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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (3 page)

BOOK: El círculo
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Pensándolo bien, debía reconocer que a los cuarenta y un años tenía tan solo dos centros de interés en su existencia: su profesión y su hija. Y los libros, aunque los libros eran algo distinto. Más que un centro, eran el pilar de su vida.

¿Sería suficiente? ¿A qué se reducía la vida de los demás? Observando el fondo del vaso de cerveza, donde solo quedaban los restos de espuma, resolvió que ya había bebido bastante por esa noche. Aquejado por unas urgentes ganas de orinar, se abrió paso hasta la puerta del baño. La suciedad alcanzaba un grado repugnante allí dentro. Servaz oyó el ruido que produjo contra la porcelana del urinario el chorro proveniente de un individuo calvo situado de espaldas a él.

—Vaya equipo de negados —dijo este cuando el policía se desabrochó a su lado—. Es una vergüenza ver esto.

Se cerró la bragueta y se fue sin tomarse la molestia de lavarse las manos. Servaz se frotó bien con jabón las suyas, se secó con el aire caliente y luego, en el momento de salir, se cubrió la mano con la manga antes de asir la manecilla que había tocado el hombre.

Le bastó una breve ojeada para averiguar que no había habido cambios durante su ausencia, pese a que el partido tocaba a su fin. La masa de espectadores era un volcán de frustración. Pronosticando que si la cosa seguía así iban a producirse disturbios, Servaz regresó a su puesto.

—¡Venga! —vociferaban sus vecinos—. ¡Pasa la pelota de una vez, coño!

—¡A la derecha! ¡A la dereeecha!

Lo estaba interpretando como un indicio de que algo ocurría cuando sintió una vibración en el bolsillo. Sacó el móvil. No era un
smartphone
, sino un viejo Nokia. La pantalla iluminada indicaba que algo ocurría también en el aparato. La llamada había sido transferida al buzón de voz.

Servaz marcó el número y se quedó petrificado.

Aquella voz… Tardó medio segundo en reconocerla, medio segundo que duró una eternidad. Era como si el espacio-tiempo se hubiera contraído, como si los veinte años que lo separaban de la última vez que la había oído pudieran franquearse en lo que tarda en latir dos veces el corazón. Incluso después de tanto tiempo, sintió un vacío en el estómago al oírla.

Tuvo la impresión de que la sala comenzaba a girar a su alrededor. La algarabía, los gritos de aliento, el zumbido de las
vuvuzelas
retrocedieron y se perdieron en la niebla. El presente se contrajo hasta volverse minúsculo.

—¿Martin? —decía la voz—. Soy yo, Marianne… Llámame, por favor. Es muy importante. Te lo suplico, llámame en cuanto oigas el mensaje.

Una voz surgida del pasado… en la que se traslucía el miedo.

★ ★ ★

Samira Cheung tiró la chaqueta de cuero encima de la cama y observó al gordo que fumaba, arrellanado en las almohadas.

—Tendrás que largarte. Me tengo que ir a trabajar.

El hombre que había sentado en su cama tenía treinta años más que ella, un manifiesto exceso de peso en el abdomen y pelos blancos en el pecho, pero a Samira no le importaba. Era bueno follando y eso era lo que contaba en su opinión. Ella misma tampoco era una beldad. Desde el instituto, sabía que la mayoría de los hombres la consideraban fea… o más bien que encontraban fea su cara y singularmente atractivo su cuerpo. Con el extraño sentimiento ambivalente que les inspiraba, la balanza se decantaba a veces de un lado y a veces de otro. Samira Cheung lo compensaba acostándose con la mayor cantidad de hombres posible. Había comprobado desde haría tiempo que los más guapos no son necesariamente los mejores amantes, y lo que ella buscaba eran amantes de buen rendimiento, no un príncipe encantador.

La espaciosa cama crujió cuando su barrigudo amante sacó las piernas de debajo de las sábanas y se inclinó para coger la ropa que tenía plegada en una silla, cerca de un espejo de cuerpo entero en el que se reflejaba una parte de la buhardilla. Las telarañas, el polvo, una araña barroca con solo la mitad de las bombillas en funcionamiento, alfombras de junco, una cómoda y un armario españoles comprados de segunda mano ocupaban el resto del espacio. Samira se puso unas bragas y una camiseta antes de desaparecer por la trampilla del suelo.

—¿Licor o café? —preguntó desde el piso de abajo.

En la cocinilla pintada de rojo que por su exigüidad recordaba el pañol de un barco, encendió la cafetera. Exceptuando la bombilla desnuda que brillaba encima de ella, la gran casa estaba completamente a oscuras. Samira había adquirido aquella ruina situada a veinte kilómetros de Toulouse el año anterior. La restauraba poco a poco (seleccionaba a sus amantes ocasionales entre los representantes de diferentes oficios, como electricistas, fontaneros, albañiles, pintores, techadores…) y por el momento solo ocupaba una quinta parte de la superficie habitable. Todas las habitaciones de la planta baja estaban sin muebles, tapadas con cubiertas de plástico, con andamios en las paredes, botes de pintura y herramientas, y lo mismo ocurría con la primera planta, de modo que mientras tanto había instalado su dormitorio en el desván.

En la pared roja había pintado con estarcido en grandes letras plateadas: Prohibido el paso a toda persona ajena a la obra. En 24 la camiseta, a través de cuya tela despuntaban sus menudos pechos, lucía el lema: I Love Me. El hombre bajó pesadamente los peldaños de la escalera, empinada igual que la de un barco. Ella le tendió café humeante y dio un mordisco a una manzana empezada que comenzaba ya a oxidarse. Luego desapareció en el cuarto de baño. Al cabo de cinco minutos, se desplazó al «vestidor». Toda su ropa estaba colgada de manera provisional en unos largos bastidores metálicos, protegida con fundas transparentes; la ropa interior y las camisetas estaban guardadas en muebles de cajones de plástico y las decenas de pares de botas componían una línea a lo largo de la pared.

Se puso un vaquero agujereado en las rodillas, unos botines de tacón plano, otra camisa y un cinturón de cuero con tachuelas. A ello añadió la funda con su arma de servicio y una parca de estilo militar para la lluvia.

—¿Aún estás ahí? —dijo al volver a la cocina.

El gordo cincuentón se limpió la mermelada adherida a los labios. Después la atrajo hacia sí y la besó posando las regordetas manos en sus nalgas, a través del vaquero. Ella se dejó manosear un momento, antes de soltarse.

—¿Cuándo te vas a ocupar de mi ducha?

—Este fin de semana no. Mi mujer vuelve de casa de su hermana.

—Encuentra un día entre semana.

—Tengo la agenda completa —arguyó él.

—Si no me haces de fontanero, no hay cama —anunció ella.

El hombre arrugó el entrecejo.

—Quizás el miércoles por la tarde. No es seguro.

—Las llaves estarán en el sitio de siempre.

Samira iba a añadir algo cuando en algún sitio empezó a sonar una mezcla de
riffs
de guitarra eléctrica y de alaridos de película de terror. Eran los primeros compases de una pieza de Agoraphobic Nosebleed, un grupo americano de
grindcore
. Para cuando hubo localizado el móvil, los alaridos y los decibelios habían cesado. Miró el número del remitente: Vincent. Iba a llamarlo cuando el teléfono se puso a vibrar.

«Llámame», decía el SMS.

Obedeció sin demora a la demanda.

—¿Qué ocurre?

—¿Dónde estás? —preguntó él sin responder.

—En mi casa. Iba a salir. Esta noche estoy de guardia.

—En una noche como aquella, todos los hombres de la brigada que habían podido darse de baja lo habían hecho—. Y tú, ¿no estás viendo el partido?

—Ha habido una llamada…

Una urgencia. Seguro que era el sustituto de guardia de la fiscalía. Mala suerte para los aficionados al fútbol. En los juzgados también debían de estar pendientes de la tele. A ella misma le había costado encontrar un amante para esa noche. Estaba claro; en una ocasión así, el fútbol tenía prioridad sobre el sexo.

—¿Han llamado de la fiscalía? —preguntó—. ¿De qué se trata?

—No, no es la fiscalía.

—¿Ah, no?

—Ya te lo explicaré —repuso Espérandieu, con una tensión inhabitual en la voz—. No vale la pena que vayas a la central. Coge el coche y reúnete con nosotros. ¿Tienes papel para apuntar?

Sin prestar atención a su invitado, que daba muestras de impaciencia a su lado, abrió un cajón de la cocina y sacó un bolígrafo y un Post-it.

—Espera… Sí, ya está.

—Te doy la dirección adonde tienes que ir.

—Vale.

Enarcó una ceja mientras anotaba, pese a que él no la podía ver.

—¿Marsac? Eso está en el campo… ¿Quién os ha llamado, Vincent?

—Ya te lo explicaremos. Vamos de camino. Acude en cuanto puedas.

Un relámpago iluminó el cielo detrás de la ventana.

—¿Con quién estás?

—Con Martin.

—De acuerdo. Ahora mismo voy.

Apagó el móvil con la sensación de que allí había algo extraño.

3
MARSAC

La lluvia repiqueteaba sin parar contra el techo del coche, bailaba delante de los faros, inundaba el parabrisas y la carretera, obligaba a los animales a buscar refugio en sus guaridas y aislaba unos de otros a los escasos vehículos que entonces circulaban. Había llegado por el oeste, como el ejército que se abate sobre un nuevo territorio. Después de las violentas ráfagas de viento y los relámpagos que le sirvieron de heraldos, había comenzado a ensañarse con los bosques y las carreteras. Aquello no era una mera lluvia, sino un diluvio. A duras penas alcanzaban a distinguir la carretera y las franjas de árboles que la flanqueaban. De vez en cuando, los rayos hendían el cielo, pero el resto del tiempo solamente veían la bola de luz salpicada de chispas y cercada de tinieblas que desplazaban consigo. Era como si un cataclismo hubiera anegado las tierras habitadas y ellos se movieran en el fondo del océano. Servaz mantenía la vista fija en la carretera. La pulsación del limpiaparabrisas repetía como un eco la de su corazón, que se contraía y dilataba a un ritmo demasiado rápido en su pecho. Hacía poco que habían dejado la autopista y ahora circulaban entre las colinas sumergidas en la negra noche del campo, lo cual equivalía, para un individuo de ciudad relativamente joven como Espérandieu, a hundirse en una fosa abisal a bordo de un artefacto submarino. Y menos mal que su jefe no había elegido la música. Vincent había puesto un CD de Queens of the Stone Age y, por una vez, Martin no había protestado. Estaba muy ensimismado.

Espérandieu despegó una fracción de segundo la vista de la carretera y vio cómo se reflejaban la luz de los faros y el vaivén del limpiaparabrisas en las negras pupilas de su jefe. Este escrutaba el asfalto como miraba antes la pantalla del televisor: sin verlo. Su ayudante volvió a pensar en la llamada de teléfono. Desde que la había recibido, Martin estaba transformado. Vincent había creído comprender que había ocurrido algo en Marsac y que la persona que lo llamaba era una vieja amiga suya. Servaz no había especificado nada más. A Pujol lo había animado a seguir viendo el partido y a él le había pedido que lo acompañara.

Una vez en el coche, le había dicho que llamara a Samira. Espérandieu no entendía nada de lo que pasaba.

La lluvia amainó un poco en el momento en que el Scénic pasó bajo el túnel de plátanos situado en la entrada de la ciudad. Luego, traqueteando sobre los adoquines, se adentraron por las callejuelas del centro.

—A la izquierda —indicó Servaz cuando llegaron a una plaza con una iglesia.

Espérandieu reparó maquinalmente en el gran número de pubs, bares y restaurantes. Marsac era una ciudad universitaria. Tenía 18.503 habitantes y los estudiantes doblaban esa dicha cifra. Contaba con una facultad de letras, otra de ciencias, otra de derecho, economía y gestión y unos cursos de
prépa
muy prestigiosos. Los periódicos, siempre ávidos de imágenes espectaculares, la apodaban «la Cambridge del Suroeste». Examinada desde un punto de vista estrictamente policial, aquella afluencia de estudiantes debía de representar un problema recurrente de conducciones en estado de ebriedad o bajo la influencia de estupefacientes, de tráfico de cannabis y de anfetaminas y algún que otro desperfecto de carácter más o menos reivindicativo. Nada que entrara, en cualquier caso, dentro de las competencias de la brigada de homicidios.

—Parece como si se hubiera ido la luz.

Las calles estaban sin iluminación y hasta las ventanas de los pubs y los bares estaban oscuras. Detrás de los cristales se atisbaban algunas luces, de linternas sin duda. «Será la tormenta», pensó Vincent.

—Rodea la plaza y coge la segunda calle a la derecha.

Se alejaron de la plaza por una estrecha callejuela pavimentada que subía entre altas fachadas. Al cabo de unos veinte metros, distinguieron el haz de los faros giratorios a través de la cortina de agua. Los gendarmes… Alguien los había llamado.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó Espérandieu—. ¿Tú sabías que la gendarmería estaba al corriente?

Aparcaron detrás de un Renault Trafic y un Citroën C4, pintados con el color del cuerpo de policía rural. La lluvia rebotaba con tal fuerza en las carrocerías que los techos de los vehículos aparecían erizados. En vista de que su jefe no respondía, Vincent se volvió hacia él. Martin parecía más tenso que de costumbre. Después de dedicar una mirada perpleja y reticente a su ayudante, bajó del coche.

En menos de cinco segundos, el cabello y la camisa se le quedaron empapados. Varios gendarmes permanecían estoicamente bajo el diluvio, protegidos con chubasqueros. Un gendarme se encaminó hacia ellos y Servaz sacó su placa. El hombre enarcó las cejas para expresar su asombro al ver que la brigada de homicidios se presentaba en el lugar antes incluso de que la fiscalía se hubiera hecho cargo del caso.

—¿Quién dirige las operaciones? —preguntó Servaz.

—El capitán Bécker.

—¿Está adentro?

—Sí, pero no sé si…

Servaz rodeó al gendarme sin dejarlo acabar.

—¡Martin!

Volvió la cabeza hacia la izquierda. Un poco más lejos, en el callejón, había aparcado un Peugeot 307. Detrás de la puerta abierta, del lado del conductor, se encontraba una persona a la que no había pensado volver a ver nunca hasta esa noche.

★ ★ ★

El agua que caía a cántaros, los faros y las luces giratorias que los cegaban, las caras encapuchadas con los chubasqueros, todo quedaba borroso. Aun así, habría reconocido su silueta entre mil. Llevaba un impermeable con el cuello subido y, en un abrir y cerrar de ojos, sus cabellos rubios y rizados, separados por una raya bien definida, quedaron, junto con el mechón que le caía del lado izquierdo de la cara, empapados. Era, efectivamente, ella. Se mantenía erguida, con una mano en la puerta del coche, con la barbilla alta, tal como la recordaba. Aunque en su cara habían causado estragos el miedo y el dolor, no había renunciado a su orgullo.

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