Servaz no había pensado en ningún momento que las sarcásticas observaciones de Van Acker se debieran a los celos. Francis era el centro de atención de Marsac, tenía su pequeña corte de admiradores y, si alguien habría tenido que estar celoso del otro, ese habría tenido que ser Martin.
Las frases pronunciadas por Marianne se descargaban una y otra vez en las orillas de su cerebro: «Tu mejor amigo, tu álter ego, tu hermano… Erais inseparables y, durante todo ese tiempo, solo abrigaba un propósito: quitarte lo que más querías». Aun cuando después había odiado a Francis por haberle quitado a la mujer que amaba, por aquel entonces había creído que la amistad que había entre ambos tenía algo de… sagrado. ¿No era eso, acaso, lo que Francis había sentido también? Rememoró lo que le había dicho, cinco días atrás, en Marsac: «Tú eras mi hermano mayor, mi Seymour y, para mí, ese hermano mayor se suicidó en cierto modo el día en que ingresaste en la policía». ¿Eran puras mentiras? ¿Francis Van Acker era una persona que solo buscaba vengarse de quienes tenían más talento, más cualidades o eran más guapos que él? ¿Bajo su tendencia al sarcasmo ocultaba un profundo complejo de inferioridad? ¿Había manipulado y seducido a Marianne solo para compensarlo… y porque ella era una presa fácil en ese momento? En su mente comenzaba a cobrar forma una hipótesis, pero era demasiado absurda, demasiado aberrante para tomarla en serio.
Marianne… ¿Por qué no lo había llamado todavía? ¿Esperaría a que la llamara él? ¿Temía que interpretara su llamada como una tentativa de manipular a la persona que podía sacar a su hijo de la cárcel? ¿O había algo más? La inquietud lo corroía. Tenía ganas de verla sin tardanza; sentía ya aquel sentimiento de falta del que tanto le había costado desprenderse. Desde el día anterior, había estado diez veces a punto de marcar su número y las diez había renunciado. ¿Por qué? Y Elvis… ¿Qué pintaba en todo aquello? Acababa de escapar a lo que tenía todas las trazas de ser una tentativa de asesinato; estaba entre la vida y la muerte y había concentrado sus últimas fuerzas para decirle a Servaz que indagara en su pasado. Estaba, además, Lacaze. Lacaze, que se negaba a revelar dónde estuvo el viernes por la noche. Lacaze, que tenía un móvil y carecía de coartada. Lacaze, cuyo interrogatorio ante el juez aún se desarrollaba en ese momento. Hacía cuatro horas que había comenzado y el diputado persistía en su mutismo. Suicida. Elvis, Lacaze, Francis, Hirtmann: los actores de ese drama bailaban en corro a su alrededor como en el juego de la gallina ciega. El era el jugador central, el que tenía los ojos vendados y que debía localizar al asesino a tientas.
Servaz bajó del jeep y echó a andar. Aquella calle apartada del centro estaba bordeada de grandes casas señoriales rodeadas de frondosos jardines. Junto a las aceras había un gran número de coches. Identificó un sitio apropiado, pero tenía una farola al lado. El crepúsculo se aceraba y aún no se había encendido.
Pasando de largo, regresó al centro y encontró una tienda de artículos de pesca y bricolaje que estaba a punto de cerrar. El anciano dueño lo miró con perplejidad cuando le explicó que buscaba una caña con o sin carrete, pero rígida y muy larga. Al final salió con una caña telescópica de fibra de vidrio y carbono que, desplegada, alcanzaba los cuatro metros.
A continuación volvió a la tranquila calle residencial, con la caña al hombro. Enfiló la acera lanzando discretas miradas a izquierda y derecha, se detuvo bajo la farola y con la caña descargó dos contundentes y rápidos golpes. El segundo hizo estallar la bombilla. La operación no duró más de tres segundos. Una vez concluida, se marchó como si nada, adoptando un aire distraído.
Al cabo de cinco minutos, aparcó el jeep en ese mismo lugar, rogando que nadie hubiera reparado en sus maniobras. En las oscuras fachadas se habían empezado a alumbrar algunas ventanas y la penumbra se instalaba en la calle.
Francis Van Acker vivía en una espaciosa casa en forma de T, construida a principios del siglo pasado, un número más allá. Servaz distinguía su alta silueta a través de las ramas de un pino y la cabellera de un sauce. Encumbrada sobre un altozano, emergía entre macizos y setos teñidos de negro por el ocaso, como si fuera a aplastar a las de al lado con su mole. Había luz en el triple ventanal de la primera planta, situado en el lado derecho de la casa, justo encima del jardín de invierno de estilo hausmaniano, con sus columnas, sus elementos cimbrados y sus festones en hierro forjado, que Servaz atisbaba en medio de la incipiente oscuridad.
Pensó que la casa era un reflejo de su propietario. Tenía la misma altivez, el mismo orgullo que proyectaba a su alrededor junto con su adusta sombra. Aparte de aquella luz, el resto del edificio se hallaba sumido en la oscuridad. Servaz sacó el paquete de tabaco, planteándose qué esperaba sacar de aquella vigilancia. Por otra parte, tampoco le iba a ser posible acudir allí todas las noches. Se acordó de Vincent y Samira, y un escalofrío le recorrió la columna. Tenía confianza en sus dos ayudantes. Vincent se tomaría la misión a pecho, tanto más cuanto conocía bien a Margot, y Samira, pese a su excéntrica vestimenta, era uno de los mejores elementos de su equipo. Lo que le inquietaba era que el adversario no tenía nada que ver con las personas que solían pulular por los locales de la policía y las salas de audiencia de los juzgados.
Pasó las dos horas siguientes observando la casa y las escasas idas y venidas, correspondientes a los vecinos que volvían del trabajo o que sacaban la basura o a pasear el perro. Poco a poco, la luz de los televisores se puso a palpitar en los comedores y en los pisos de arriba se encendieron las luces. Le vino a la memoria una frase, que no recordaba dónde había leído: «Dondequiera que funcione un televisor, permanece en vela alguien que no lee». Le habría gustado estar en su casa, escuchando a Mahler a bajo volumen, con un libro abierto en el regazo.
★ ★ ★
Ziegler volvió tarde a casa esa noche. En el último momento, había tenido que ocuparse de una pelea de borrachos en un bar de Auch, entre dos tipos que casi no se tenían en pie pero que sí habían tenido fuerzas para sacar una navaja y luego se habían compadecido de sí mismos de una manera tan lamentable y penosa a la llegada de las fuerzas del orden que a ella le hubiera gustado que existiera un delito denominado «gilipollez en primer grado» para poderlos meter en la cárcel. Tras desprenderse del uniforme impregnado de sudor, se metió en la ducha. Cuando salió, tenía tres mensajes de Zuzka en el móvil. Torció el gesto. No se sentía con ánimos para llamar a su novia después de aquel día agotador y triste a más no poder. No tenía nada que compartir. Además, tenía otra obligación que atender.
«Gracias, Martin. Gracias a ti, intuyo que no voy a tardar en tener complicaciones con mi pareja. ¡Experta asesora, ja!».
Abrió las ventanas para dejar pasar el aire de la noche, apenas más fresco que el del recalentado interior. En el edificio de la gendarmería reinaba la calma. Después de poner la tele casi sin volumen, metió en el microondas una pizza de albóndigas, bacon y cebolla, y atravesó en pijama el comedor para instalarse frente a su Macintosh.
Mientras soplaba para enfriar el queso de la pizza y tomaba un gin tonic lleno de cubitos de hielo, empezó a pulsar las teclas.
En la pantalla apareció una foto de las letras «J. H.» que Martin había encontrado grabadas en el tronco. Se la había mandado Espérandieu. Abrió otra ventana, escribió «Marsac» en Google Maps y, pasando a la imagen de satélite, fue centrando el zoom en la orilla norte del lago hasta alcanzar la ampliación máxima, pero como el resultado era borroso, retrocedió hasta una proporción de tres centímetros por cincuenta metros. Entonces fue desplazando lentamente el cursor a lo largo de la orilla. Vistas desde el aire, algunas de las residencias que se desplegaban ante sus ojos parecían auténticas mansiones, con sus pistas de tenis, piscinas, casetas, dependencias, arboledas, pontones para barcas o incluso invernaderos o zonas de columpios para los niños. No debía de haber más de una decena, pues la parte urbanizada del lago no superaba los dos kilómetros de largo. La de Marianne Bokhanowsky era la última antes del inicio de los densos bosques que colonizaban las orillas occidental y meridional del lago y luego se prolongaban durante kilómetros.
Fue moviendo el cursor hasta que topó con una carretera que atravesaba el bosque, a unos doscientos metros del límite occidental del jardín de Marianne. Trazaba una J cuyo extremo superior estaba encarado hacia el norte y la curva de abajo hacia el oeste. En medio de la curva se encontraba una zona de aparcamiento, con algo que parecía un par de mesas de picnic. Era más que probable que Hirtmann hubiera tomado como punto de partida aquel lugar. En vista de que la definición de la imagen y la densidad del follaje no le permitían ver si había un sendero, decidió ir a echar un vistazo al día siguiente, si los incordiantes de turno se mantenían tranquilos pese al calor. Los de la policía científica habían examinado los alrededores de la fuente. Según Espérandieu, no habían encontrado nada. Ella dudaba mucho, sin embargo, de que hubieran explorado un poco más allá. Con creciente excitación, constató que tenía ante sí una pista todavía fresca. Ya no tenía necesidad de compulsar información y expedientes en los que otros antes que ella se habían gastado la vista y que habían estado dormitando en los ordenadores o acumulando polvo en los cajones durante meses. Martin se había comprometido a hacerle llegar las informaciones a medida que surgieran. Con aquella investigación de Marsac, no tenía tiempo para ocuparse personalmente y había destinado a sus dos ayudantes a la vigilancia de Margot.
«Esta es tu oportunidad, chica. No la dejes pasar. No hay tiempo que perder».
La célula de París no había enviado por el momento a nadie. Un
e-mail
y dos letras grabadas con una navaja en el tronco de un árbol no constituían motivos suficientes para destinarles una partida de dinero. No obstante, tarde o temprano, la vigilancia de Marsac llegaría a su fin, Martin solucionaría el caso y la policía asumiría el relevo. Si ella lograba descubrir algo decisivo, sabía de antemano que Martin no era el tipo de persona capaz de apropiarse de los resultados de los demás. Aunque sus superiores protestarían porque no los había mantenido informados, nadie podría negarle el mérito de haber hecho avanzar un caso en el que llevaban meses trabajando varias docenas de investigadores.
«¿Qué te hace pensar que lo vas a conseguir?». Pasó las dos horas siguientes preparando el plan de ataque contra el sistema informático de la cárcel en la que estaba internada Lisa Ferney. La primera maniobra consistía en recuperar en un foro de
hackers
un
botnet
, un programa-robot. Ziegler conocía varios foros de piratas informáticos. Aunque no era asidua, hacía ya tiempo que participaba en ellos. Entre los piratas, la antigüedad equivale a una tarjeta de presentación. Como en las bandas de delincuentes o cualquier organización criminal, los recién llegados, los
newbabies
, deben demostrar primero sus cualidades. Ella tomaba, por supuesto, la precaución de conectarse de manera anónima. La solución consistía en utilizar una página web concebida para tal propósito, un servidor
proxy
que se conectaba en su lugar, disimulaba las huellas que dejaba en Internet y modificaba su dirección IP y su localización. Eligió uno que era especialmente fiable entre una larga lista de
anonymizers
de pago o gratuitos. Aquel se llamaba
Astrangeriswatching.com
. Al conectarse, le apareció el siguiente mensaje:
Welcome to Astrangeriswatching —Free Anonymous Proxy Service.
Your privacy is our mission!
Aunque no era gratuito, ni mucho menos, y pese a que tuvo que invertir algo de tiempo en los prolegómenos, al fin se encontró con una variante escrita a medida del famoso programa Zeus, el rey de los Caballos de Troya. «Nunca salimos de la Antigüedad», se dijo con ironía. Codificado en C++, compatible con todas las versiones de Windows, Zeus había contaminado ya e invadido millones de ordenadores en todo el mundo, como los del Bank of America y la NASA. La segunda maniobra consistió en encontrar una fisura en el sistema informático de la cárcel. Para ello, disponía de la dirección electrónica del propio director. Ella misma se la había pedido antes de irse y ahora la tenía allí delante. Tras incorporar el
botnet
en un documento PDF, invisible para los cortafuegos y antivirus del Ministerio de Justicia, pasó a la fase tres, el
social engineering
, que consiste en convencer a la víctima para que active motu propio la trampa que se le tiende. Envió el archivo al director a través de un
e-mail
en el que le explicaba que había incluido en el fichero adjunto diversos datos relacionados con su interna de los que debía ponerse al corriente sin demora. El único fallo en su método radicaba en la obligación de enviar el caballo de Troya utilizando su propia dirección electrónica. Se trataba de un riesgo calculado, con todo. Si alguien advertía el ataque, ella fingiría haber sido contaminada a su vez. Cuando el director activara el documento, Zeus iría a confundirse con los archivos de su disco duro sin que él se diera cuenta de nada. Al abrir el archivo, vería aparecer un mensaje de error. Entonces quizá suprimiría el archivo o la llamaría para consultarla. En ese momento ya sería demasiado tarde, porque el programa habría anidado allí.
Una vez instalada, su versión personal de Zeus trazaría un mapa del sistema informático de la cárcel, que ella recibiría en cuanto el director se conectara a Internet. Avisada en tiempo real, leería el mapa y entonces podría dirigirse a los archivos que le interesaban. Cuando depositase la orden en el servidor, Zeus la almacenaría y, en la próxima conexión, le enviaría los archivos solicitados. El proceso se iría repitiendo hasta que considerase que ya había obtenido toda la información que necesitaba. Entonces mandaría a Zeus una orden de autodestrucción y el programa desaparecería. A partir de allí, no habría modo de saber que se había producido un ataque ni de remontarse hasta ella.
Una vez concluida aquella tarea, pasó a otra. Experimentó un breve sentimiento de culpa antes de introducirse en el ordenador de Martin, pero se consoló diciéndose que obraba en interés de todos y que, obteniendo la información directamente en el origen sin esperar a que se la transmitieran, le hacía ganar tiempo. Al fin y al cabo, se trataba de su ordenador profesional y lo más probable era que, si tenía cosas que ocultar, las reservara al ordenador de su casa. Una vez hubo revisado la lista de mensajes, se centró en el disco duro. Mientras consumía las últimas gotas del gin tonic, examinó rápidamente diversos bloques de archivos contenidos en C:\Windows y quedó escamada. «Ese programa no estaba ahí la última vez…». Ella tenía una memoria extraordinaria para ese tipo de cosas. Quizá no fuera nada preocupante. Al reanudar la exploración, torció el gesto mientras en su cerebro se disparaban las alarmas. «Otro archivo sospechoso». Lanzó un
sean
del disco duro y fue a prepararse otro gin tonic. Cuando volvió frente al ordenador, el resultado la dejó perpleja. Las medidas de seguridad del Ministerio del Interior no habrían dejado pasar un programa considerado como malicioso y de Martin no cabía esperar que pasara por alto las consignas de seguridad. Si había recibido un
e-mail
sospechoso o proveniente de alguien que no conocía, en lugar de abrirlo, lo habría mandado a la papelera, o bien habría pedido que le echaran un vistazo los técnicos informáticos. La única posibilidad que quedaba era que el programa malicioso lo hubiera introducido directamente alguien que había accedido físicamente al lugar.