aquí —declaró sin preámbulos Servaz—. El chico no ha pedido su presencia.
El letrado, que debía de tener sesenta y pico años, le asestó una mirada inquisidora que lo puso inmediatamente en guardia.
—Ya sé, ya sé, comandante, pero Hugo no estaba en posesión de todas sus capacidades cuando se lo ha preguntado. Se hallaba bajo los efectos de la droga que le han administrado, tal como demostrarán los análisis. Por eso le pido que se replantee la cuestión y vuelva a preguntárselo ahora que quizás ha recobrado sus facultades.
—No hay nada que nos obligue a hacerlo.
—Concedo que así es —asintió el abogado con un breve destello en la mirada—. Por eso voy a apelar a su… humanidad y a su sentido de la justicia, más allá de cuáles sean las normas.
—¿A mi humanidad?
—Sí. Esas son las palabras exactas que ha empleado… la persona que me envía. Ya sabe, evidentemente, a quién me refiero.
El hombre mantuvo la mirada clavada en él, aguardando una respuesta.
Sabía lo de Marianne y él…
Servaz sintió un acceso de ira.
—Le desaconsejo, señor letrado…
—Como puede suponer —lo interrumpió el hombre—, está muy afectada por lo que ocurre. «Afectada» es poco decir… Está desesperada, hundida, aterrorizada. Solo le pido un pequeño gesto, comandante. No es mi intención ponerle palos en las ruedas. No he venido para complicarle las cosas. Solo quiero verlo. Ella le suplica que acceda a mi demanda. Esa es también la expresión que ha usado ella. Póngase en su lugar. Piense en qué estado se encontraría si su hija se encontrase en la situación de Hugo. Una entrevista de diez minutos tan solo.
Servaz lo miró fijamente y el hombre le sostuvo la mirada. El policía trató de percibir en sus ojos desprecio, aflicción o confusión, pero no halló nada.
—Diez minutos.
Como si el cielo descargara bilis más que lágrimas, como si desde lo alto alguien escurriera un estropajo sucio sobre ellos, la lluvia se abatía sin tregua sobre las carreteras y los bosques desde un cielo que presentaba el mismo color gris amarillento de un cadáver en descomposición. El aire era denso, pegajoso y húmedo. Aún no eran las ocho de la mañana del sábado 12 de junio y Servaz se dirigía de nuevo a Marsac.
Había dormido apenas dos horas en una de las celdas de detención. Se había lavado las axilas y la cara en los lavabos y secado con las servilletas de papel, y le pesaban los párpados.
Con una mano al volante y sosteniendo con la otra un termo de café tibio, pestañeaba con el mismo ritmo soñoliento que los limpia-parabrisas. Con la mano del termo lograba asimismo asir un cigarrillo al que daba vigorosas caladas. Todo volvía a su cerebro con una aguda conciencia, una asombrosa lucidez, como en un incendio de la memoria. Sus años de juventud habían estado impregnados del sabor de aquella campiña que atravesaba. Las hojas otoñales, que se desperdigaban a su paso en los bordes de las carreteras mientras él ponía la música a todo volumen; los largos pasillos, siniestros y silenciosos, bañados por la grisácea luz de las interminables semanas de lluvia del mes de noviembre; y luego, la blanca iluminación de la primera nevada de diciembre, el rock resonando alegremente en los dormitorios por las fechas cercanas a Navidad, las yemas de las plantas en primavera y las flores, que se abrían por doquier como un canto de sirenas, un paraíso perdido, que los invitaba a abandonar ese lugar en el momento en que el ritmo de trabajo se intensificaba con la proximidad de los exámenes escritos de abril y de mayo. Y al final, el sofocante calor de los días de junio, el cielo azul, aplastante, la luz tan intensa y el zumbido de los insectos…
Las caras también.
Las volvía a ver por decenas… con sus expresiones juveniles, honestas, astutas, espirituales, fervientes, concentradas, afables, rebosantes de esperanza, de sueños y de impaciencia. Y también Marsac, con sus pubs, su cine de arte y ensayo donde pasaban películas de Bergman, Tarkovsky y Godard; sus calles y sus plazas. Cómo había disfrutado aquellos años… Los había saboreado, aun cuando por aquella época los hubiera vivido con una especie de inconsciencia en la que se habían alternado asombrosos momentos de dicha y depresiones tan violentas como borracheras de ácido.
La peor llevaba por nombre Marianne…
Veinte años después, aquella herida que nunca pensó que fuera a cicatrizar se había cerrado, y ahora podía rememorar aquella época con el interés y desapego de un arqueólogo. Cuando menos así lo creía hasta la noche anterior.
Enfiló la larga recta bordeada de plátanos, en la entrada de la ciudad, y luego el Cherokee se puso a traquetear sobre el viejo empedrado de las calles. La población presentaba un aspecto muy distinto del que tenía la noche anterior, cuando la atravesaron a oscuras. Todo surgió ante su mirada. Las lozanas caras de los estudiantes protegidos con relucientes chubasqueros, las hileras de bicicletas, los escaparates de las tiendas, los pubs, las fachadas, los toldos de las terrazas; todo se le manifestaba como si nada hubiera cambiado desde hacía veinte años, como si el pasado lo hubiera estado acechando, a la espera, durante todo ese tiempo, para saltarle a la yugular y sumergirlo de cabeza en sus recuerdos.
Bajó del coche y, mirando el grupo de estudiantes de instituto que pasaban trotando bajo el chaparrón, capitaneados por un profesor de gimnasia de duro semblante, se acordó de un maestro parecido, al que le gustaba humillar y curtir a sus alumnos. Servaz subió la escalinata observando los caballos que pastaban, impasibles, en la extensa pradera.
—Soy el comandante Servaz —anunció a la secretaria que permanecía sentada en el despacho contiguo al vestíbulo—. Vengo a ver al director.
La mujer miró con suspicacia su ropa mojada.
—¿Tiene cita?
—Investigo la muerte de la profesora Diemar.
Servaz advirtió que a la mujer se le empañaban los ojos detrás de las gafas. Esta descolgó el teléfono y habló en voz baja. Después se levantó.
—No se moleste. Conozco el camino —dijo él.
Vio que vacilaba un segundo, antes de tomar asiento, con el ademán de quien necesita expresar algo.
—La señora Diemar… —dijo—. Claire. Era una buena persona. Espero que castiguen al que hizo eso.
No había dicho «encuentren», sino «castiguen». No cabía duda de que en Marsac todo el mundo estaba enterado de que habían detenido a Hugo en el escenario del crimen. Se alejó. En aquella parte del instituto reinaba el silencio; las clases se daban en otra zona, en los cubículos de hormigón que se alzaban entre el césped y en el ultramoderno anfiteatro que no existía en su época. Llegó sin resuello a lo alto de la escalera de caracol que rodeaba la torre circular. La puerta se abrió casi de inmediato. El director había compuesto una grave expresión de circunstancias, pero la sorpresa echó a perder su esfuerzo.
—Yo a usted lo conozco. Es…
—El padre de Margot, sí. También soy la persona encargada de la investigación.
—Qué historia más horrible —exclamó, ensombreciendo la expresión—. Además, hay que tener en cuenta la mala fama que eso va a dar a nuestro centro. ¡Una profesora asesinada por un alumno!
«Evidentemente…».
—No sabía que el caso estuviera resuelto —señaló Servaz, adentrándose en la oficina—, ni que se hubieran hecho públicos los detalles de la investigación.
—A Hugo lo detuvieron en casa de la señorita Diemar, ¿no? Bueno, hay que rendirse a la evidencia. Todo lo acusa.
Servaz le asestó una mirada tan fría como el nitrógeno líquido.
—Comprendo que tenga ganas de que el caso se cierre lo antes posible por el interés del centro…
—Exacto.
—Pero primero déjenos hacer nuestro trabajo. Como comprenderá, no puedo darle más precisiones.
El director asintió vigorosamente con la cabeza, ruborizado.
—Sí, sí, por supuesto… Claro… Desde luego, desde luego.
—Hábleme de ella —le pidió Servaz.
—¿Qué? ¿Qué quiere saber? —inquirió, alarmado, el hombre.
—¿Era una buena profesora?
—Sí… Bueno… No siempre estábamos de acuerdo con sus métodos pedagógicos… pero los alumnos… los alumnos… eh… la apreciaban.
—¿Qué relación tenía con ellos?
—¿Cómo?
—¿Mantenía con ellos un trato cordial? ¿Era distante? ¿Severa? ¿Afable? ¿Demasiado cordial para su gusto tal vez? Acaba de decir que ellos la apreciaban.
—Una relación normal.
—¿Hay algún alumno o profesor que pudiera estar resentido con ella?
—No comprendo el sentido de esta pregunta.
—Era una mujer guapa. Pudo haber recibido proposiciones de alguno de sus colegas o incluso alumnos. ¿Nunca le confió nada así?
—No.
—¿Nada de tratos poco recomendables con alumnos?
—Mmm. No que yo sepa…
Advirtiendo la diferencia de talante de ambas respuestas, Servaz resolvió profundizar más adelante aquella cuestión.
—¿Puedo ver su despacho?
El hombre fue a buscar la llave en un cajón y regresó con pesado caminar a la puerta.
—Acompáñeme.
Bajaron al piso inferior y tomaron un pasillo. Servaz se acordaba de dónde se encontraban los despachos de los profesores. Nada había cambiado. El mismo olor a cera, las mismas paredes blancas, el mismo parqué que crujía bajo los pasos.
—¡Oh! —exclamó de improviso el director.
Servaz siguió la dirección de su mirada y descubrió un montículo multicolor al pie de una de las puertas del pasillo, compuesto por ramos de flores, notas redactadas a mano o impresas en papeles plegados en cuatro, algunos envueltos con cintas de colores, y unas cuantas velas encendidas en el suelo. Se miraron y, por un instante, se instaló un clima de solemnidad. Servaz dedujo que la noticia se había propagado por todos los dormitorios. Inclinándose, cogió uno de los papeles y lo desplegó. Había un mensaje escrito con tinta violeta: «Una luz se ha apagado, pero para nosotros nunca dejará de brillar. Gracias». Nada más… Curiosamente emocionado, renunció a leer otros. Ya confiaría esa labor a otra persona.
—¿Qué le parece? ¿Qué debo hacer con esto? —consultó el director, más molesto que conmovido.
—No toque nada —respondió Servaz.
—Pero ¿durante cuánto tiempo? No creo que a los otros profesores les guste mucho.
«Es sobre todo a ti a quien no le gusta, viejo de corazón reseco», pensó el policía.
—Mientras dure la investigación… Forma parte del escenario del crimen —repuso con un guiño—. Ellos están vivos y ella muerta. Con eso deberían conformarse de sobras.
El hombre se encogió de hombros y abrió la puerta.
—Es aquí.
Como el director no parecía tener muchas ganas de entrar, Servaz se adelantó, sorteando los ramos y las velas.
—Gracias.
—¿Todavía me necesita?
—Por ahora no. Creo que encontraré la salida.
—Ah. No se olvide de devolverme la llave cuando haya terminado.
Inclinó la cabeza antes de alejarse, seguido por la mirada de Servaz. Este se puso unos guantes y cerró la puerta. En aquella habitación blanca reinaba un tremendo desorden. El escritorio del centro estaba enterrado bajo una montaña de hojas, de botes rebosantes de bolígrafos, rotuladores, lápices, carpetas y blocs de Post-it de colores, y de entre todo ello sobresalía una lámpara y un teléfono. Detrás de la mesa había una ventana compuesta por seis vidrios alargados, tres grandes y tres pequeños encima. Servaz vio los árboles de los dos patios de recreo, el de los alumnos de instituto y el de los estudiantes de
prépa
, los bosques y los campos de deporte barridos por la lluvia. La pared de la derecha estaba ocupada por tres estanterías blancas, llenas de libros y carpetas. A la derecha de la ventana, en el rincón, reposaba un voluminoso ordenador de los de antes. La pared de la derecha estaba recubierta en su totalidad por decenas de dibujos y reproducciones de obras de arte, colgados sin solución de continuidad, solapados en ocasiones, que conformaban una especie de piel escamosa y abigarrada. La mayoría las conocía.
Recorrió lentamente la habitación con la mirada. Después se colocó frente al escritorio y se sentó en el sillón.
¿Qué buscaba? En primer lugar comprender a la persona que había vivido y trabajado allí. Un despacho es también un espejo de la personalidad de su ocupante. ¿Qué veía allí? A una mujer a quien le gustaba rodearse de belleza. Había elegido asimismo la oficina que contaba con una mejor panorámica de los bosques y los campos de deporte. ¿Habría sido para impregnarse de otro tipo de belleza?
La belleza será convulsiva o no será.
La frase estaba escrita en letras grandes en la pared, en medio de las reproducciones y los cuadros. Servaz conocía a su autor: André Bretón. ¿Qué habría visto Claire en esa frase? Se levantó y se acercó a los libros de la otra pared. Literatura grecorromana (territorio conocido), autores contemporáneos, teatro, poesía, diccionarios y un montón de libros sobre historia del arte: Vasari, Vitruvio, Gombrich, Panofsky, Winckelmann…
De repente, pensó en las lecturas de su padre, tan parecidas a las de Claire…
Aquello era como tener una punta de metal hundida a la altura del corazón no tan profunda como para matar pero lo bastante como para causar dolor. ¿Cuánto tiempo debía arrastrar un hijo la sombra de un padre muerto atada a sus pasos? Pese a que concentraba la vista en las hileras de libros, miraba un punto muy lejano. Durante su juventud, creía haberse librado de aquello, creía que aquella clase de recuerdo se iría mitigando con el tiempo y acabaría volviéndose inocuo, como los demás. Poco a poco, se había dado cuenta no obstante de que la sombra seguía siempre allí, aguardando a que volviera a la cabeza. Ella tenía la eternidad ante sí, a diferencia de él, y le decía sin ambages: «No te voy a soltar jamás».
Había tomado conciencia de que uno se puede desprender del recuerdo de una mujer a la que ha amado, de un amigo que lo ha traicionado, pero no de un padre que se ha suicidado y que lo ha elegido a uno para descubrir su cadáver.