Sería acaso la noche, el claro de luna o la hora. Lo cierto fue que se abandonaron a un desenfreno que lo dejó vaciado y desamparado a un tiempo. Cuando ella se dirigió de nuevo al cuarto de baño, se tocó el labio magullado. Tenía arañazos en la espalda y ella le había mordido también el hombro. Sintiendo todavía el ardor y el fuego de sus caricias, esbozó una sonrisa triunfal y grave; grave porque sabía que su victoria era transitoria. ¿Se trataba en realidad de una victoria, o bien de una recaída? No sabía qué pensar. Con creciente desazón, volvió a plantearse si Marianne había tomado algo antes de hacer el amor. La mujer con quien compartía la cama no era la misma que había conocido…
Ella regresó y se dejó caer en el lecho. Después lo besó con una ternura que no había demostrado desde el principio. Cuando se colocó de lado, su voz sonó más ronca y profunda que de costumbre.
—Deberías tener cuidado. Todas las personas con las que me encariño acaban mal.
—¿Qué quieres decir?
—Me has oído perfectamente.
—¿De qué hablas?
—Todas las personas a las que quiero acaban mal —repitió—. Tú, con lo que pasó hace tiempo… Mathieu… Hugo…
Sintió como si una hilera de hormigas le royera las entrañas.
—No es verdad. Te olvidas de Francis. A él no parece que le vaya tan mal.
—¿Qué sabes tú de la vida de Francis?
—Nada, aparte de que fue él el que te dejó, poco después de que tú me dejaras por él.
Ella lo observó, buscando un asomo de reproche.
—Eso es lo que tú crees. Es lo que todo el mundo cree. En realidad, fui yo la primera que dije «basta». Luego él se puso a pregonar a los cuatro vientos que él había terminado la relación, que fue decisión suya.
—¿Y no era verdad? —preguntó, sorprendido.
—Un día le dejé una nota, después de una de las muchas discusiones que tuvimos, en la que le decía que quería dejarlo.
—¿Y entonces por qué no aclaraste la verdad?
—¿Qué más da? Ya conoces a Francis. Él tiene que sentirse el centro de todo.
Cuánta razón tenía. Ella lo miró con fijeza y entonces volvió a encontrar en sus ojos la mirada de la Marianne de antaño: atenta, perspicaz y tierna.
—¿Sabes? Cuando tu padre se suicidó, no me sorprendió nada. Era como si yo ya supiera lo que iba a ocurrir, como si conociera toda esa culpabilidad que cargabas encima, como si ya hubiera sucedido. Era como si estuviera escrito en alguna parte.
—El «
Ducunt colentem fata, nolentem trahunt
» de Séneca —comentó él con aire sombrío.
—Tú y tu latín. Mira, fue por eso por lo que me aparté. ¿Tú crees que te dejé por Francis? Te dejé porque ya estabas en otro sitio, perdido, atormentado por tus recuerdos, tu rabia y tu culpa. Estar contigo era como compartirte con unos fantasmas. Nunca sabía cuándo estabas conmigo y cuándo…
—¿Es realmente necesario que hablemos de eso ahora? —dijo él.
—¿Entonces cuándo? Después descubrí, claro está, qué era lo que quería Francis —prosiguió—. Cuando comprendí que no era yo lo que quería, sino que deseaba hacerte daño a ti a través de mí, lo dejé. Su intención era derrotarte en tu propio terreno, demostrarte quién de los dos era el más fuerte. Yo no era más que un botín entre ambos, un campo de batalla. Vuestra condenada rivalidad, vuestro duelo a distancia… y Marianne en el medio, como un trofeo. ¿Te das cuenta? Tu mejor amigo, tu álter ego, tu hermano… Erais inseparables y, durante todo ese tiempo, solo abrigaba un propósito: quitarte lo que más querías.
Tenía un incendio en el cerebro, ganas de huir para no escuchar nada más. De repente, sentía náuseas.
—En eso se resume la persona de Francis —continuó ella—, alguien brillante, divertido, pero lleno de rencor y de celos en el fondo. Él no se quiere a sí mismo. No aprecia la cara que le devuelve el espejo. Lo único que le gusta es humillar a los demás, hacerles morder el polvo. Tu mejor amigo… ¿Sabes qué me dijo una vez? Que yo merecía a alguien mejor que tú. ¿Sabías que estaba celoso de tu talento de escritor? Francis Van Acker no tiene ningún verdadero talento, aparte de saber manipular a los demás.
Servaz reprimió las ganas de taparle la boca con la mano.
—Y después llegó Mathieu, Bokha como lo llamabais vosotros. Oh, él no era tan brillante, no, pero tenía los pies en la tierra. Era sólido, fiable, un estratega mucho más inteligente y astuto de lo que sospechabais vosotros con vuestros desmesurados egos. Él tenía sobre todo una fuerza especial, y también bondad. Mathieu era la fuerza, la paciencia y la bondad cuando tú eras la ira y Francis la duplicidad. Yo quise a Mathieu, como os amé también a vosotros dos, no con la misma pasión devorante, ni con el mismo ardor, sino de una manera tal vez más profunda… algo que ni tú ni Francis podréis comprender nunca. Y ahora está Hugo. Él es lo único que me queda, Martin. No me lo quites.
Servaz notó que el cansancio lo invadía. Toda la excitación de aquella noche había desaparecido. Toda la alegría y la ligereza se habían evaporado como champán.
—¿Conoces a Paul Lacaze? —preguntó para cambiar de tema.
Ella vaciló un instante.
—¿Qué pinta Paul en todo esto?
Se planteó lo que iba a contestarle, consciente de que no podía contarle lo que había descubierto.
—Tú conoces a todo el mundo en Marsac. ¿Qué sabes de él?
Lo observó con la luz de la luna. Había comprendido que aquello guardaba relación con la investigación policial y, por lo tanto, con Hugo.
—Es ambicioso, muy ambicioso, inteligente y provocador. Tiene un porvenir político seguro a nivel nacional. Su mujer tiene cáncer. —Lo volvió a escrutar—. Tú ya lo sabías —dedujo—. ¿Por qué te interesas por él?
—Lo siento, no puedo decir nada por ahora. Lo que me interesa no es lo que todo el mundo sabe, sino lo que sabes tú e ignoran los demás.
—¿Por qué quieres que yo sepa cosas que los demás ignoran?
—Porque eso podría ayudarme a demostrar la inocencia de tu hijo.
★ ★ ★
Escondida bajo las sábanas, permanecía despierta. Sus pensamientos le impedían dormir. Margot no paraba de pensar en la sibilina conversación que había escuchado con Elias en el laberinto, tratando de reproducir y descifrar cada palabra. ¿A qué se refería Virginie cuando había declarado que, de ser necesario, «ayudarían a comprender a su padre»? Aquella frase contenía una velada amenaza que le helaba la sangre. Había captado claramente la existencia de un peligro. Ella creía conocerlos; creía que Hugo, David, Virginie y Sarah eran simplemente los cuatro jóvenes más dotados del instituto. Esa noche, sin embargo, había descubierto algo que la perturbaba, una sombra, un sentimiento, vago pero persistente. Era algo que, aunque no expresado, impregnaba todo cuanto habían dicho. Había, además, aquella frase pronunciada por David:
«Debemos reunir con urgencia el Círculo».
El Círculo… ¿Qué círculo? La misma palabra poseía una aureola de misterio, una alusión enigmática. Mandó un mensaje a Elias:
Han hablado del Círculo. ¿Qué es?
Se mantuvo en vilo, sin saber si dormía ya o si iba a responder hasta el momento en que su
smartphone
emitió el sonido de un arpa y, por más que la esperaba, la señal del aparato, tan cercano a su cara bajo la sábana, le produjo un sobresalto.
Ni idea. ¿Importante?
Creo que sí.
Mientras aguardaba la respuesta, se aventuró a mirar fuera de la sábana para cerciorarse de que Lucie estaba dormida. No había peligro. Sus ronquidos habrían podido servir de fondo sonoro para una película de catástrofe centrada en el gran terremoto de Los Ángeles.
En ese caso, tenemos que empezar por ahí.
¿Qué hacemos?
Han hablado reunión del Círculo el 17. No los vamos a perder de vista.
Vale. ¿Y mientras?
Seguimos vigilando. Tú con cuidado. Se han dado cuenta.
Una vez más, experimentó un sentimiento de inquietud al leer aquello último. Se acordó de la frase de Sarah: «Hay que vigilarla. No me da buena espina esa chica». Estaba escribiendo «De acuerdo. Hasta mañana», cuando el teléfono volvió a vibrar, avisándola de la entrada de un mensaje:
Ten mucho cuidado. En serio. Si uno de ellos es el culpable, hay peligro. Buenas noches.
Margot se quedó contemplando unos minutos la frase escrita en la pantalla. Al final apagó el móvil y lo dejó en la mesita. Después hizo algo que no había hecho nunca. Fue a cerrar con llave la puerta de la habitación.
Eran las siete y media de la mañana y Zlatan Jovanovic observaba a los otros clientes del café Richelieu terminando su cortado y su cruasán mientras Bruce Springsteen cantaba
Hungry Heart
en la vieja
jukebox
. Jovanovic aseguraba a quien quisiera escucharlo que era capaz de reconocer en un santiamén a un marido adúltero, un agente judicial, una esposa infiel, un policía, un ladronzuelo o un camello. Aquel señor de cincuenta y pico de años, por ejemplo, que se encontraba en la barra con dos colegas más jóvenes vestidos con traje, acababa de recibir un sms y se le había puesto una sonrisa beatífica. Ningún mensaje profesional o proveniente de una esposa que no fuera recién casada provocaba ese tipo de sonrisa en la cara de un hombre. La alianza que el tipo tenía en el dedo era, sin embargo, antigua. Por la manera en que se había envarado y mirado a sus dos acompañantes con triunfal ademán de superioridad, Zlatan habría apostado algo a que su amante era mucho más joven que él y tenía bastante buena pinta. Jovanovic engulló otro trago del cortado y, tras secarse el labio, centró la atención en el hombre. Este se apresuraba a teclear una respuesta. «Lo tiene en el anzuelo», pensó. El doble bip de un sms sonó en el bar menos de un minuto después. Mmm, parecía que la cosa iba viento en popa… Después advirtió un leve aire de contrariedad en la mirada del hombre y la manera como se mordió a continuación las uñas. ¡Ah, ah! ¿La señorita había decidido pasar a la etapa siguiente? Igual lo estaba presionando para que dejara a su mujer y el señor no tenía ningunas ganas… Siempre pasaba lo mismo. Al contrario de lo que se suele creer, el setenta por ciento de los divorcios se producían por decisión de la mujer y no del marido. Los hombres eran más cobardes. Jovanovic se encogió de hombros, dejó cinco euros en la mesa y se levantó. Aquel no era asunto suyo, aunque tampoco era improbable que un día la mujer en cuestión se presentara en su despacho. Marsac era una ciudad pequeña.
Tras despedirse del camarero, atravesó la calle y entró en el edificio pintado de amarillo de la acera de enfrente. En la entrada había una sola placa, en metal dorado, la suya:
Z. JOVANOVIC, AGENCIA DE DETECTIVES PRIVADOS. VIGILANCIAS / INVESTIGACIONES. A SU DISPOSICIÓN LAS 24 H TODOS LOS DÍAS DE LA SEMANA. DECLARADO EN JEFATURA
. El plural de la palabra «detective» era una piadosa exageración. Jovanovic era el único miembro de su despacho y tenía solo una secretaria que acudía dos días por semana para paliar un poco su desbarajuste. El gran cartel expuesto en la puerta del tercer piso era más explícito:
INVESTIGACIONES POR COMPETENCIA DESLEAL, CONSECUCIÓN DE PRUEBAS, DETECCIÓN DE APROPIACIÓN DE CLIENTELA, CONTROLES DE BAJAS LABORALES, COMPROBACIONES DE CURRICULUM, VERIFICACIONES DE SOLVENCIA, COMPROBACIONES DE AUTENTICIDAD DE DOCUMENTOS, BÚSQUEDA DE PERSONAS DESAPARECIDAS, ROBOS EN EMPRESAS, DETECCIONES DE ESCUCHAS, AUDITORÍAS DE SEGURIDAD, COMPROBACIÓN DE ACTIVIDADES COTIDIANAS DE CÓNYUGE, DETECCIÓN DE INFIDELIDAD, AMISTADES DE LOS HIJOS. TARIFAS CALCULADAS EN FUNCIÓN DE LA COMPLEJIDAD DE LAS INVESTIGACIONES DE ACUERDO CON EL GRADO DE IMPLICACIÓN HUMANA, TÉCNICA Y LOGÍSTICA DE NUESTROS EQUIPOS. NOS ACOGEMOS AL SECRETO PROFESIONAL (ARTÍCULO 226-13 DEL NUEVO CÓDIGO PENAL). OPERAMOS EN FRANCIA Y EN EL EXTRANJERO CON NUESTRA RED DE AGENCIAS ASOCIADAS. NUESTROS INFORMES TIENEN VALIDEZ ANTE LOS TRIBUNALES. NUESTROS DETECTIVES ESTÁN INSCRITOS EN JEFATURA
. Aun cuando más de la mitad de aquella información era falsa, Zlatan Jovanovic dudaba mucho de que ni uno de sus potenciales clientes se hubiera tomado la molestia de leer el comunicado hasta el final. Lo que sí era seguro, en cualquier caso, era que una parte considerable de sus actividades no habría obtenido el visto bueno de la Jefatura.
La persona con la que tenía cita lo aguardaba ya en lo alto de las escaleras. Zlatan le estrechó la mano mientras recobraba el aliento. Luego introdujo la llave en la cerradura y aplicó una leve presión con el hombro para abrir la puerta. El minúsculo piso que le servía de despacho olía a cerrado, a tabaco frío y a polvo. Zlatan se encaminó directamente al cuarto del fondo, una habitación igual de gris y anodina que él.
—¿Dónde están tus equipos, Zlatan? —preguntó tras él la persona con tono burlón—. ¿Metidos en el armario de las escobas?
Jovanovic hizo como si no lo oyera. Hasta entonces, el detective había satisfecho sus demandas, con o sin equipo, y sabía perfectamente que era eso lo que contaba. Por otra parte, tenía un socio, aunque este jamás pusiera los pies en el despacho.
Sin preocuparse por su visita, encendió un cigarrillo sin filtro y se puso a revolver en un montón de papeles que tenía cerca del ordenador. Al final encontró lo que buscaba: un pequeño cuaderno de espiral.
Aquel utensilio habría suscitado la sonrisa de su único asociado, que no utilizaba ni cuaderno ni lápiz y trabajaba únicamente a domicilio. Se trataba de un ingeniero informático al que había reclutado hacía un año. En ese sector se encontraban ahora las actividades de la agencia más rayanas en la ilegalidad, pero también las más lucrativas: robo masivo de datos electrónicos, intrusión en cuentas de correo privadas, pirateo de ordenadores, espionaje de teléfonos móviles, rastreo de las conexiones en Internet… Una parte sustancial de los ingresos del despacho se debían, de hecho, a ese tipo de investigación informática. Zlatan había comprendido que las empresas poseen unos medios económicos superiores a los de la mayoría de particulares y que debía encomendar esas tareas a una persona dotada de unas competencias que él no poseía. Aspiró el cigarrillo mientras escuchaba con atención las especificaciones de su cliente. Aquella vez iban a adentrarse francamente en el terreno de la ilegalidad. Cuando el hombre hubo terminado, emitió un prolongado silbido.
—Tengo quizás a la persona que le conviene —apuntó por fin—, pero no sé si va a aceptar. Habrá que ser… muy convincente.