—¿Dónde estuvo el viernes por la noche?
El diputado volvió a esbozar una sonrisa, con la mirada extraviada.
—Eso… no se lo puedo decir.
Lacaze había pronunciado aquellas palabras con marcada ironía, como si de repente percibiera lo cómico de la situación, y también su cariz desesperado. Servaz emitió un suspiro.
—¡Por todos los santos, Lacaze! Me voy a ver obligado a llamar al juez y él va a decidir sin duda solicitar la anulación de su inmunidad si se niega a cooperar. ¡Está poniendo en peligro su carrera!
—No lo entiende, comandante. Si se lo digo, mi carrera sí que se habrá acabado de verdad. Mire por donde mire, me encuentro entre la espada y la pared.
★ ★ ★
Espérandieu escuchaba el que en su opinión era uno de los dos o tres mejores discos de música rock del año 2009,
West Ryder Pauper Lunatic Asylum
de Kasabian, y en ese preciso momento, mientras sonaba la pieza titulada
Fast Fuse
en su coche, alguien golpeó en la ventanilla del lado del pasajero.
Vincent bajó el volumen antes de abrir la puerta.
—Tenemos que ir a ver a alguien —anunció Servaz, tomando asiento.
—¿Y Margot?
—Hay un furgón de la gendarmería en la entrada —Servaz señaló el vehículo azul aparcado junto a la carretera, al final de la avenida bordeada de robles y de la pradera—, Samira vigila la parte de atrás y Margot está en clase. Conozco a Hirtmann. Si debe actuar, no va a correr ningún riesgo, y menos el de tener que volver a una celda.
—¿Y adonde vamos?
—Arranca.
Entraron en la ciudad y Servaz fue dando las indicaciones a Espérandieu a medida que circulaban. La conversación con Lacaze había disipado su entusiasmo. No lograba entender por qué se obstinaba en negarse a decir dónde estuvo esa noche. Allí había algo raro. Había intuido que Lacaze tenía motivos fundados para mantenerse en sus trece en esa cuestión, en una actitud que no era nada lógica en alguien que había cometido un asesinato.
Cabía, con todo, la posibilidad de que Lacaze fuera un as a la hora de disimular. Al fin y al cabo, era un político y por lo tanto un actor y un mentiroso profesional.
—Es aquí —dijo Servaz.
La residencia universitaria estaba situada en una de las colinas que dominaban la ciudad. Se componía de una serie de cinco edificios, todos idénticos. Traspasaron una pequeña verja, en la que un cartel anunciaba: CIUDAD UNIVERSITARIA PHILIPPE-ISIDORE PICOT DE LAPEYROUSE. Aparcaron bajo los árboles, frente a una explanada de césped desierta. A diferencia del instituto de Marsac, en la facultad de ciencias ya se había terminado el curso y la mayoría de los estudiantes se habían marchado ya. El lugar parecía abandonado. Por fuera, el largo edificio de cuatro plantas presentaba un buen aspecto con sus hileras de amplias ventanas mostrando unas habitaciones claras y agradables, pero, ya desde el vestíbulo, comprendieron que allí se libraba un conflicto. En las paredes había pancartas de protesta: Pagamos un alquiler, exigimos el mínimo, Basta de cucarachas o ESTAMOS HARTOS DE MUGRE. No había ascensor. Al subir a los pisos superiores, pronto comprobaron que las protestas estaban justificadas. Las losas de plástico del techo se caían, la pintura amarilla de las paredes se resquebrajaba y en la puerta de las duchas un letrero avisaba: No funciona. Servaz creyó incluso percibir un par de lagartijas que reptaban por el suelo. Los de estupefacientes les habían dado un número de habitación, la 211. Cuando se detuvieron delante de la puerta, oyeron música puesta a todo volumen. Espérandieu llamó y adoptó un tono de voz lo más juvenil posible.
—Heisenberg, ¿estás ahí, colega?
La música paró. Aguardaron treinta segundos por lo menos y ya se preguntaban si Heisenberg no habría escapado por la ventana cuando abrió la puerta una chica delgada vestida con camiseta sin mangas y pantalón corto. Tenía el pelo enmarañado, de un rubio de aspecto artificial que confirmaba el tono moreno de las raíces. Sus brazos eran tan delgados que los huesos y las venas sobresalían bajo la bronceada piel. La joven pestañeó en la penumbra propiciada por el estor casi bajado y los examinó alternativamente con sus ojos descoloridos.
—¿No está aquí Heisenberg? —preguntó Vincent.
—¿Quiénes sois, tíos?
—¡Sorpresa! —exclamó alegremente su ayudante mostrando su carnet al tiempo que apartaba a la rubia para entrar.
Las paredes estaban recubiertas casi por entero de fotos, pósteres, cartelitos y folletos. Entre las fotos, Espérandieu reconoció a Kurt Cobain, Bob Marley y Jimi Hendrix, los ídolos de los jóvenes con aspiraciones libertarias pero aficionados a la droga, lo que entrañaba de por sí una paradoja. En cuanto dio unos pasos en la habitación, identificó el fantasma del olor que planeaba en ella: THC, tetrahidrocannabinol, en su variante más común, el hachís.
—¿No está Heisenberg?
—¿Qué queréis de él?
—No es asunto tuyo —contestó Espérandieu—. ¿Eres su chica?
—¿Y qué coño os importa? —replicó ella con animadversión.
—Responde.
—Largaos.
—No nos iremos sin haberlo visto.
—No sois de estupefacientes —señaló la joven.
—No, somos de la criminal.
—Llamad a los de estupefacientes. No tenéis derecho a meteros con Heisenberg.
—¿Y tú que sabes? ¿Es tu novio?
No respondió. Sus grandes ojos descoloridos se posaron primero en Vincent y después en Servaz con un brillo hostil.
—Bueno, yo me largo.
Dio un paso hacia la puerta, pero Espérandieu alargó el brazo y la agarró por la muñeca. Al instante, como un gato que arquea el lomo, giró sobre sí y le clavó las uñas en el antebrazo, haciéndole aflorar la sangre.
—¡Ay! ¡Hostia, me ha arañado!
En lugar de soltarla, le cogió la otra muñeca con fuerza, procurando esquivar las coces que le daba.
—¡Suéltame, poli de mierda! ¡Quítame las manazas de encima, maricón!
—¡Cálmese! ¡Pare de una vez o la metemos en chirona!
—¡Me importa un comino, cabrón! ¡No tiene derecho a maltratar asía una mujer! ¡Suélteme, joder!
Se retorcía, silbaba y escupía como un animal enfurecido. En el momento en que Servaz se disponía a prestar ayuda a su ayudante, se dio un violento cabezazo contra el tabique.
—Me ha pegado —chilló, con un corte en la frente—. ¡Estoy sangrando! ¡Socorro, que me violan!
Espérandieu trató de taparle la boca para impedir que gritara. Iba a alertar a todo el edificio, aun cuando solo conservara un cuarto de sus ocupantes. La chica lo mordió. Se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica y la iba a abofetear cuando Servaz lo agarró por la muñeca.
—No.
Con la otra mano, había cerrado el pestillo de la puerta. La chica se calmó un poco, calibrando la situación. Con ojos chispeantes de rabia y un chorreo de sangre en la cara, tomaba conciencia de que estaba atrapada. Se frotó las muñecas, que aún conservaban las marcas rojas de los dedos de Espérandieu.
—Solo queremos hablar con Heisenberg —dijo Servaz con calma.
La muchacha se sentó en el borde de la cama y levantó la cabeza hacia ellos, mientras se enjugaba la sangre de la frente con una punta de la blusa, dejando al descubierto el sujetador malva que cubría sus menudos pechos.
—¿Para decirle qué?
—Tenemos que hacerle unas preguntas.
—Yo soy Heisenberg.
Servaz y su ayudante intercambiaron una mirada. Por un momento, se preguntaron si no estaba tratando de despistarlos, pero Servaz comprendió que decía la verdad. Los de estupefacientes habían omitido especificar que Heisenberg era una mujer… Seguro que se habían refocilado de antemano previendo la sorpresa y las dificultades con que iban a topar los dos policías.
—Y me pueden enchironar si quieren, porque no voy a responder a sus preguntas. Yo tengo un trato con sus colegas. Está incluso escrito en alguna parte.
—Nos da lo mismo tu trato.
—¿Ah, sí? Pues lo siento mucho, pero así están las cosas, tíos. Yo hablo solo con los de estupefacientes. Hasta el juez está en el ajo. ¡No me pueden tirar de la lengua así como así!
—Bueno, digamos que las reglas han cambiado. Llama a tu contacto si quieres. Venga, llama. Pregúntaselo. Queremos respuestas. Te has quedado sin protección. O hablas con nosotros o vas a chirona.
Los sondeó con la mirada, tratando de discernir si era un farol.
—Llama a tu contacto —insistió Servaz—. Vamos.
Abatió la cabeza, dándose por vencida.
—¿Qué quieren?
—Hacerte unas cuantas preguntas.
—¿De qué clase?
—Como esta: ¿Paul Lacaze es cliente tuyo?
—¿Cómo?
—Paul La…
—Ya sé quién es Paul Lacaze, pardillo. ¿En serio creen que un tipo como él se arriesgaría a comprarme la droga a mí? ¿Están de broma o qué?
—¿Quiénes son tus clientes, estudiantes?
—No solo. También hay pijos de poca monta de Marsac, parientas con ínfulas, idiotas con pasta y hasta obreros. Hoy en día, la droga es como el golf. Se ha democratizado.
—Debes de tener buenas notas en sociología, ¿eh? —ironizó Espérandieu.
La joven no se dignó ni a dedicarle una mirada.
—¿Cómo funcionan las transacciones? —quiso saber Servaz—. ¿Dónde guardas las dosis?
Heisenberg le explicó que recurría a una «nodriza», en la jerga policial, una persona que aceptaba guardar la mercancía, en general uno o varios drogadictos que prestaban el servicio a cambio de algunas dosis. La nodriza de Heisenberg no era drogodependiente. Era una anciana de ochenta y tres años que vivía sola en una casa unifamiliar y a la que iba a ver una vez por semana.
—¿Tienes una lista de tus clientes? —preguntó Servaz.
—¿Cómo? ¡No! —contestó, mirándolos con ojos como platos.
—¿Conoces el instituto de Marsac? —prosiguió.
—Sí… —respondió, recelosa.
—¿Tienes clientes entre sus alumnos?
Sacudió la cabeza, con expresión desafiante.
—Mmm.
—¿Cómo? No he oído bien.
—No solo entre los alumnos.
Servaz sintió un tenue escalofrío en la base de la columna.
—¿Un profesor? ¿De dónde?
—Psí, un profe —confirmó con una leve sonrisa triunfal—. De Marsac, el instituto de la gente bien. Se ha quedado seco, ¿eh?
Servaz escrutó sus ojos de color verde claro, sin saber si mentía o no.
—Su nombre —pidió.
—Ah, no. Eso sí que no. Yo no me chivo.
—¿Ah, no? ¿Y los de estupefacientes?
—No de esta manera —precisó con terquedad, como si la hubieran ofendido.
—Hugo Bokhanovsky, ¿te suena de algo?
Asintió con la cabeza.
—¿Y David Jimbot?
Confirmó del mismo modo.
—El nombre de ese profe —insistió.
—No puedo hacer eso, tío.
—Escucha, me estoy cansando… Me estás haciendo perder el tiempo. Los de estupefacientes tienen un expediente igual de gordo que el Talmud donde se especifican tus actividades. Y esta vez el juez no mostrará ninguna clemencia. Está dispuesto a mandarte a la cárcel solo con que lo llamemos nosotros. Vas a pasar una buena temporada a la sombra…
—¡Bueno, vale, hostia! Van Acker.
—¿Cómo?
—Francis Van Acker. Así se llama. Enseña no sé qué asignatura en el instituto de Marsac. Un tío con una perilla que se cree el ombligo del mundo.
Servaz la miró. Francis… Claro, ¿cómo no se le había ocurrido antes?
★ ★ ★
Van cuatro en el coche. Circulan deprisa, demasiado deprisa, de noche, por una sinuosa carretera en medio de los bosques, con la ventanilla bajada. El aire les agita los cabellos. Los de Marianne, apoyada sobre él en la parte de atrás, se mezclan con los suyos y él respira el olor a fresa de su champú. En la radio, ese año Freddie Mercury se pregunta quién quiere vivir para siempre y Sting si los rusos quieren también a sus hijos. Francis conduce.
El cuarto debe de ser Jimmy, o quizá Louis. Servaz no se acuerda. Francis y el cuarto charlan delante, ríen y arman bulla. Tienen una cerveza en la mano, parecen alegres, inmortales y un poco piripis. Francis conduce demasiado rápido, como siempre, pero el coche es suyo. De repente, en su mano libre aparece un porro; lo pasa a Jimmy, que suelta unas risitas estúpidas antes de dar unas caladas. Servaz nota que Marianne se tensa contra él. Lleva los mitones de
strass
que se pone siempre excepto en verano; sus cálidos dedos emergen de la lana y se entrelazan con los suyos; sus dos manos quedan unidas como los eslabones de una cadena que nadie podría romper. Martin saborea aquellos momentos en que, sentados en la penumbra de la parte de atrás del coche, forman una sola persona, ella y él, aunque Francis conduzca demasiado deprisa y haga fresco. Los faros arañan los troncos de los árboles; la carretera desfila a toda velocidad; dentro del coche huele a hierba, pese al aire nocturno que se cuela en el interior. En la radio, Peter Gabriel canta
Sledgehammer
y, de pronto, nota el tibio aliento de Marianne en el pabellón de la oreja y oye el murmullo de su voz.
—Si tenemos que morir esta noche, quiero que sepas que nunca he sido más feliz.
Él piensa exactamente lo mismo, que sus dos corazones laten al unísono. En ese instante tiene la certeza de que tampoco él podrá ser más feliz que en aquellos días, colmado por el amor de Marianne, por la amistad que reina en el coche, la despreocupación y la gracia de su juventud, cuando sorprende la mirada de Francis posada en ellos a través del retrovisor. El humo del porro se eleva delante de sus ojos en una delgada espiral. En ellos no hay restos de sarcasmo ni de humor. La mirada es de codicia, de celos y de puro odio. Al cabo de unos segundos, Francis le guiña el ojo y le sonríe, y él cree haber soñado.
★ ★ ★
Servaz aparcó en el casco antiguo. Había pasado toda la tarde pensando. Sin querer, volvía a su memoria el comentario que había hecho Marianne la otra noche a propósito de Francis, de que él no tenía ningún talento y que siempre había estado celoso del de Servaz. Evocaba a su profesor de letras de la época, un hombre muy elegante de densa cabellera blanca y dicción un poco amanerada, que llevaba fulares bajo los cuellos de camisas a rayas y adornaba con pañuelos sus trajes. Servaz pasaba largos ratos charlando con él después de las clases, y ahora se acordaba de que Francis se mofaba de ellos, que no paraba de denigrar al anciano profesor y que sospechaba que buscaba la compañía de Martin por motivos que iban más allá de lo estrictamente intelectual.