Lo había cerrado mal, porque todavía goteaba.
En la silenciosa habitación sonaba un ruido agudo cada vez que una gota chocaba contra la superficie del agua.
Tal vez la había golpeado antes. Servaz lamentó no poder hundir una mano en la bañera, sacar la cabeza del agua y levantar el cráneo para palpar el occipital y el parietal —dos de los ocho huesos planos que componen la caja craneal— a través de la larga cabellera morena. No podía porque aquello era competencia del forense.
El brillo de su linterna rebotaba en el agua. Entonces la apagó y solo quedó la luz proveniente del agua, que parecía constelada de lentejuelas.
Servaz cerró los ojos y contó hasta tres antes de volverlos a abrir. La luz no provenía de la bañera, sino de la boca de la víctima. Le habían hundido en la garganta una pequeña linterna, que no debía de tener más de dos centímetros de diámetro. La punta que emergía de la orofaringe y la úvula alumbraba el paladar, la lengua, las encías y los dientes de la muerta, al tiempo que su haz se difractaba en el agua circundante.
Era como una lámpara de pantalla humana…
Servaz se preguntó, perplejo, cuál era el significado de aquel último gesto. ¿Una especie de firma? Su inutilidad en el modo operatorio en sí y su indiscutible valor simbólico daban que pensar. Habría que encontrar el símbolo. Reflexionó en lo que veía y en las muñecas de la piscina, tratando de determinar la importancia de cada elemento.
El agua…
El agua era el elemento principal. Percibiendo materia orgánica en el fondo de la bañera, olfateó el aire. Al identificar un leve olor a orina, concluyó que efectivamente había muerto en aquella fría agua.
El agua allí y el agua afuera… Llovía… ¿Habría esperado el asesino a esa noche de tormenta para pasar a la acción?
Se acordó de que no había visto ninguna huella especial en la escalera al salir. Si el cuerpo hubiera sido atado en otra habitación y luego arrastrado hasta allí, había grandes posibilidades de que hubiera dejado arañazos en los zócalos y rasguñado o ajado la moqueta. Pediría a los técnicos que examinaran bien las escaleras y tomaran muestras, pero ya conocía de antemano la respuesta.
Volvió a mirar a la chica y lo asaltó el vértigo. Aquella mujer tenía un futuro. ¿Quién merecía morir tan joven? La mirada sumergida en el agua le contaba una parte: había tenido miedo, mucho miedo antes de morir. Había comprendido que se había acabado, que todo su crédito se había agotado antes incluso de saber qué era envejecer. ¿En qué habría pensado? ¿En el pasado o en el futuro? ¿En las ocasiones desperdiciadas, en las segundas oportunidades que ya no iba a tener, en los proyectos que nunca se iban a hacer realidad, en los amantes o en el gran amor? ¿O bien en la supervivencia tan solo? Se había debatido con la ferocidad de un animal caído en una trampa, pero para entonces se hallaba ya encerrada en su estrecha prisión de cuerda y había sentido cómo el nivel del agua subía, de manera lenta e inexorable, a su alrededor, contra su piel. Aunque el pánico aullaba como un huracán en su cerebro impeliéndola a gritar, la pequeña linterna se lo había impedido con mayor eficacia que una mordaza. Solo había podido respirar por la nariz, con la garganta dolorida, inflada en torno a aquel objeto extraño, y el cerebro apenas irrigado de oxígeno. Seguramente había exhalado un hipido en el momento en que el agua le había entrado por la boca. Luego el pánico se había transformado en puro terror cuando el agua había penetrado por la nariz, recubierto la cara, sumergido la córnea de aquellos ojos abiertos como platos…
De repente volvió la luz y ambos tuvieron un sobresalto.
—¡Mierda! —exclamó Espérandieu.
★ ★ ★
—Explíqueme por qué debería confiarle el caso a usted, comandante.
Servaz levantó la cabeza para mirar a Castaing. El fiscal sacó un cigarrillo y se lo encajó entre los labios. Al encenderlo, la brasa chisporroteó bajo las gotas. El hombre tenía el aspecto de un tótem, plantado bajo la lluvia entre la luz de los faros, mirando de arriba abajo a Servaz desde lo alto de su estatura.
—¿Por qué? Porque todo el mundo prevé que lo haga. Porque es la opción más razonable. Porque si no lo hace y esta investigación fracasa de manera estrepitosa, le van a preguntar después por qué no lo hizo.
Bajo los prominentes arcos de las cejas, los ojillos chispearon sin que Servaz alcanzara a determinar si era por un sentimiento de cólera, de hilaridad o de ambas cosas a la vez. Era asombroso lo mucho que costaba descifrar la gestualidad de aquel hombre.
—Cathy d'Humières siempre se deshace en alabanzas hacia usted. —El tono expresaba sin ambigüedad una buena carga de escepticismo—. Dice que su grupo de investigación es el mejor con el que ha trabajado nunca. No es un cumplido cualquiera, ¿verdad?
Servaz optó por guardar silencio.
—Quiero que me tenga al corriente de todos sus movimientos y de los avances de las pesquisas. ¿Queda claro?
Servaz se limitó a asentir con la cabeza.
—Transfiero el caso a la policía judicial regional y ahora mismo llamo a su director. Regla número uno: nada de tapujos ni de desviaciones con el reglamento. O sea, que no se va a tomar ninguna iniciativa sin mi consentimiento previo.
Desde sus cuencas, los ojos de Castaing buscaron un gesto de acatamiento. Servaz asintió con la cabeza.
—Regla número dos: todo lo relacionado con la prensa lo gestionaré yo. Usted no hablará con los periodistas. Me encargaré yo.
Vaya, él también quería disfrutar de su cuarto de hora de gloria. Andy Warhol había sembrado la discordia con su frase y ahora todo el mundo quería ser protagonista con focos antes de irse de este mundo: los árbitros que se excedían un poco en los campos de deporte, los sindicalistas que tomaban como rehenes a los patronos para defender sus puestos de trabajo, pero también para salir por la tele, y los fiscales de ciudades de provincia en cuanto se encendía una cámara.
—Seguramente habría preferido trabajar con Cathy d'Humières, pero va a tener que adaptarse a mi presencia. Lo nombro para lo que dure la detención en incomunicación. Mandaré abrir un expediente judicial no bien se efectúe la presentación del sospechoso. Si no estoy satisfecho con su trabajo, si la fase de detención no avanza lo bastante deprisa o si considero que no rinde como debería, haré que el juez lo destituya en favor de la sección de investigación de la gendarmería. Mientras tanto, tiene carta blanca.
Giró sobre sí y se alejó hacia el Skoda que tenía aparcado un poco más lejos.
—Estupendo —ironizó Vincent—. El nuestro es un oficio realmente agradable.
—Al menos sabemos a qué atenernos —intervino Samira a su lado—. ¿Qué clase de juzgados tienen en Auch?
Había llegado cuando bajaban del piso de arriba, atrayendo como no podía ser de otro modo la atención de los gendarmes con su parka militar que llevaba impresa en la espalda la leyenda Zombies vs Vampiros.
—Un tribunal de segunda instancia, de alcance departamental…
—Mmm.
Adivinaba adonde quería ir a parar: probablemente aquel era el primer caso de cierta envergadura con que se enfrentaba el señor fiscal. Para compensar su falta de experiencia, afirmaba su autoridad. La justicia y la policía avanzaban a veces de común acuerdo, pero otras era como si cada una tirase de uno de los extremos opuestos de una cuerda.
Volvieron a la casa. Los técnicos de identificación judicial habían llegado; habían tendido cintas de balizamiento, encendido varios proyectores, desenrollado metros y metros de cables eléctricos y colocado señales en plástico amarillo para identificar posibles indicios. Para entonces barrían las paredes con sus lámparas especiales a fin de localizar posibles restos de sangre, de esperma o sabía Dios qué más. Iban y venían entre la planta baja, la escalera y el jardín embutidos en sus monos blancos, sin hablarse, concentrados cada cual en la labor concreta que les correspondía.
Servaz pasó del comedor al jardín. Aunque se había calmado un poco la lluvia, aún sintió el golpeteo de las gotas en la cabeza. En sus oídos todavía resonaba la voz de Marianne en el teléfono. Según ella, Hugo la había llamado para explicarle que acababa de despertarse en la casa de su profesora, con la voz alterada por el pánico. No tenía la menor idea de por qué estaba allí ni de cómo había llegado. Le había contado entre sollozos que primero había revisado el jardín porque las vidrieras estaban abiertas y había descubierto con estupefacción la colección de muñecas que flotaban en la piscina. Después se había sentido en la obligación de revisar la casa, cuarto por cuarto. Creyó que se desmayaría al descubrir el cuerpo de Claire Diemar arriba de todo, en la bañera. Marianne había explicado a Servaz que, durante cinco minutos o más, su hijo había sido incapaz de decir algo coherente, ahogado por el llanto. Después se había serenado y había seguido relatando lo ocurrido. Había cogido a Claire en el agua, la había sacudido para despertarla, había intentado deshacer los nudos, pero estaban demasiado prietos, y de todas maneras, no cabía duda de que estaba muerta. Había salido aturdido de la casa y se había ido bajo la lluvia hasta la piscina. Ignoraba cuánto rato había permanecido allí, alelado, sentado al borde del agua, antes de llamar a su madre. Le había contado que se sentía raro, medio grogui. Esa era la expresión que había empleado, como si lo hubieran drogado… Después, todavía no se había despejado cuando los gendarmes habían llegado y lo habían esposado.
Servaz se acercó a la piscina. Un técnico estaba recogiendo las muñecas con ayuda de un salabre. Después de cogerlas, las iba metiendo una a una en unas grandes bolsas precintables que le tendía un compañero. La escena tenía algo de irreal. Las blancas caras de las muñecas resplandecían bajo la violenta luz de los proyectores que habían enchufado también allí, al igual que sus miradas, azules y estáticas. La diferencia radicaba, pensó con un escalofrío Servaz, en que al contrario de la mirada de Claire Diemar, que tenía todo el aspecto de la muerte, las de las muñecas parecían extrañamente vivas. Más concretamente, presentaban la apariencia de una viva hostilidad… «Bobadas», se dijo Servaz, arrepentido de albergar tales pensamientos.
Rodeó despacio la piscina, con cuidado para no resbalar en las baldosas mojadas. Tenía el presentimiento de que había algo en el comportamiento o la actitud de la víctima que había atraído al predador, de la misma manera que, en la naturaleza, el animal se forma una imagen de su presa y no caza al azar.
Aquella puesta en escena dejaba a las claras que tampoco en ese caso la elección de la víctima se debía al azar.
Se paró delante de la pared que separaba el jardín de la calle y levantó la vista. Desde allí se veía el piso de arriba de la casa de enfrente. Una ventana daba directamente a la piscina. Había sido sin duda desde allí por donde el vecino inglés había reparado en Hugo y en las muñecas. Si Hugo hubiera estado sentado al otro lado de la piscina, al abrigo de la pared, nadie lo habría visto, pero se había sentado del lado donde se encontraba entonces Servaz. Quizá no había pensado en eso, quizás estaba demasiado azorado, demasiado desorientado después de lo que acababa de ocurrirle para preocuparse por otra cosa. Servaz frunció el entrecejo, con el cuello encogido bajo el martilleo de la lluvia que se colaba por su nuca. Había algo muy extraño en todo aquello.
Oliver Winshaw era un anciano con una mirada igual de vivaracha que la de un pez recién salido del agua y, a pesar de la hora tardía, no parecía nada cansado. Servaz advirtió que, aunque no había pronunciado ni una palabra, su mujer no dejaba de mirarlos y no se perdía ni un detalle. Al igual que su marido, no parecía ni de lejos dormida. Eran dos viejos con la mente alerta y la cabeza clara, que habían llevado sin duda unas vidas interesantes y que tenían intención de seguir haciendo funcionar sus neuronas el mayor tiempo posible.
—Una vez más, para que quede bien claro: ¿no se había percatado de nada fuera de lo habitual últimamente?
—No, nada. Lo siento.
—Aunque solo fuera un individuo que merodea, alguien que llama a la puerta de su vecina, un detalle al que no habría prestado atención en su momento, pero que, en vista de lo ocurrido, podría parecerle sospechoso ahora. Le pido que se concentre, es importante.
—Yo creo que somos bastante conscientes de la importancia del asunto —dijo con firmeza la mujer, abriendo por primera vez la boca—. Mi marido trata de ayudarlo, comisario; ya lo ve.
Servaz observó a Oliver, cuyo párpado izquierdo se había puesto a temblar de manera imperceptible.
—Señora Winshaw, ¿podría dejarnos a solas un momento a mí y a su marido? —pidió, sin molestarse en corregir lo de «comisario».
La mirada de la mujer se endureció mientras entreabría los labios.
—Oiga, comisario, yo…
—Christine, por favor —intervino Winshaw.
Servaz vio que la esposa daba un respingo. No debía de estar acostumbrada a que su marido asumiera las riendas. En la voz de Oliver Winshaw había un matiz inconfundible: le había gustado oír cómo alguien ponía a su mujer en su sitio, y también le agradaba la perspectiva de encontrarse a solas entre hombres. Servaz se volvió hacia sus dos ayudantes y les indicó que se fueran también.
—No sé si usted tiene derecho estando de servicio, pero yo me tomaría con gusto un whisky —dijo alegremente el anciano cuando se encontraron.
—Pues no me voy a hacer de rogar —repuso, sonriente, Servaz—. Sin hielo, gracias.
Winshaw le dedicó una sonrisa que evidenció la amarillenta marca de la teína. Tenía una mirada tranquila y maliciosa y un cabello largo y ralo. Servaz se levantó y se acercó a la estantería.
El paraíso perdido, La balada del viejo marinero, Hyperion, La caza del snark, La tierra baldía
… Allí se sucedían metros y metros de poesía inglesa.
—¿Le interesa la poesía, comandante?
Servaz tomó la copa que le ofrecía. El primer trago descendió como fuego. Era bueno, con un regusto ahumado muy marcado.
—La latina solamente.
—¿Hizo estudios universitarios?
—De letras, hace mucho.
Winshaw asintió vigorosamente con la cabeza en señal de aprobación.
—No hay nada como la poesía para expresar la incapacidad del hombre para aprehender el sentido de nuestro paso en esta tierra —dijo—. Aun así, si le dejan libre elección, la humanidad siempre preferirá el fútbol a Victor Hugo.