Sí, los archivos gestionados con un programa antediluviano a través del cual introducía la policía todos los atestados, un
software
pesado hasta lo indecible que deberían haber cambiado hacía mucho. Servaz aguardó la explicación observando los caballos que se desplazaban bajo la luz gris, elegantes y etéreos como criaturas celestes.
—Un tipo condenado varias veces por agresión sexual contra mujeres jóvenes e incluso por una violación en domicilio, en Tarbes, en Montauban y en Albi. Se llama Elvis Konstandin Elmaz. Tiene un historial de lo más completo. A los veinticinco años ya acumulaba una docena de condenas por tráfico de estupefacientes, violencia con agravantes, robo… En la actualidad tiene veintisiete. Es un predador que usa un método escalofriante. Tenía por costumbre conectarse en sitios de encuentros en busca de sus futuras presas. —Servaz se acordó de la lista de mensajes vacía de Claire—. En 2007, se dio así cita con una de sus víctimas en un lugar público de Albi, la llevó a su casa amenazada con un cuchillo, la ató a un radiador, la amordazó y le quitó la tarjeta de crédito después de obligarla a confiarle el código. También la violó y amenazó con tomar represalias si lo denunciaba. En otra ocasión, agredió a una mujer en un parque de Tarbes, de noche, la maniató y la metió en el maletero de su coche, aunque luego cambió de idea y la abandonó entre unas matas. Es un milagro que aún no haya matado a nadie… —Se interrumpió—. Bueno, si no tomamos en cuenta… El caso es que salió de la cárcel este año.
—Ajá.
—Hay, sin embargo, una pega…
Oyó el tintineo de una cuchara contra una taza.
—Parece ser que nuestro Elvis local tiene una coartada de peso para anoche. Tuvo una pelea en un bar.
—¿Y eso es una coartada de peso?
—No, aparte de que lo trasladaron a Rangueil en ambulancia. Ingresó en urgencias hacia las diez de la noche. A estas horas aún sigue en el hospital.
A las diez de la noche… En ese momento, Claire ya estaba muerta y Hugo permanecía sentado al borde de la piscina. ¿Le habría dado tiempo a Elvis Elmaz de volver a Toulouse y provocar una pelea para procurarse una coartada? ¿Dónde habría, en tal caso, encontrado el tiempo y la ocasión para drogar a Hugo?
—¿Se llama de verdad Elvis?
La oyó carcajearse en el teléfono.
—Sí, señor. Me he informado y parece que es un nombre bastante corriente en Albania. En cualquier caso, con ese bruto estamos más en la sintonía de
Jailhouse Rock
que de
Don't Be Cruel
.
—Mmm, mmm —murmuró Servaz, sin captar muy bien el sentido de la frase.
—¿Qué hacemos, jefe? ¿Voy a interrogarlo?
—No te muevas, que ahora voy. Asegúrate tan solo de que los del hospital no lo suelten.
—No se preocupe. Me voy a pegar como una lapa a ese cabrón.
La esperanza es una droga.
La esperanza es un psicotrópico.
La esperanza es un excitante más potente que la cafeína, el
khat
, el mate, la cocaína, la efedrina, el EPO, el
speed-ball
o las anfetaminas.
La esperanza le aceleraba el ritmo cardiaco, le aumentaba la frecuencia respiratoria, le elevaba la presión sanguínea y le dilataba las pupilas. La esperanza le estimulaba la secreción de las glándulas suprarrenales y le amplificaba las percepciones auditivas y olfativas. La esperanza le contraía las vísceras. Su cerebro ebrio de esperanza lo captaba de repente todo con una agudeza que jamás había experimentado.
Un dormitorio…
No era el suyo. Por espacio de un brevísimo instante había creído que se había despertado en su casa, que aquellos interminables meses pasados en el fondo de aquel sótano había, sido tan solo una pesadilla, que la mañana había llegado, devolviéndola a su vida de antes, a su maravillosa y banal rutina cotidiana… pero aquel dormitorio no era el suyo.
Era una habitación desconocida, que nunca había visto.
La mañana. Volvió un poco la cabeza y vio el raudal de luz cada vez más intensa que atravesaba los visillos, cerca de la cama, entre las cortinas. Los números rojos del despertador de la mesita marcaban las 6.30. En el otro extremo de la habitación había un armario de luna. Al levantar la cabeza, vio en el espejo sus pies, sus piernas y, entre ellas, su propia cara, semejante a la de un animalillo inquieto, aterrorizado, en medio de la penumbra.
Había alguien dormido a su lado…
La esperanza regresó. ¡Se había dormido y había olvidado volverla a bajar al sótano antes de que se disiparan los efectos de la droga que le había administrado! No se lo podía creer. Un error, un error por fin al cabo de todos aquellos meses de cautiverio. ¡Aquella era su oportunidad! Tuvo la impresión de que el corazón se le desprendía, que estaba a punto de sufrir un infarto.
La esperanza —una esperanza delirante— estalló en su cerebro. Volvió con prudencia la cabeza hacia él, consciente del ensordecedor latido de su sangre en los oídos.
Dormía a pierna suelta. Observó con una absoluta neutralidad su largo cuerpo tendido, desnudo, a su lado, sin odio ni fascinación. Hacía mucho que había superado ese estadio. Hasta el color rubio artificial de su pelo cortado al rape, su perilla oscura y sus brazos negros de tatuajes que lo perfilaban como una segunda piel escamosa habían dejado de llamarle la atención. Al ver unos cuantos filamentos de esperma seco en los pelos de sus muslos se estremeció, pero no fue nada en comparación con las náuseas y las arcadas que la asaltaban al principio. En aquel sentido, también había superado ese estadio.
La esperanza renovaba sus fuerzas. De repente, sentía un ardiente deseo de abandonar aquel infierno, de ser libre. Las emociones se superponían, contradictorias. Era la primera vez desde el inicio de su cautividad que contemplaba la luz del día, aunque solo fuera a través de una ventana y unos visillos, la primera vez que se despertaba en una cama y no sobre el duro suelo de su sótano, en la oscuridad. Aquel era el primer dormitorio que veía desde hacía meses, quizás años…
«No es posible. Ha ocurrido algo».
No debía distraerse, sin embargo. La luz se iba incrementando en la habitación y él acabaría despertándose. Nunca volvería a presentársele una ocasión así. El miedo regresó de inmediato.
Había una solución. Matarlo, allí, sin dilación, partirle el cráneo con la lámpara de la mesita. Sabía, con todo, que, si no lo conseguía a la primera, él la reduciría al instante. Era demasiado fuerte para ella, que era tan débil. Tenía dos opciones más: localizar un arma… un cuchillo, un destornillador, un objeto pesado o puntiagudo.
O bien huir…
Ella tenía preferencia por la última alternativa. Estaba tan debilitada, le quedaban tan pocas energías para enfrentarse a él… Pero ¿adonde podría huir? ¿Qué había afuera? La única vez en que la había cambiado de lugar había oído trinos de pájaros, un gallo que se desgañitaba y había adivinado los olores propios del campo. Debía de ser una casa apartada.
Con el corazón en un puño, convencida de que se iba a despertar y abrir los ojos de un momento a otro, levantó la sábana, abandonó la cama y dio un paso hacia la ventana.
El corazón dejó de latirle.
No era posible…
Veía un claro bañado por el sol y el linde de los árboles. Como en los cuentos de hadas de su infancia, la casa estaba aislada en medio del bosque. Veía la hierba alta, campanillas, amapolas y mariposas amarillas que revoloteaban por todas partes. Oía el bullicio de los pájaros que saludaban la llegada del día, incluso a través del cristal. Durante todos aquellos meses de infierno bajo tierra, la vida más simple y más hermosa se hallaba allí, tan cerca.
Miró la puerta de la habitación, que la atraía de manera irresistible. La libertad estaba también allí, justo detrás. Desvió la mirada hacia la cama. Él seguía dormido. Con la impresión de que el pulso se le desbocaba, dio un paso y luego otro… rodeando la cama donde yacía su verdugo. La manecilla de la puerta giró sin hacer ruido. No se lo podía creer. La puerta se abrió a un pasillo, estrecho y silencioso. Había varias a derecha e izquierda, pero siguió recto y fue a salir al espacioso comedor. Reconoció al instante la gran mesa de madera oscura como un lago, el aparador, el equipo de música, la inmensa chimenea, los candelabros. Ante sus ojos desfilaron los platos y las rutilantes velas, en sus oídos resonó la música y en su nariz revivió el olor de los platos. Las náuseas se manifestaron de nuevo. «Eso nunca más…». Aunque los postigos estaban cerrados, el sol proyectaba desde afuera amplias franjas de luz a través de las rendijas.
El vestíbulo y la puerta principal quedaban justo allí, a la derecha, en la zona de sombra. Dio dos pasos más y notó que aún no habían cesado del todo los efectos de la droga que le había administrado. Era como si se desplazara en el agua, como si el aire tuviera una densidad que le oponía resistencia. Sus movimientos eran torpes y pesados. Se detuvo de pronto. No podía salir como estaba, desnuda. Se volvió a mirar atrás y se le encogieron las entrañas. Cualquier cosa con tal de no volver a esa habitación. Una manta de viaje en el sofá… La cogió y se la echó encima de los hombros. Luego se acercó a la puerta de entrada. Era antigua, como el resto de la casa, de basta madera. Levantó el pestillo y empujó.
La luz del sol la cegó. El canto de los pájaros estalló como un choque de címbalos, las moscas la asaltaron con su zumbido, el perfume de la hierba y de los árboles le agredió el olfato, el calor le acarició la piel. Aquejada de un momentáneo mareo, pestañeó, sin resuello. La embestida del calor, la luz y la vida le producían vértigo. Estaba ebria de libertad, pero el miedo regresó enseguida. Disponía de poco tiempo.
A la derecha había un edificio, una especie de granero medio hundido que dejaba asomar las vigas. Debajo vio un fárrago de viejos electrodomésticos, herramientas, un montón de leña y un coche…
Se dirigió hacia él, hollando descalza la tierra que ya comenzaba a calentar el sol. La puerta del lado del conductor se abrió con un chirrido y por un instante temió que el ruido lo despertara. El interior olía a polvo, a cuero y a aceite de motor. Palpó con mano trémula, pero no había llave. Buscó en la guantera, debajo del asiento, por todas partes, en vano. Volvió a salir. Debía huir, sin perder más tiempo… Miró en torno a sí y vio una pista forestal. No, por allí no. Después percibió el vago perfil de un sendero en el claroscuro del bosque. Sí. Echó a correr en aquella dirección y se dio cuenta de lo débil que estaba, de lo mal que le respondían las piernas. Debía de haber perdido entre diez y quince kilos en el sótano. La esperanza le insuflaba, con todo, una nueva energía, al igual que ese aire cálido y vibrante, esa luz acariciadora, esa naturaleza rebosante de vida.
Bajo los árboles hacía más fresco, pero los ruidos no se acallaron. Corrió por el sendero y aunque las aristas de las piedras y las espinas le lastimaban los pies, no acusó el dolor. Traspasó un puentecillo que mediaba entre las orillas de un riachuelo y las planchas vibraron bajo sus pasos.
Después empezó a sospechar que allí había algo raro…
Vio algo en el suelo, en medio del camino, un poco más allá…
Era un objeto oscuro. Aminoró la marcha, acercándose. Era un viejo radiocassette, con un asa para transportarlo… Del aparato surgía música. La reconoció de inmediato, estremecida de horror. La había oído cientos de veces…, Exhaló un hipido. Aquello era injusto, infinitamente cruel. Podía soportar cualquier cosa, menos aquello.
Se inmovilizó, con las piernas flaqueantes. No podía seguir por allí, ni tampoco podía volver sobre sus pasos. A su derecha había un barranco demasiado ancho y profundo, en el fondo del cual discurría el riachuelo.
Se precipitó hacia la izquierda y tras franquear un ribazo, se alejó corriendo por una imprecisa senda trazada en medio de los helechos.
La siguió jadeante, mirando de vez en cuando hacia atrás, sin ver a nadie. Sobre el fondo de los trinos de pájaros, la siniestra música se elevaba a su espalda, transportada por el eco, como una omnipresente amenaza.
Creía haberla dejado lejos cuando tropezó de bruces con un cartel clavado en el tronco de un árbol, en el punto en que la senda se bifurcaba en dos, formando una T entre los helechos. En él había pintada una doble flecha que indicaba las dos posibilidades que se le ofrecían. Encima había dos palabras: LIBERTAD por un lado, MUERTE por el otro.
Le volvió a dar hipo. Se inclinó para vomitar en los helechos al borde del camino.
Enderezándose, se limpió la boca con una punta de la manta, que olía a encerrado, a polvo, a muerte y a locura… Ahora se daba cuenta. Tenía ganas de llorar, de echarse al suelo y no moverse más, pero debía reaccionar.
Sabía que era una trampa, uno de sus juegos perversos. «Muerte o libertad…». ¿Qué ocurriría si elegía «libertad»? ¿Qué clase de libertad le ofrecería? Sin duda no sería la de recuperar su vida de antes. ¿La liberaría de su prisión matándola? ¿Y si elegía «muerte»? ¿Era una metáfora? ¿De qué? ¿La muerte de su sufrimiento, el final de su calvario? Se precipitó por ese lado, calculando que, en la mente de aquel enfermo, la oferta más tentadora en apariencia era seguramente la peor.
Corrió todavía un centenar de metros antes de avistar una forma oscura y alargada que pendía en vertical a la altura de un metro por encima del camino.
Redujo de nuevo la marcha, corriendo más despacio y caminando después… hasta detenerse cuando comprendió de qué se trataba, con el corazón en la boca. Había un gato colgado de una rama. La cuerda que lo estrangulaba le apretaba el cuello de tal forma que pronto se lo iba a segar. Del blanco hocico asomaba una punta de lengua rosa y el cuerpo estaba rígido como una tabla.
Aunque ya no le quedaba nada en el estómago, la aquejaron las arcadas mientras el gusto de la bilis le invadía la boca y un miedo cerval le recorría la columna.
Exhaló un gemido. La esperanza menguó en ella como la llama de la vela que se apaga. En lo más profundo de su ser, sabía que aquellos bosques y aquel sótano serían los últimos lugares que iba a ver, que no había salida, ni ese día ni los otros. Aun así, quería creer que tenía una mínima posibilidad.
¿Nadie se paseaba por aquel condenado bosque? De repente se preguntó dónde se encontraba: ¿en Francia o en el extranjero? Sabía que existían países donde uno podía caminar durante horas y días sin encontrar un alma.