Había efectuado dieciocho llamadas cuando empezó a dudar de que su método fuera a dar resultado. Era posible que, por un motivo u otro, la empresa de limpieza que se ocupaba de las dependencias de la policía no constara en la guía. También cabía la posibilidad de que, escamada por sus preguntas, la empresa en cuestión se hubiera puesto ya en contacto con los verdaderos responsables y que la policía judicial fuera a presentarse de un momento a otro para preguntarle qué tramaba. Por decimonovena vez, volvió a interpretar el mismo numerito. Como en las anteriores ocasiones, la persona de la centralita le pasó al encargado, iniciando otra interminable espera.
—¿Dice que no están satisfechos de nuestra labor? —preguntó una enérgica voz masculina—. ¿Podría ser un poco más explícita? ¿Cuál es el punto concreto que no les satisface?
Irguió la espalda en el asiento. No había previsto aquel tipo de preguntas y se vio obligada a improvisar con un sentimiento de culpa hacia el equipo que trabajaba en el edificio y que iba a recibir una reprimenda por faltas imaginarias.
—Efectúo esta llamada a petición de diversos colegas —concluyó, tratando de restar importancia al asunto—. Pero ya sabe cómo son las cosas. Siempre hay gruñones, insatisfechos, personas que necesitan criticar a los demás para existir. Yo transmito sus quejas, aunque, personalmente, siempre he encontrado correcta la limpieza de mi oficina.
—Veré qué puedo hacer —respondió el hombre—. Voy a insistir en las cuestiones que acaba de subrayar. Sea como sea, ha hecho bien en llamarnos. Ponemos mucho empeño en la satisfacción de nuestros clientes.
El discurso comercial habitual, que hacía presagiar no obstante unos cuantos rapapolvos para los trabajadores.
—Insisto, no sea demasiado severo. No es tan grave.
—No, no, no estoy de acuerdo con usted. Nosotros nos esforzamos por lograr la excelencia. Queremos dar entera satisfacción a nuestros clientes y nuestros empleados deben estar a la altura. Es lo menos que se les puede pedir.
«Sobre todo con los sueldos que les pagan», pensó para sí.
—Le agradezco su profesionalidad. Adiós.
En cuanto hubo colgado, se conectó a una de esas páginas web que publican los organigramas, los balances y las cuentas claves de las empresas. Encontró el nombre del dirigente de Clarion en un papel, pero no su número de teléfono. Volvió a llamar, pues, a la centralita, aunque esa vez lo hizo desde el teléfono fijo de la gendarmería, en el que constaba su nombre y el de su superior.
—Clarion —repitió la misma voz de mujer.
—Quiero hablar con Xavier Lambert —reclamó, tratando de modificar la suya—. Dígale que se trata de una investigación de la gendarmería, a propósito de uno de sus empleados. Es urgente.
El silencio que recibió su petición le hizo temer que la mujer hubiera reconocido su voz. Luego oyó un tono.
—Xavier Lambert —dijo, con cierto hastío, una voz masculina.
—Buenos días, señor Lambert. Soy la capitana de gendarmería Ziegler. Estamos llevando a cabo una investigación sobre ciertos delitos en los que podría estar implicado uno de sus equipos de limpieza. Necesito la lista de sus empleados.
—¿La lista de mis empleados? ¿Quién dice que es usted?
—La capitana Irène Ziegler.
—¿Por qué necesita esa lista, capitana, si no es indiscreción?
—En las dependencias que limpia su empresa se ha producido un delito, un robo de documentos confidenciales. Se han encontrado ínfimos restos de productos de limpieza industriales en papeles que estaban en contacto con los documentos robados. Debo advertirle, sin embargo, que esto debe quedar entre nosotros.
—Por supuesto —aceptó sin inmutarse el hombre—. ¿Tiene una orden judicial?
—No, pero puedo pedirla.
—Pídala, pues.
¡Mierda! ¡Iba a colgar!
—¡Un momento!
—¿Sí, capitana?
Advirtió con rabia un asomo de hilaridad en su voz; como si le divirtiera su vehemencia.
—Escuche, señor Lambert, puedo tener esa orden dentro de unas horas. Lo malo es que estamos trabajando a contrarreloj. Es posible que el sospechoso tenga todavía los documentos en su casa, pero no podemos predecir durante cuánto tiempo. Ignoramos cuándo y a quién los va a entregar. Nuestra intención es adjudicarle una vigilancia. Comprenderá, pues, que cada minuto es de vital importancia. Seguro que no le apetece actuar como cómplice, aunque sea de manera involuntaria, de un delito tan grave como el espionaje industrial.
—Sí, comprendo, naturalmente. Soy un ciudadano responsable y si puedo hacer lo que sea preciso para ayudarles dentro del marco legal… Usted también comprenderá sin duda que no puedo divulgar información personal sobre mis empleados sin tener motivos fundados.
—Se los acabo de exponer.
—Bueno, digamos que esperaré a que esos… excelentes motivos estén confirmados por un juez…
La ironía y la arrogancia patentes en la contestación del hombre azuzaron su cólera, el sentimiento que precisamente necesitaba para activar su reacción.
—Es cierto que no puedo acusarlo de obstruir la investigación. Usted tiene la ley de su parte, lo reconozco —admitió con frialdad—, pero no sé si sabrá que nosotros, los gendarmes, somos bastantes rencorosos… o sea, que, si quiere persistir en su actitud, le voy a pegar en los talones de Clarion la inspección de trabajo, la dirección departamental de Trabajo y Empleo, el comité de lucha contra el trabajo ilegal… Y van a rascar y hurgar a fondo hasta que encuentren algo, créame.
—Capitana, le aconsejo que cambie de tono —replicó, con irritación, el hombre—. Se está excediendo. Esto no va a quedar así. Ahora mismo voy a hablar del asunto con sus superiores.
Se estaba tirando un farol. Se le notaba en la voz.
—Y si no es hoy, será mañana —prosiguió con el mismo tono lúgubre—, porque no lo vamos a dejar en paz; me puede creer… Nos vamos a pegar como un chicle a sus zapatos. Porque no me gusta su tono ni su actitud, y porque nosotros no olvidamos nada. Espero que no haya ni la más mínima irregularidad en su gestión del personal, señor Lambert, se lo deseo con toda sinceridad, porque, en el caso contrario, puede despedirse de unos cuantos clientes, empezando por la policía.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—Ahora le envío esa lista.
—Con todas las informaciones que contiene —precisó ella antes de colgar.
★ ★ ★
Servaz circulaba por la autopista. El aire seguía igual de asfixiante e inmóvil, pero la amenaza de tormenta se concretaba en el aumento de los nubarrones. La ola de calor iba a culminar pronto con acompañamiento de rayos y truenos. Por su parte, sentía que también se aproximaba a un desenlace atronador. Mientras conducía, se dijo que se hallaban más cerca de lo que pensaba. Los elementos se encontraban allí delante. Solo faltaba combinarlos e interpretarlos.
Llamó a Espérandieu y le pidió que regresara a Toulouse para indagar en el pasado de Elvis. En el instituto había demasiada gente durante el día y, además, Samira no perdía ni un minuto de vista a Margot. Julian Hirtmann no pasaría a la acción en tales condiciones, suponiendo que tuviera intención de hacerlo, cosa que Servaz empezaba a dudar. Una vez más, se preguntó dónde se habría metido el suizo. Las certezas que abrigaba respecto a él vacilaban. ¿Había soñado que era una marioneta y ahora resultaba que no había ningún marionetista que manipulara los hilos? ¿O bien, por el contrario, el suizo se hallaba muy cerca, acechando desde la sombra, sin distanciarse mucho, acompasando en silencio sus pasos a los suyos, deslizándose en los espacios muertos, los intersticios? Reconociendo que cada vez se representaba más a Hirtmann como un fantasma, un mito, procuró ahuyentar aquella idea. Le ponía nervioso.
★ ★ ★
Aparcó delante del restaurante en la entrada de Marsac, con cuarenta minutos de retraso.
—¿Qué coño hacías?
Margot llevaba pantalón corto, unos zapatones con las puntas reforzadas, como los que se usan en las obras, y una camiseta con la efigie de un grupo musical que él no conocía. El pelo teñido de rojo surgía, hirsuto, de su cabeza con ayuda de gel. Le dio un beso sin responder y la llevó al puentecillo de madera lleno de macetas que atravesaba un arroyo por el que avanzaban con digno porte unos patos. Las puertas del restaurante estaban abiertas de par en par. En el agradable y fresco ambiente del interior flotaba un discreto rumor de conversaciones. Algunos comensales desviaron la mirada hacia Margot, que siguió con la cabeza bien alta hacia la mesa, adornada con flores, adonde los condujo el maître.
—¿Tienen mojitos aquí? —preguntó, una vez instalada en la silla.
—¿Desde cuándo bebes alcohol?
—Desde los trece años.
La miró sin saber si bromeaba, aunque todo indicaba que no. Él pidió carrillada de ternera y Margot una hamburguesa. Un televisor difundía la imagen de unos jugadores que se entrenaban en un campo de fútbol, sin sonido.
—Estoy cagada de miedo, con toda esta historia y la vigilancia —anunció ella sin preámbulos—. ¿Realmente crees que podría…?
Dejó sin terminar la frase.
—No hay de qué preocuparse —se apresuró a responder Servaz—. Es por simple precaución. No hay casi ninguna posibilidad de que la tome contigo, ni de que aparezca siquiera. Solo quiero estar completamente seguro de que no corres ningún riesgo.
—¿Es absolutamente indispensable?
—Por ahora, sí.
—¿Y si no lo pilláis? ¿Vais a seguir vigilándome de manera indefinida? —planteó, tocándose el falso rubí de la ceja.
Servaz sintió que se le encogía el estómago. Aquella era precisamente la cuestión que más lo mortificaba, que tarde o temprano llegaría el día en que interrumpirían la vigilancia, porque el Ministerio Fiscal decidiría que ya era suficiente. ¿Qué ocurriría entonces? ¿Cómo haría para garantizar la seguridad de su hija? ¿Y para poder dormir tranquilo?
—Tú —añadió, omitiendo responder— debes estar atenta para detectar todo lo que te parezca anormal. Si ves a alguien que ronda por los alrededores del instituto, o si recibes SMS raros, por ejemplo, no dudes en ir a ver a Vincent. Lo conoces y te llevas bien con él. Sabes que él te escuchará.
Margot asintió, acordándose del rato que pasó la noche anterior, bebiendo, charlando y riendo con Samira.
—De todas maneras, te repito que no hay razón para inquietarse. Es solo una medida de precaución —insistió.
Aquello parecía un diálogo de película algo manido que había oído mil veces, el diálogo de una película mala, una de esas series Z en las que la sangre corre a raudales. Una vez más, sintió que se ponía nervioso. ¿O sería la inminencia de la tormenta lo que le ponía los nervios a flor de piel?
—¿Tienes lo que te he pedido?
Margot metió la mano en su bolsa de tela caqui y sacó un fajo de hojas manuscritas y dobladas.
—¿Para qué lo quieres? No entiendo por qué me pides esto —declaró, empujando las hojas encima de la mesa—. ¿Quieres evaluar mi trabajo o qué?
Conocía el brillo de aquellos ojos negros. Había tenido que afrontarlo un montón de veces.
—No leeré nada de lo que has escrito —aseguró—. Te doy mi palabra. Lo que me interesa son las notas al margen, eso y solo eso. Ya te explicaré —agregó, viendo su expresión de extrañeza.
Observando con satisfacción las anotaciones en rojo, plegó los papeles y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
★ ★ ★
Eran las 13:30 del jueves y la Ballena degustaba un caracol de Borgoña con salsa de ajo cuando el ministro entró en uno de los dos salones privados, el más pequeño, de Tante Marguerite, un restaurante situado a escasos metros de la Asamblea Nacional. El senador se secó los labios antes de iniciar la conversación con el recién llegado.
—¿Y bien?
—A Lacaze lo van a poner en detención preventiva —anunció el ministro—. El juez va a pedir que le retiren la inmunidad.
—Eso ya lo sé —replicó Devincourt con frialdad—. ¡Lo que no sé es cómo ese idiota de fiscal no ha podido impedir esto, joder!
—No podía hacer nada. En vista de los elementos del expediente, los jueces de instrucción no podían actuar de otro modo. No me lo puedo creer. ¡Suzanne lo contó todo a la policía! Les dijo que Paul había mentido con la coartada. Jamás la habría creído capaz de…
El ministro parecía aterrado.
—¿Ah, no? —replicó la Ballena—. ¿Y qué esperaba? Esa mujer tiene un cáncer en fase terminal; se ha visto traicionada, burlada, humillada… Personalmente, me dan más bien ganas de felicitarla. Ese cabrón tiene lo que se merece.
El ministro sintió la mosca detrás de la oreja. ¡La Ballena se cepillaba a putas desde hacía más de cuarenta años y ahora venía dando lecciones de moral!
—A usted no le cuesta nada decir eso.
El senador se llevó la copa de vino blanco a la boca.
—¿Está haciendo alusión a mis… apetitos? —dijo, sin inmutarse, el corpulento político—. Hay una enorme diferencia entre un caso y otro, ¿y sabe cuál es? El amor… Yo quiero a Catherine como el primer día. Yo siento una profunda admiración por mi mujer, el más profundo de los respetos. Las putas son solo una cuestión de higiene, y ella lo sabe. Hace veinte años que Catherine y yo no compartimos la misma cama. ¿Cómo podía imaginarse ese imbécil que Suzanne lo iba a perdonar? Una mujer como ella… tan orgullosa… una mujer de carácter, extraordinaria. Que se acostara con otra, pase, pero que se enamorase de esa…
—¿Qué hacemos? —preguntó el ministro, atajándolo.
—¿Dónde estaba Lacaze esa noche? ¿Se lo ha dicho a usted, al menos?
—No. Se ha negado a decírselo al juez. ¡Es increíble! No quiere hablar de eso con nadie. ¡Se ha vuelto loco!
En ese momento, la Ballena despegó los ojos del plato para observar al ministro con expresión de franca sorpresa.
—¿Cree que la mató?
—Ya no sé qué pensar. En cualquier caso, cada vez se perfila más como culpable. Jesús, la prensa se va a ensañar con el asunto.
—Déjelo —aconsejó la Ballena.
—¿Cómo?
—Tome distancias mientras está a tiempo. Delante de los medios de comunicación presente el mínimo sindical, presunción de inocencia, independencia de la justicia… ya sabe, el rollo de costumbre. Pero afirme también que él está sujeto a la acción de la justicia como cualquier otra persona. Todo el mundo comprenderá. Siempre se necesita un chivo expiatorio, no hace falta que se lo diga. Nuestro querido pueblo funciona igual que las primeras tribus de Israel: le encantan los chivos expiatorios. Lacaze será inmolado en el altar de la prensa, que va a despedazarlo y ensañarse con él hasta la saciedad. Los padres de la virtud van a montar su número habitual en la televisión, la multitud se va a escandalizar y cuando hayan acabado con él, le tocará el turno a otro. ¿Quién sabe? Mañana podría ser usted, o yo… Sacrifíquelo, sin demora.