«Alguien cargó directamente el programa en el ordenador…».
Se puso a plantearse, indecisa, qué podía hacer. Tenía que avisar a Martin, pero ¿cómo podía hacerlo sin revelarle la manera como había obtenido la información? ¿Cómo reaccionaría él cuando se enterase? Se estuvo revolviendo un momento el pelo, pensativa, con el codo apoyado junto al teclado y la mirada fija en él. Lo primero era averiguar algo más sobre las personas que habían cargado el programa. Tomando papel y bolígrafo, empezó a escribir una lista de las posibilidades, pero enseguida se dio cuenta de que no eran muchas:
En los dos últimos casos, era poco probable que Martin los hubiera dejado sin vigilancia el tiempo suficiente para que pudieran pasar a la acción. Añadió otra opción:
Hacia las once de la noche, un anciano que sacó el perro le dirigió una recelosa mirada, precedida de otra que tuvo por objetivo la farola apagada, situada a dos metros del coche. Servaz rogó para que no avisara a los gendarmes. Cada treinta minutos llamaba a Vincent y a Samira sin dejar de vigilar la casa. La ventana seguía iluminada en el primer piso.
Poco antes de medianoche, alguien pasó por detrás de la ventana. Después la luz se apagó y otra se encendió tras una pequeña vidriera, cerca de la separación entre las dos alas, que debía de corresponder al hueco de la escalera. Poco después se alumbró otra ventana en la planta baja, más allá de la sombría masa del jardín de invierno. Servaz torció el cuello para vigilar la entrada con el estorbo del recio tronco del gran pino y los macizos que rodeaban el edificio. Aun así vio que el vestíbulo se iluminaba al cabo de unos segundos. Después la puerta principal se abrió y por encima de los setos aparecieron la cabeza y los hombros de Francis. En el interior de la casa se apagaron las luces. Van Acker salía.
Servaz se encogió discretamente en el asiento observando cómo bajaba por la pendiente del jardín y salía a la acera a menos de veinte metros del parachoques de su coche. Luego vio cómo su antiguo amigo se encaminaba hacia su propio vehículo, un cabriolet Alfa Romeo Spider aparcado un poco más allá. Con la mano en la llave, aguardó a que Francis hubiera arrancado y llegado a la esquina para poner el contacto y despegarse de la acera. Si estaba a la defensiva, iba a ser complicado seguirlo de noche sin que se percatara. Por otra parte, no había parecido que prestara atención a lo que sucedía en la calle antes de cerrar la verja del jardín. Se había dirigido al coche sin mirar a su alrededor.
Servaz llegó a su vez a la esquina, a tiempo para percibir las luces y el intermitente del coche que torcía a la izquierda unos cien metros más allá. Acelerando para recuperar terreno en las estrechas calles de Marsac, giró en el mismo sitio. Delante de él, el cabriolet tomó la calle del Cuatro de Septiembre hasta la plaza Gambetta, que atravesó en dirección sudeste. Al pasar delante de la iglesia, Servaz vio a un estudiante que vomitaba a la sombra del ábside. Dos comparsas lo esperaban riendo en la puerta iluminada de un pub, con una copa en la mano. El Spider continuó después por las pequeñas calles comerciales, con sus escaparates cegados ya por las persianas metálicas, renqueando sobre los adoquines, y, después de rodear una fuente, aceleró para tomar la departamental 939. Salía de la ciudad. Servaz siguió tras él. La luna llena brillaba sobre las colinas recubiertas de negra masa forestal. Tras una larga recta, la carretera empezó a subir zigzagueando entre los bosques. Servaz, que había dejado una prudencial distancia, perdía a menudo de vista las luces posteriores para volverlas a localizar a la salida de las curvas. El GPS le indicaba que no había ningún desvío durante cuatro kilómetros, lo que hacía innecesario mantenerse pegado a Van Acker, pero este conducía deprisa y debía estar atento para que no se alejara demasiado.
Era evidente que a Francis Van Acker le gustaba sacar partido de las posibilidades de su bólido y que circulaba a una velocidad muy superior a la permitida. Francis siempre había desdeñado las reglas, salvo las que instituía él mismo.
La carretera subía y bajaba entre colinas, serpenteando como una culebra. A aquella velocidad, el jeep levantaba un revuelo de hojas secas y gravilla a su paso por las curvas. Tenía la impresión de que debían de oírlos a varios kilómetros a la redonda. Los faros topaban con el denso muro de árboles. Servaz veía de vez en cuando la luna llena en ciertos retazos de cielo, aunque la mayor parte de tiempo quedaba oculta tras la bóveda vegetal. Tenía vagamente la forma de una sonriente cara que observara con interés su avance por las colinas. En dos o tres ocasiones, le pareció percibir una luz de faros en el retrovisor, pero estaba pendiente de lo que ocurría delante de él y no detrás.
Cuando llegaba al fondo de un valle, Servaz advirtió que el Spider torcía a la izquierda doscientos metros más adelante para tomar una carretera todavía más estrecha. Él también se adentró por aquella vía secundaria, que enseguida comenzó a ascender en zigzag. Atravesaron una aldea compuesta por tres o cuatro casas prendidas a la cima de la colina como una hilera de dientes cariados a una mandíbula torcida. Tuvo que esforzarse por aminorar la marcha para no despertar sospechas. A ambos lados de la carretera, que ahora seguía la cresta, atisbaba empinados campos delimitados con cercas. Al llegar a un cruce, dudó por dónde debía continuar, hasta que divisó las luces a lo lejos, entre los árboles, a la izquierda. La carretera volvió a subir. Después desembocó en una meseta y continuó entre altos y enhiestos troncos, espaciados como los pilares de una catedral o de una colosal mezquita. Había cientos de árboles como aquellos. Al borde de la carretera había grandes estibas de madera que formaban elevadas murallas de cilindros horizontales.
Servaz sentía que la inquietud se apoderaba de él. ¿Adonde iba Van Acker? Había elegido un itinerario que evitaba los principales ejes viarios de la región a favor de una serie de pequeñas carreteras muy poco frecuentadas, sobre todo a semejante hora. Intentaba pensar, pero estaba demasiado concentrado en la conducción y en el coche de delante.
En el siguiente cruce, en pleno centro de una vasta meseta deshabitada, cubierta de bosquecillos y matorrales, iluminada casi como si fuera de día por el claro de luna, descubrió un cartel: Gargantas de la Soule. Escrutó a un lado y a otro, buscando el Spider, pero no lo vio. ¡Mierda! Paró el motor y se bajó. El silencio le pareció dotado de una densidad especial. No corría ni un soplo de aire y la noche era extrañamente cálida. Aguzó el oído. Un ruido de motor… a la izquierda… Siguió escuchando y otra vez percibió el cambio de marchas y un lejano rechinar de neumáticos en una curva. De nuevo frente al volante, trazó una amplia curva con el jeep y tomó la dirección de las gargantas.
Al cabo de cinco minutos llegó y aparcó junto a la carretera. En pleno día, las gargantas eran un verde tajo de exuberante vegetación que solo dejaba penetrar algunos rayos de sol y entretener unas altas paredes de roca caliza. El río discurría entre ellas en un ancho y manso cauce. Al borde de la carretera había varias cuevas poco profundas que la gente iba a visitar los domingos cuando no tenía nada que hacer. A esa hora de la noche, no presentaban el mismo aspecto. Servaz había ido más de una vez de joven con Francis, Marianne y los demás.
Una especie de presentimiento le decía que era quizás allí adonde se dirigía Van Acker. Siempre había abrigado una parte de sombrío romanticismo y aquel decorado casaba con él, un poco como las pinturas de Caspar David Friedrich. Si Francis se había detenido en algún punto del desfiladero y él se adentraba por él, se percataría sin duda de su presencia. Nadie circulaba por aquellos parajes a esa hora de la noche. Al verlo pasar, Francis comprendería que Martin lo seguía y que sospechaba de él. Por otro lado, si Van Acker había seguido adelante, lo había perdido de todas formas, pero él habría apostado algo a que no era así.
A dos metros de su coche había un camino en el que introdujo muy despacio, marcha atrás, el coche hasta que quedó al abrigo de la vista de la carretera, por si Francis volvía a pasar por allí. Luego apagó las luces, paró el motor y bajó. No se oía ningún ruido, aparte del murmullo del río que corría al otro lado de la carretera. Cerró con cuidado la puerta y se puso a escuchar. Un ave nocturna lanzó un grito en algún lugar. Nada más. Trató de analizar la situación. No tenía mucho donde elegir. La única opción era entrar en la garganta. Se dijo que Van Acker se encontraba tal vez ya lejos y que él se hallaba completamente solo en aquel sitio perdido, entregado a ridículos manejos. De todos modos, sacó el móvil y lo apagó. Después empezó a andar por la carretera sumida en la oscuridad, bajo el cielo cubierto de estrellas.
Mientras caminaba sobre el asfalto, se planteó qué sabía del Van Acker actual. ¿Qué había hecho durante todos aquellos años? Sus vidas habían tomado rumbos tan distintos… Llegó a la conclusión de que Francis siempre había sido un misterio, siempre había sido opaco. ¿Es posible tener como mejor amigo a la persona a la que menos se conoce? Dos seres tan cercanos y, sin embargo, tan diferentes. Todos cambiamos, de manera irremediable. Una parte de nosotros permanece idéntica: el núcleo, el corazón puro proveniente de la infancia. A su alrededor se acumula, sin embargo, una multitud de sedimentos, hasta desfigurar el niño que fuimos, hasta hacer del adulto un ser tan diferente y tan monstruoso que, si fuéramos capaces de desdoblarnos, el niño no reconocería al adulto en el que se ha transformado y quedaría sin duda aterrorizado ante la idea de convertirse en esa persona.
Seguía adentrándose en el desfiladero. Ahora el sonido del río se superponía a los demás ruidos. La carretera describía largas curvas que él seguía, caminando cada vez más deprisa. Aunque trataba de ver algo más allá de la espesura, sus esfuerzos eran vanos. La oscuridad era casi total allí abajo, en el fondo de la garganta. El silencio persistía. ¿Dónde se había metido Francis? Había avanzado varios metros más cuando por fin lo divisó, entre los árboles y las matas, aparcado un poco más allá de la siguiente curva. Primero vio un trozo de carrocería y un faro. Era el Spider rojo… Se quedó inmóvil, ladeándose. Entre los árboles aparecieron dos faros más: había dos coches parados allá abajo. En el Alfa Romeo atisbo dos siluetas. Tenía que sopesar lo que iba a hacer. ¿Sería posible acercarse más sin que lo descubrieran? ¿O sería mejor esperar a que la segunda persona saliera para volver a su vehículo? Él contaba con una ventaja sobre ellos. Desde el interior del coche, solamente debía de quedar visible lo que se encontraba dentro del haz proyectado por los faros, es decir la pared inundada por la violenta luz justo delante del coche, en el punto en el que se abría una de aquellas cuevas poco profundas, completamente iluminada en ese momento.
Si se deslizaba entre la espesura, quedaría fuera del alcance de su vista. El problema radicaba más bien en el ruido que podía hacer al acercarse. No obstante, las dos personas estaban en plena conversación y el ruido del río lo disimularía. Se introdujo entre los árboles y la maleza, pero enseguida advirtió que no era tan fácil avanzar como había previsto. La vegetación era tan densa que resultaba imposible distinguir los numerosos obstáculos que se presentaban y topaba sin cesar con matorrales aún más impenetrables que lo obligaban a efectuar largos rodeos. En más de una ocasión, estuvo a punto de torcerse el tobillo a causa de una irregularidad del terreno o de una rama atravesada en su camino. El ramaje inferior le arañaba las mejillas y la frente, y la camisa se le enganchó varias veces en las zarzas. De vez en cuando se paraba a observar a las dos personas que seguían en el coche y después se volvía a poner en movimiento. Al cabo de un rato que a él le pareció muy largo, topó con un obstáculo infranqueable, un riachuelo que discurría invisible en la oscuridad y que debía de desembocar más abajo en el río. Servaz adivinó su presencia por el brusco declive del suelo, la ausencia de vegetación y el ruido del agua. Se quitó el zapato y el calcetín y, con el pantalón arremangado, emprendió un reconocimiento, pero la pierna se hundió hasta la rodilla en la fría agua sin que el pie hubiera tocado el fondo. Al otro lado, las dos siluetas se hallaban ya a unos cuantos metros tan solo, pero le daban la espalda. Siguió desplazándose en paralelo al arroyo y entonces advirtió con mayor nitidez al pasajero, o la pasajera más bien… Una mujer de cabello largo… Desde allí no alcanzaba a distinguir, sin embargo, el color, ni tampoco a concretar qué edad debía de tener. De repente se le ocurrió otra solución.
La carretera atravesaba la garganta hasta el final. Había dos salidas. Cabía la posibilidad de que la mujer hubiera ido por el otro lado o que hubiera llegado mucho antes que ellos. Servaz habría apostado algo a que la primera hipótesis era la buena. No querían que los vieran juntos. Valía la pena correr el riesgo… Volvió sobre sus pasos, sin preocuparse ya por si hacía ruido. No había tiempo que perder. En cuanto llegó a la carretera, echó a correr por el asfalto en dirección al coche. Pese a que, como constató, había recorrido una distancia mucho menor de lo que le había parecido a la ida, estaba sin resuello cuando se instaló frente al volante. Puso el contacto y, tras salir del camino al ralentí, se alejó a treinta kilómetros por hora. Luego, cuando tuvo la certeza de que los ocupantes del Spider no lo podían oír, apretó a fondo el acelerador. Al llegar al cruce del principio, vio un coche aparcado bajo los árboles, con los faros apagados, pero bien visible. Era imposible no reparar en él. Enseguida lo reconoció. Al pasar por su lado, se detuvo y bajó la ventanilla.
—¿Pero qué diantre hacéis aquí?
Pujol y su acólito se irguieron en el asiento.
—¿Y tú qué crees? —replicó, malhumorado, el primero—. ¿Te habías olvidado?
¡Ah, sí! Le había pedido a Pujol que lo siguiera de lejos por si Hirtmann daba señales de vida. ¡Se le había ido por completo de la cabeza!
—¡Habíamos dicho «a distancia»!
—Eso es lo que hemos hecho, ¡pero tú no paras de ir y venir de un lado a otro!
—No ha estado mal la ocurrencia de la caña de pescar —comentó con ironía el acompañante de Pujol.
Servaz pensó en Francis, que estaba en el desfiladero y que podía pasar delante de ellos de un momento a otro.