En más de una ocasión había sentido deseos de informarse por esa vía de las vicisitudes de Martin. Sabía cómo acceder a sus dos ordenadores, el de la policía y el de su domicilio, pero había desistido, no solo por lealtad, sino también porque no quería descubrir cosas que después lamentaría saber.
«Todo el mundo tiene secretos, todo el mundo tiene algo que ocultar, y nadie es solamente lo que parece».
Aquello era aplicable tanto a ella como a los otros. Quería conservar de Martin la imagen que él le había dejado: la de un hombre que podría haberla cautivado si le hubiera atraído el sexo opuesto, un hombre metido en la maraña de sus contradicciones, un hombre atormentado por el pasado, lleno de rabia y de ternura al mismo tiempo, de cuyos gestos y palabras, por nimios que fueran, se desprendía su convicción de que el peso de la humanidad reposa en la suma de los actos de cada persona. Jamás había conocido a un hombre más melancólico, ni más recto. A veces Ziegler se ponía a fantasear con que Martin encontraba por fin a la persona que le aportaría la tranquilidad y la paz. Sabía, con todo, que eso no sucedería nunca.
«Atormentado», esa era la palabra que le venía a la cabeza cuando pensaba en él.
Se puso a teclear rápidamente y, aquella vez, siguió adelante. «Lo hago por tu bien». Una vez en el interior, se orientó con la destreza de un ladrón de pisos. Le bastó una breve inspección de la lista de mensajes para localizar el
e-mail
al que aludía el periódico. Lo había transmitido a París, a la célula encargada de localizar al suizo.
Para: [email protected]
Fecha: 12 de junio
Asunto: Saludos
¿Se acuerda del primer movimiento de la Cuarta, comandante?
Bedächtig… Nicht eilen… Recht gemächlich
… ¿El fragmento que sonaba cuando usted entró en mi «habitación», aquel célebre día de diciembre? Hace tiempo que pensaba escribirle. ¿Le extraña? Seguro que me creerá si le digo que he estado muy ocupado últimamente. La libertad, igual que la salud, solo se aprecia en todo su valor cuando se ha estado privado de ella.
Pero no voy a importunarle más, Martin. (¿Me permite que lo llame Martin?). A mí mismo me horrorizan los importunos. Pronto le daré noticias mías. Aunque dudo que sean de su agrado, estoy seguro de que suscitarán su interés.
Afectuosamente, J. H.
Lo leyó y releyó varias veces, hasta impregnarse de las palabras. Cerró los ojos y apretó los párpados, concentrándose. Después examinó los
e-mails
que Martin había intercambiado con la célula parisina y se llevó un sobresalto: alguien creía haber visto a Hirtmann en la autopista París-Toulouse, viajando en moto. Se apresuró a abrir el archivo adjunto. La imagen movida, algo borrosa, tomada por la cámara de seguridad de un peaje… Un individuo alto, de cara invisible bajo un casco, montado en una Suzuki, que se inclinaba para pagar, alargando una mano enguantada hacia la taquilla. A esa imagen le sucedió otra. Un hombre alto, rubio, con perilla y gafas de sol que pagaba en la caja de una tienda. La cazadora, con un águila cosida en la espalda y una pequeña bandera americana en la manga derecha, era idéntica en ambas grabaciones. Ziegler sintió que se le erizaba el vello. ¿Era Hirtmann o no? Su manera de andar tenía algo familiar y también la forma de la cara… De todas maneras, no se fiaba mucho de sí misma porque su ferviente deseo de identificarlo podía conducirla a conclusiones precipitadas.
«Hirtmann en Toulouse…».
Evocó aquella celda de la Unidad A, el sector sometido a medidas de vigilancia extrema donde estaban encerrados los reclusos más peligrosos del Instituto Wargnier. Ella había asistido a la entrevista que mantuvo Martin con Hirtmann, al menos al principio, antes de que este pidiera quedarse a solas con él. Ese día había sucedido algo insólito: ella lo había captado. A nadie se le había escapado que entre el asesino y el policía se producía una especie de conexión. Eran como dos campeones de ajedrez o dos monumentos de la literatura, que se tanteaban y se reconocían. ¿Qué se habrían dicho después, a solas? Martin no había sido muy locuaz al respecto. Irène recordaba sobre todo que, en cuanto habían entrado en aquella celda de doce metros cuadrados, los dos hombres habían trabado enseguida conversación en torno a la música que sonaba en el equipo, la música de Mahler, o cuando menos así lo aseguraba Martin, porque Ziegler era incapaz de distinguir entre Mozart y Beethoven. Aquello fue como asistir a un combate de boxeo de pesos pesados entre dos adversarios que se respetan, un enfrentamiento del que se abstuvieron de participar los demás presentes, conscientes de su insignificancia y de su mera condición de espectadores.
«Pronto le daré noticias mías. Aunque dudo que sean de su agrado, estoy seguro de que suscitarán su interés».
La recorrió un escalofrío. Allí ocurría algo extraño, algo sumamente desagradable. Ziegler apagó el ordenador y se puso en pie. Se fue a su habitación y se desvistió, pero los engranajes de su pensamiento seguían en plena actividad.
Ella había tenido una infancia.
Había tenido una vida cargada de acontecimientos alegres y tristes, una vida plena, una vida que se parecía a una competición de patinaje artístico, con sus figuras impuestas y sus figuras libres. Ella destacaba en la ejecución de las libres.
Su vida había sido como la de millones de otras personas. Sus recuerdos eran como todos los recuerdos: un álbum lleno de fotos amarillentas o una sucesión de pequeños fragmentos de películas entrecortadas en súper 8 guardadas en unas cajas redondas de plástico.
Había sido una preciosa niña que construía castillos de arena en una playa, una preadolescente más hermosa y turbadora que las demás, que, con sus rizos, su mirada aterciopelada y sus curvas precoces, perturbaba a determinados adultos amigos de sus padres, que debían luchar por no fijarse en sus rodillas bronceadas, sus caderas y el brillo tornasolado de su piel. Fue una muchacha viva e inteligente de la que se enorgullecía su padre, una estudiante que había encontrado al hombre de su vida, un joven brillante, triste, de boca grande y sonrisa irresistible, que le hablaba del libro que estaba escribiendo, pero al final había tomado conciencia de que el hombre de su vida cargaba con un fardo cuyo peso no menguaba jamás y de que ella misma era impotente contra los fantasmas.
Y después, lo había traicionado…
Esa era la palabra, reconoció con un nudo en la garganta. «Traición». No había nada más doloroso, más siniestro ni detestable que aquella palabra, tanto para la víctima como para el traidor o, en ese caso, la traidora… Se acostó aovillada sobre la dura tierra pelada de su tumba, a oscuras. ¿Era eso lo que estaba expiando? ¿Era Dios el que la castigaba a través de aquel enfermo del piso de arriba? ¿Aquellos meses de infierno eran el precio que pagaba por su traición? ¿Merecía lo que le estaba pasando? ¿Acaso merecía algún ser humano sufrir lo que estaba sufriendo? Ella no habría infligido aquel castigo ni a su peor enemigo…
Pensó en el hombre que vivía allí, justo encima, que, a diferencia de ella, vivía, iba y venía en el mundo de los vivos mientras la mantenía a ella en la antesala de la muerte. De repente, la invadió un frío glacial. ¿Y si no se cansaba de aquel juego? ¿Y si no se cansaba nunca? ¿Cuánto podía durar aquello? ¿Unos meses? ¿Unos años? ¿Varias décadas? ¿Hasta que muriera él? ¿Y cuánto tiempo habría de transcurrir antes de que se volviera loca de atar, completamente majareta? Ya percibía los primeros atisbos de su locura. En algunas ocasiones, se echaba a reír sin ningún motivo, con una risa que era incapaz de controlar. En otras, se ponía a recitar cientos de veces: «Los ojos azules van al cielo, los grises al paraíso, los verdes al infierno y los negros al purgatorio». Por momentos, sus pensamientos perdían toda conexión lógica; era cierto. O si no, la realidad desaparecía detrás de una pantalla de fantasmas, una proyección mental de delirios en cinemascope. «Bienvenidos a la sesión especial del sábado. Emociones y llanto garantizados. Preparen los pañuelos. Fellini y Spielberg no tienen nada de imaginación, comparados conmigo».
Iba a acabar loca.
Aquella evidencia la llenó de terror. También la aterrorizó la noción de que aquello no iba a acabar nunca, que no iba a parar nunca, que envejecería en aquella tumba al mismo tiempo que envejecía él, arriba. Tenían casi la misma edad… ¡No! ¡Cualquier cosa menos aquello! Tuvo la impresión de que se asfixiaba, de que se venía abajo, de que se iba a desmayar. «¡No-no-no-no-no-eso-no!». Y de repente, dentro de sí se instaló el frío. Acababa de percibir la salida, allí, justo delante. No tenía otra alternativa. Jamás saldría viva de allí.
Tenía que encontrar por consiguiente la manera de morir.
Examinó aquel pensamiento bajo todos los ángulos, igual como habría examinado una mariposa o un insecto.
«Morir…».
Sí. Ya no tenía más opciones. Hasta entonces había mantenido la ilusión, negándose a admitir lo evidente.
Habría podido hacerlo ya, aquella vez en que había creído que escapaba mientras él fingía solo dormir para luego poder jugar con ella en el bosque. Habría podido encontrar sin duda una manera de poner fin a todo aquello, si hubiera estado resuelta en ese momento. Por aquel entonces, sin embargo, solo pensaba en huir, en escapar con vida.
¿Habría habido otras antes de ella? En más de una ocasión se había planteado la pregunta y había llegado a la certeza de que sí. Ella era la última de una larga serie. Aquel hombre no dejaba nada al azar. El dispositivo era demasiado perfecto.
De pronto vio la solución, con una escalofriante claridad.
Ella carecía de medios para suicidarse. Lo que tenía que hacer era inducirlo a que la matara.
Era así de sencillo. Experimentó un repentino acceso de entusiasmo, incongruente y transitorio, como el matemático que acaba de encontrar la solución de una ecuación especialmente compleja. Después aparecieron las dificultades y el entusiasmo se disipó.
Ella contaba, no obstante, con una ventaja sobre él.
Disponía de tiempo, tiempo para discurrir, para reflexionar, tiempo para perder la cabeza, pero también para consagrarlo a su estrategia. En realidad, el tiempo era el único elemento del que disponía a discreción.
Lentamente, en la densa oscuridad de su prisión, aliviada solo por el fino rayo luminoso de debajo de la mirilla, empezó a elaborar lo que comúnmente se considera un plan.
La luz de la luna que entraba por la vidriera se esparcía por la habitación. Al levantar la cabeza y volverla hacia la izquierda, podía ver su reflejo, rebotado en la superficie del lago. También oía las olas que lamían la orilla, más allá del balcón del dormitorio, con un apagado susurro, tan suave como el roce de una tela.
Notaba el contacto, cálido y sedoso, del cuerpo de Marianne. Hacía meses que no sentía un cuerpo cerca del suyo, una presencia ajena en su cama. Tenía el muslo encima del suyo, los pechos desnudos contra su torso y ese brazo que lo rodeaba con confiada actitud. Un mechón de finos cabellos rubios le producía un cosquilleo en la barbilla. Respiraba con sosiego y él no se atrevía a moverse para no despertarla. Lo más extraño era aquella respiración. No hay nada más íntimo que una persona que duerme y respira pegada a uno.
Por la ventana percibía, al otro lado del lago, la sombría masa de aquel espolón rocoso que habían bautizado con el nombre de Montaña los habitantes del lugar. La media luna se encontraba justo encima. Había parado de llover y el cielo estaba lleno de estrellas. Abajo, el bosque permanecía oscuro e inmóvil.
—¿No duermes?
Volvió la cabeza y con el claro de luna vio la cara de Marianne, sus grandes ojos claros, curiosos y brillantes.
—¿Y tú?
—Mmm. Estaba soñando, creo… Era un sueño raro… Ni agradable ni desagradable.
La miró. No parecía dispuesta a especificar más. Un pensamiento surgió, fugaz: se preguntó quién aparecía en su sueño, Hugo, Bokha, Francis o él. Un ave nocturna lanzó un largo y extraño grito, allá en el bosque.
—Estaba soñando con Mathieu —dijo ella por fin.
Bokha… Sin darle margen a decir nada, ella se levantó y se fue al cuarto de baño. Por la puerta entreabierta oyó que orinaba y luego abría un armario. Se preguntó si buscaba otro preservativo. No sabía qué pensar del hecho de que tuviera uno a punto. Aquella era la primera vez que utilizaban uno y lo había encontrado extraño. Ella, en cambio, parecía haberse alegrado de que él hubiera acudido sin llevar ninguno. Miró el radiodespertador. Las 2:13. Por un momento, se planteó buscar la manera de contarlos antes de la próxima vez, en caso de que hubiera una próxima vez, pero después se avergonzó de albergar tales pensamientos.
De regreso en la habitación, ella cogió un cigarrillo y lo encendió antes de acostarse a su lado. Después de dar un par de caladas, se lo colocó entre los labios.
—¿Tienes una idea de lo que… estamos haciendo aquí? —preguntó.
—Me parece bastante obvio —trató de bromear él.
—No me refería a hacer el amor.
—Ya sé.
Lo acarició entre los muslos.
—Lo que quiero decir… es que no tengo la menor idea —añadió—. No quiero… hacerte sufrir otra vez, Martin.
El sexo de Servaz no pensaba a decir verdad ni en el sufrimiento, ni en todos los años que le había costado olvidarla, apartarla de su vida. Ajeno a tales consideraciones, se irguió de inmediato. Ella levantó la sábana y, tendida encima de él, comenzó a frotarlo con un vaivén del vientre, aplicando una deliciosa presión. Lo volvió a besar y luego, apartando la cara, reanudó el íntimo y tenue frotamiento, escrutándolo con intensidad. Viendo sus pupilas dilatadas y la sonrisa instalada en sus secos labios, él se preguntó si no habría tomado algo en el cuarto de baño.
Ella se inclinó y de repente le mordió el labio inferior hasta hacer brotar la sangre. Estremecido por el dolor, notó el sabor metálico de la sangre en la boca. Ella le agarró con fuerza la cabeza, apretándole las orejas entre las manos, mientras él le masajeaba las caderas y succionaba un duro pezón. Sentía el suave y húmedo vaivén contra su sexo. Por fin, ella se levantó, lo rodeó con los dedos y emitió un curioso jadeo en el momento en que lo hundió dentro de sí, a horcajadas. En ese preciso instante, él se acordó de que aquella era su postura preferida antaño y, durante una fracción de segundo que estuvo a punto de estropearlo todo, una devastadora tristeza le presionó el pecho.