Eso era lo que le había gustado en otro tiempo a él, ese orgullo que al final se erigió como una muralla entre ambos.
—Hola, Marianne —dijo.
Ella soltó la puerta y tras rodearla, se precipitó hacia él. Al cabo de unos segundos se había pegado a su pecho. Servaz notó la minionda sísmica de los sollozos que la sacudían. Juntó los brazos en torno a ella, sin estrecharla, con un gesto más protocolario que íntimo. ¿Cuántos años habían transcurrido? ¿Diecinueve? ¿Veinte? Ella lo había expulsado de su vida, se había ido con otro y había encontrado la manera de endosarle la culpa a él. La había querido, mucho, sí, quizá más que a ninguna otra mujer, pero aquello había sucedido en otro siglo, hacía tanto tiempo…
Ella se apartó un poco y lo miró, acariciándole de paso la mejilla con el pelo mojado. Una vez más, sintió un pequeño seísmo, de magnitud cuatro en la escala de Servaz, al ver tan de cerca aquellos ojos suyos, dos lagos verdes y relucientes en los que leyó una gran cantidad de emociones contradictorias. Por una parte estaban el dolor, la pena, la duda, el miedo, pero también el agradecimiento y la esperanza. Aquella esperanza, tímida y minúscula, era la que depositaba en él. Desvió la mirada para calmar los latidos de su corazón. Después de diecinueve años estaba casi igual, exceptuando las finas arrugas de los ojos y las comisuras de la boca.
Recordó lo que le había dicho por teléfono: «Ha ocurrido algo terrible…». Al principio había creído que hablaba de ella, de algo que había hecho, hasta que comprendió que se trataba de su hijo: «Hugo… Ha encontrado a una mujer muerta en su casa… Todo lo acusa, Martin… Van a decir que ha sido él…». Hablaba con la voz tan entrecortada por los sollozos y la garganta tan oprimida que no había entendido la mitad de lo que le contaba.
«—¿Qué ha pasado?
—Me acaba de llamar… Lo han drogado… Se ha despertado en la casa de esa mujer y estaba… muerta…».
Lo que le contaba era absurdo. No tenía ni pies ni cabeza. Se preguntó si no habría bebido o tomado algo.
«—Marianne, no entiendo nada. ¿De quién hablas? ¿Quién es esa mujer?
—Una profesora. De Marsac. Una de sus profesoras».
Marsac. El mismo sitio donde estudiaba Margot. Incluso por teléfono, le costó disimular su turbación. Después se dijo que entre la universidad y el instituto, en Marsac debía de haber un centenar de profesores. ¿Cuántas posibilidades había de que aquella mujer hubiera tenido precisamente a Margot de alumna?
«—Lo van a acusar, Martin… Él es inocente. Hugo es incapaz de hacer algo así… Tienes que ayudarnos, te lo ruego…».
—Gracias por haber venido —le dijo entonces—. No sé…
—Ahora no. —La contuvo con un gesto—. Vuelve a tu casa. Me pondré en contacto contigo.
Ella le clavó una mirada de desesperación y, sin aguardar una respuesta, Servaz dio media vuelta y se encaminó a la casa.
—¿Capitán Bécker?
—Sí.
Exhibió su insignia por segunda vez, aunque en el interior de la casa era difícil distinguir algo.
—Comandante Servaz, de la policía judicial de Toulouse. Este es el teniente Espérandieu.
—¿Quién les ha avisado? —inquirió son prologómenos Bécker.
Era un hombre achaparrado, de cincuenta y pocos años, que debía de dormir mal, a juzgar por las bolsas que tenía bajo los ojos. También parecía muy afectado por lo que había visto, y de un humor de perros. «Otro a quien han interrumpido el partido de fútbol».
—Un testigo —repuso sin precisar—. ¿Y a usted, quién lo ha avisado?
Bécker resopló, como si le repugnara compartir aquella clase de información con desconocidos.
—Un vecino, Oliver Winshaw. Un inglés… Vive allí, al otro lado de la calle. —Señalaba un punto a través de la pared.
—¿Qué ha visto?
—La ventana de su despacho da al jardín. Ha visto a un joven sentado al borde de la piscina y un montón de muñecas flotando en el agua. Le ha parecido raro y nos ha llamado.
—¿Muñecas?
—Sí. Ya verá a qué me refiero.
Se encontraban en el salón de la casa, sumida en la oscuridad como todas las de Marsac. La puerta de la calle estaba abierta y la única iluminación de la sala provenía de los faros de los vehículos aparcados afuera, que proyectaban sus haces sobre las paredes. En la penumbra, Servaz vislumbró una cocina americana, una mesa redonda encima de cuyo vidrio danzaba una guirnalda de flores, cuatro sillas de hierro forjado, una vitrina y, detrás de un pilar, una escalera que subía al piso de arriba. El aire húmedo circulaba por las vidrieras abiertas que daban al jardín. Oyendo el crepitar de la lluvia y el roce del follaje azotado por el viento, Servaz se dijo que alguien debía de haberlas bloqueado para evitar que dieran portazos.
Un gendarme pasó cerca de ellos y sus siluetas quedaron un instante recortadas por el haz de su linterna.
—Estamos instalando un grupo electrógeno —anunció Bécker.
—¿Y el chico? —preguntó Servaz.
—Está en el furgón, bien vigilado. Lo vamos a llevar a la gendarmería.
—¿Y la víctima?
El gendarme señaló el techo con el dedo.
—Allá arriba, en el último piso, en el cuarto de baño.
Por su voz, Servaz adivinó que aún se hallaba conmocionado.
—¿Vivía sola?
—Sí.
Por lo que había visto desde la calle, la casa era grande, de cuatro pisos, si se contaban el desván y la planta baja, aunque cada nivel no medía más de cincuenta metros cuadrados.
—Una profesora, ¿verdad?
—Claire Diemar, de treinta y dos años. Era profesora de no sé qué en Marsac.
Servaz cruzó una mirada con el capitán en la penumbra.
—El chaval era uno de sus alumnos.
—¿Cómo?
Un trueno había amortiguado las palabras del gendarme.
—Decía que el chico asistía a una de sus clases.
—Sí, estoy al corriente.
Servaz observaba a Bécker en la oscuridad, absorto como él en sus pensamientos.
—Supongo que usted está más acostumbrado que yo —dijo por fin el gendarme—. De todas maneras, le aviso que no es nada agradable… Nunca había visto nada tan… asqueroso.
—Disculpen —intervino alguien desde la escalera.
Ambos se volvieron hacia el punto de donde venía la voz.
—¿Puedo saber quién es usted?
Alguien bajaba los escalones. Un individuo alto surgió despacio de la sombra para acercarse a ellos y entrar en su campo de visión.
—Comandante Servaz, de la brigada de homicidios de Toulouse.
El hombre le tendió una mano enguantada. Debía de medir poco menos de dos metros. Servaz atisbo en lo alto de ese cuerpo un largo cuello, una curiosa cabeza cuadrada de orejas despegadas y pelo cortado al rape. El gigante le aplastó la mano todavía húmeda entre el flexible cuero de sus guantes.
—Roland Castaing, fiscal del tribunal de Auch. Acabo de hablar con Catherine por teléfono. Me ha dicho que iba a venir. ¿Puedo saber quién lo ha avisado?
Se refería a Cathy d'Humières, la magistrada que estaba al frente de la fiscalía de Toulouse y con la cual Servaz había trabajado varias veces, en especial en la investigación más notable de su carrera, la que lo había conducido al Instituto Wargnier dieciocho meses atrás.
—Marianne Bokhanowsky, la madre del joven —respondió Servaz tras un leve titubeo.
El fiscal guardó silencio un instante.
—¿La conoce?
El tono de su voz expresaba una leve sorpresa y también recelo. Tenía una voz grave y profunda que pronunciaba las consonantes con un áspero roce, como una carreta que rodara por un pedregal.
—Sí, un poco, aunque hacía años que no la veía.
—En ese caso, ¿por qué ha recurrido a usted? —quiso saber el gigante.
Servaz vaciló de nuevo antes de responder.
—Seguramente porque mi nombre salió en la portada de los periódicos.
El hombre calló un instante. Servaz sintió que lo examinaba desde su imponente altura. Adivinando que sus dos ojos lo enfocaban en medio de la oscuridad, se estremeció. Aquel individuo le recordaba a una estatua de la isla de Pascua.
—Ah sí, claro… Por los asesinatos de Saint-Martin-de-Comminges. Claro… Era usted… Qué historia más increíble, ¿no? Un caso así debe de dejar huella, ¿verdad, comandante? —En el tono del fiscal había algo que le resultó soberanamente molesto a Servaz—. De todas maneras no me explico todavía qué hace aquí…
—Ya se lo he dicho. La madre de Hugo me ha pedido que viniera a echar un vistazo.
—Que yo sepa, nadie le ha confiado aún la investigación —replicó, tajante, el magistrado.
—Así es.
—Esto queda en la circunscripción de Auch y no de Toulouse.
Servaz estuvo a punto de replicar que en Auch no disponían ni de una modesta brigada de investigación y que, en el curso de los últimos años, no les habían atribuido ni una sola investigación criminal, pero se contuvo.
—Ha realizado un largo trayecto para venir hasta aquí, comandante —señaló Castaing—, y supongo que, como todos nosotros, ha tenido que renunciar a ver el partido. Vaya pues a echar un vistazo arriba, pero le advierto que no es nada agradable… De todas formas, usted ya ha visto cosas parecidas, a diferencia de nosotros.
Servaz se limitó a asentir con la cabeza, con la repentina certeza de que no debía permitir bajo ningún concepto que aquella investigación se le escapara de las manos.
★ ★ ★
Las muñecas contemplaban el cielo nocturno. Servaz pensó que un cadáver flotando en la piscina habría tenido más o menos la misma mirada. Las figuras se balanceaban y sus pálidos vestidos ondulaban todos al mismo ritmo, entrechocándose levemente a veces. Él y Espérandieu se encontraban de pie al borde de la piscina. Su ayudante había desplegado un paraguas del tamaño de un parasol sobre ambos. La lluvia rebotaba encima, al igual que sobre las losas y la punta de sus zapatos, para después precipitarse contra la viña virgen de la pared de atrás bajo el embate del viento.
—¡Hostia! —dijo simplemente su ayudante.
Aquella era su palabra preferida cuando había que resumir una situación que le resultaba incomprensible.
—Ella las coleccionaba —dedujo—. No creo que el que la ha matado las haya traído consigo. Ha debido de encontrarlas en la casa.
Servaz asintió mientras las contaba. Diecinueve… Otro relámpago iluminó los mojados rostros de juguete. Lo más chocante eran esas miradas estáticas. Consciente de que arriba los aguardaba una mirada parecida, se preparó de antemano.
—Vamos.
Una vez en el interior, se pusieron en silencio guantes, gorros para el pelo y fundas para los zapatos. Estaban asimismo envueltos en el velo de la noche, pues el grupo electrógeno no funcionaba todavía, a causa, al parecer, de un problema técnico. En ese momento, ni Vincent ni él tenían ganas de hablar. Servaz sacó la linterna de bolsillo y la encendió, y Espérandieu tomó igual precaución. Después comenzaron a subir las escaleras.
El resplandor de los relámpagos filtrado por los tragaluces iluminaba los escalones que crujían bajo sus pasos. Con la luz de las linternas que esculpía desde abajo sus caras, Espérandieu veía los ojos de su jefe, relucientes como dos guijarros negros, mientras este buscaba, cabizbajo, las huellas de pasos en la escalera. Subía procurando poner los pies lo más cerca posible de los zócalos, separando las piernas como hacen los jugadores de rugby del equipo neozelandés All Black durante el ritual del
haka
.
—Esperemos que el señor fiscal haya hecho lo mismo —dijo.
Alguien había dejado en el último rellano un farol que proyectaba un indeciso cerco de luz que abarcaba la puerta.
La casa seguía gimiendo bajo los embates de la tempestad. Servaz se detuvo ante el umbral y consultó el reloj: las once y diez. Un relámpago de una intensidad particular iluminó la ventana del cuarto de baño y se imprimió en sus retinas en el momento en que entraban, seguido de un estrepitoso trueno. Dieron un paso al frente, barriendo la buhardilla con la luz de las linternas. Debían darse prisa. Los técnicos no tardarían en llegar al escenario del crimen, pero por el momento, estaban solos. Debajo del tejado, la habitación estaba sumida en la oscuridad, exceptuando la pirotecnia que estallaba detrás de la ventana… y la bañera, que formaba hacia el fondo un rectángulo de pálida claridad azul contrastada con la negrura.
Era como una especie de piscina, iluminada desde el interior…
Sintiendo la violencia del pulso en la garganta, Servaz paseó meticulosamente el foco de la linterna por el suelo. Después no tuvo más remedio que acercarse a la bañera sin despegarse de la pared. No era fácil, con la profusión de frascos, velas y muebles bajos, además de la pila, el toallero y el espejo. La bañera estaba enmarcada por una cortina doble, separada. Servaz distinguía ahora el espejeo del agua contra el esmalte, y una sombra.
En el fondo había algo… algo o más bien alguien.
La bañera era antigua, de hierro colado con patas. Medía poco menos de dos metros y era profunda, tanto que Servaz debía franquear el último metro que le separaba de ella para ver el fondo.
Dio un paso de más. Luego reprimió un impulso para retroceder.
Allí estaba, mirándolo con sus grandes ojos azules abiertos, como si lo esperase. También abría la boca, de tal manera que parecía a punto de decir algo. Era, sin embargo, imposible, porque aquella mirada era la de una muerta.
Bécker y Castaing tenían razón. El propio Servaz había visto raras veces un espectáculo tan difícil de soportar, comparable tan solo quizás al del caballo decapitado en la montaña. A diferencia de ellos, empero, él sabía controlar sus emociones. A Claire Diemar la habían atado con una cuerda larguísima que se enrollaba multitud de veces en torno al torso, las piernas, los tobillos, el cuello y los brazos; pasaba bajo las axilas, entre los muslos y le aplastaba el pecho, formando una considerable cantidad de vueltas, curvas y toscos nudos que mordían con su rasposa superficie la piel. Espérandieu avanzó para mirar por encima del hombro de su jefe. Inmediatamente le vino una palabra a la cabeza:
bondage
. Los nudos y las ataduras eran tan abundantes en ciertas zonas, tan complejos y tupidos, que Servaz se dijo que el forense iba a necesitar horas para cortarlos y después examinarlos en el laboratorio. Jamás había visto semejante madeja. Embutirla de esa manera había debido de llevar sin duda menos tiempo, porque el que lo había hecho había actuado con brutalidad antes de acostarla en la bañera y abrir el grifo.