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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (22 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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Ariosto y Sandra se acercaron y observaron sobre el plano el lugar que indicaba Pedro con el índice.

—De cualquier manera, ya tenemos otro ángulo —dijo Ariosto—. Parece que el dibujo que forman los edificios religiosos es un triángulo.

—Cierto —añadió Hernández—, pero todavía quedan pistas por desvelar.

—Vayamos al Cristo, pues —indicó Sandra—, ¡vamos, queda poco más de media hora para que se cumpla el plazo!

Los tres salieron de la capilla, cerrando la puerta tras ellos. Ariosto miró su reloj, preocupado, mientras se dirigían al coche.

—No tenemos noticias de Marta ni de Enriqueta —pensó en voz alta—. Ya debería haber llegado a su casa. ¡Olegario!, haga el favor de llevarnos al Cristo y siga usted a casa de doña Enriqueta, a comprobar que Marta haya llegado. Nos llama desde allí cuando avise a mi tía.

Olegario asintió al tiempo que abría la puerta trasera izquierda del brillante automóvil. Los tres ocuparon los mismos asientos y el chófer tomó la calle de San Juan adelante. Giraría por Bencomo hasta llegar a la calle del Agua. De allí al Cristo era cuestión de un minuto.

Poco después, el coche pasaba como una exhalación por delante de la Catedral. Ariosto observó que los patos dormían acurrucados dentro de su cobertizo, ignorantes de la tensión que vivían los ocupantes del automóvil. En ese momento un pitido de aviso sonó en el móvil de Sandra. Todos se giraron hacia ella, salvo Olegario, que no pudo reprimir dirigir una pupila al retrovisor central.

—He recibido un mensaje —dijo la periodista mirando su
BlackBerry
, se sentía taladrada por la expectación de sus amigos—…, es del secuestrador.

40

La Laguna, sábado. 05:25 horas.

Las pupilas de Marta se iban acostumbrando a la oscuridad. Comenzaba a distinguir los perfiles de las columnas, una fina raya de luz debajo de la puerta del garaje y algunos interruptores situados a media altura, adosados a la pared. Pero estas referencias no despedían la suficiente luminosidad para ver algo más. Decidió moverse hacia la siguiente columna a su izquierda, que apenas vislumbraba. Aunque se alejaba de la puerta, se dirigía a la zona más oscura, donde ella tenía más posibilidades de ver y de que no la vieran. Se detuvo a escuchar durante unos segundos y no oyó nada. Su perseguidor estaba desorientado, tal vez había llegado al lugar donde estaba apenas un minuto antes y descubierto que se había movido.

La arqueóloga sabía que aquel juego de gato y ratón no podía durar mucho. Como alguien encendiera la luz del garaje, adiós escondite. Recordó dónde había visto coches estacionados, al fondo del aparcamiento, y decidió desplazarse hacia allá. Debía haber una puerta interior de acceso a las viviendas. Se agachó y caminó todo lo encorvada que pudo. Después de unos veinte interminables pasos a oscuras, detectó un bulto que debía ser un automóvil. El tacto así se lo confirmó. Se trataba de una hilera de coches aparcados con el morro hacia la pared. Se metió entre dos de ellos y esperó.

En un momento dado, le pareció oír pasos apagados que pasaban delante de ella. Se fijó en la mínima claridad proveniente de la puerta levadiza por si una sombra la cortaba, pero nada ocurrió. Aquel hombre debía acercarse por el mismo lugar por donde ella había venido, por el más oscuro.

Comprendió que se encontraba en una ratonera. Los coches estaban tan pegados a la pared que no podía pasar por delante de ellos. Tenía que volver y rodear los vehículos por su parte trasera. Se levantó, volvió a la postura encorvada y se deslizó detrás de uno, dos y tres coches. Se detuvo a escuchar. Nada.

Sabía que lo tenía todo en contra. Su oponente conocía de antemano el garaje y tenía localizadas las salidas. A pesar de sus escasas posibilidades, debía intentarlo.

Al llegar al cuarto automóvil sintió una presencia muy cerca. Un sexto sentido la hizo detenerse. Se echó a un lado, acuclillándose junto a la puerta delantera del conductor. Desde allí tenía en su horizonte la tenue línea de la puerta del garaje. Unos segundos después, la línea se quebró al paso de una sombra que avanzaba lentamente. La tenía a menos de dos metros. Demasiado cerca, la descubriría sólo con el ruido de su respiración, y no podía aguantarla indefinidamente. A su derecha, a unos cuatro metros, se distinguía tenuemente la minúscula bombilla de un interruptor de pared.

Marta rompió la baraja. Saltó y cargó contra la sombra con todas sus fuerzas, empleando su hombro como ariete contra lo que le pareció la espalda del hombre. El choque lo tiró al suelo. La arqueóloga salió corriendo de inmediato en dirección al interruptor. Atrás oyó un juramento en un idioma desconocido. Pulsó el botón y la luz comenzó a hacerse. Las lámparas fluorescentes parecieron despertarse de un letargo secular. Se encendieron anárquicamente, primero una del fondo, luego otra a su derecha y finalmente el resto, avergonzadas de no seguir el ritmo de las primeras.

Marta aprovechó la luz de la primera para explorar el garaje. Buscaba la puerta interior y la halló a unos diez metros al frente y a la derecha. Debía sobrepasar unos seis coches aparcados.

—¡Alto! —se oyó a su espalda.

Espoleada por la voz, Marta se lanzó a toda velocidad hacia la salida.
Que no esté cerrada
, rogó. Escuchó unos pasos que la seguían. El manillar negro cedió al peso de la mano de la mujer y la puerta se abrió hacia el interior. No tenía cerradura. Entraba de nuevo en la oscuridad de un distribuidor que daba acceso a un ascensor y a una escalera ascendente. Buscó y pulsó otro interruptor de luz, desechó el ascensor y enfiló la escalera.

Subió los escalones del primer tramo de dos en dos mientras escuchaba a su seguidor llegar a la puerta. Dio un giro de ciento ochenta grados y comenzó a subir el segundo tramo. Distinguió al final de la escalera, en lo que debía ser la planta de calle, una sombra. Un hombre pasaba por allí.

—¡Socorro! —gritó Marta, aquella aparición era providencial.

Escuchó otro grito tras ella en un idioma incomprensible. La arqueóloga llegó a la altura del hombre, un tipo fuerte, moreno e inexpresivo. Una inexpresividad que la desconcertó.

No lo vio venir, pero sintió con toda su fuerza el revés de una mano dura y encallecida contra su rostro.

Después, rápidamente, cayó en otra oscuridad diferente, más negra todavía.

41

La Laguna, sábado. 05:35 horas.

Al comisario Blázquez no le importó que se notase que le temblaba el pulso al recibir la impresión del mensaje del secuestrador. Tenía otras cosas en la mente y se notaba sobrepasado por aquel cúmulo de circunstancias que se le escapaban de las manos.

Al Vaticano.

Quedan veinte minutos y la transferencia no se ha efectuado.

Que Hesse viva o muera está en sus manos.

Blázquez lo releyó una vez más. Desde luego, la vida del nuncio no estaba en sus manos, pero sabía a quién apuntarían todos si el asunto terminaba mal. Levantó la vista del papel y se encontró con el rostro de Sandra Clavijo, que parecía esperar una declaración oficial.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó la periodista. Sandra había acudido a la comisaría a dar cuenta del mensaje electrónico. Los policías le habían pedido que se quedara, los siguientes minutos podían ser cruciales. Pedro y Ariosto habían seguido su camino, no podían esperarla, el tiempo corría en su contra. Sandra maldijo por un momento ser la protagonista de la noticia.

—Ya lo hemos reenviado al Ministerio del Interior y a la Presidencia del Gobierno del Estado —respondió Blázquez—. Sólo nos queda esperar y estar atentos a lo que pueda suceder.

El jefe de policía todavía recordaba el mal rato que le hizo pasar unos meses antes aquella chica en una rueda de prensa que provocó una crisis con el alcalde. El mal ambiente todavía perduraba. Blázquez se acordó del alcalde, ¿dónde estaría ese hombre?

Volviendo a la periodista, había que tener cuidado con lo que decía delante de ella. Se quedaba con todo.

—Perdone que se lo pregunte —Sandra parecía no poder estar callada, sin más—. ¿Ha vivido alguna vez una crisis como ésta?

Blázquez no quería dar impresión de inseguridad, lo que sin duda ofrecería si le dijera la verdad. Nunca se había enfrentado a algo parecido.

—En la Policía hacemos periódicamente simulacros de este tipo de situaciones. Estamos preparados. El problema que tenemos en este caso es el tiempo. Si no tuviéramos ese obstáculo, daríamos con los culpables en uno o dos días. Sin duda lo haremos, de eso estoy seguro.

—¿Han hecho simulacros de secuestros de embajadores vaticanos? —el tono burlón de la pregunta de Sandra sonó algo impertinente.

—Se ensayan situaciones similares —respondió Blázquez con paciencia. Si no fuera porque la periodista era el contacto del secuestrador ya la habría enviado a su casa—. Nuestra labor en estos casos no se centra en la negociación, de eso se ocupan en más altas esferas. Nosotros estamos en la calle, buscando al tipo que lo hizo. Y eso es lo que estamos haciendo, con todos los efectivos ahí fuera.

Sandra ya pensaba en la próxima pregunta. Sin haberlo buscado, tenía una exclusiva con el jefe de la Policía en el momento más tenso de la crisis. A muchos de sus colegas les encantaría estar en esa situación. Sin embargo, fue Blázquez quien se adelantó esta vez.

—Me imagino que escribirá un libro sobre lo que está ocurriendo esta noche. Es una oportunidad única para un periodista. Tiene usted la rara habilidad de encontrarse siempre en el ojo del huracán.

Sandra pensó en la suerte. Sí, existía, aunque también la había perseguido. En unos cuantos meses, a raíz del asunto de los túneles, se había hecho popular. Su cara de niña aparecía en las tertulias televisivas, haciendo incisivas preguntas nada acordes con su agradable aspecto.

El timbre del teléfono no le permitió responder. Blázquez levantó el auricular y contestó. El semblante de su rostro fue cambiando en segundos de profunda crispación a un desahogado alivio. Colgó dando las gracias a su interlocutor.

—La transferencia ya llegó al Vaticano. La reenviarán al banco de la Micronesia dentro de unos minutos —el policía se alisó el escaso cabello con la mano, un gesto instintivo de tranquilidad—. Puede que este feo asunto acabe bien.

—¿Quién era? —preguntó Sandra. El rato que llevaba allí le animó a sonsacar descaradamente al jefe.

—Uno de los secretarios del presidente del Gobierno. Una fuente perfectamente fiable. Tome nota de la hora para su libro.

Sandra ignoró la indirecta. Por supuesto que tomaba nota. El gobierno español había pagado el rescate. Ya había pasado alguna otra vez. Así, tanto España como el Vaticano salvarían la cara frente a sus electores y sus fieles, respectivamente. Ahora sólo faltaba que el dinero llegara a su destino en hora, y que el secuestrador lo pudiera comprobar. Sandra sonrió, era en verdad una situación fantástica para una periodista.

El teléfono volvió a sonar. El policía descolgó y escuchó una voz que hablaba rápidamente. La llamada duró apenas quince segundos. Blázquez se levantó raudo, y fue directo al perchero para coger su chaqueta. Sandra lo siguió con la mirada, extrañada.

—Es Galán —anunció el policía—. Tiene una buena pista que parece situar a los secuestradores en un piso del centro de La Laguna y se dirige allí en este momento. Me reúno con él con más hombres para reforzarle. Señorita, usted quédese aquí pendiente del ordenador y envíe al secuestrador dentro de cinco minutos la noticia de que la transferencia se ha realizado. Llámeme al móvil si hay cualquier novedad.

Blázquez no esperó respuesta por parte de Sandra y abandonó presuroso su despacho. La periodista se quedó allí sentada, boquiabierta. Salió de su estupor al cabo de unos segundos. Se planteó su situación en aquel despacho, a solas. ¿Que se quedara allí quietecita? ¿Que le llamara si había cualquier novedad?

Y una mierda
, pensó, mientras cogía su bolso.

42

La Laguna, sábado. 05:35 horas

Ariosto esperaba bajo los arcos cubiertos de hiedra que daban acceso al antiguo monasterio de San Francisco, hoy Real Santuario del Santísimo Cristo de La Laguna, o como se decía tradicionalmente,
El Cristo
. Localizado en una esquina de la enorme plaza de San Francisco —también denominada
Del Cristo
por cabezonería popular—, el Santuario era un templo de medianas dimensiones rodeado de edificaciones que tal vez alguna vez fueron religiosas, pero que actualmente eran civiles y militares.

Un viento helado proveniente del norte acentuaba la sensación de frío. El rocío de la noche había dejado una fina película acuosa en el pavimento de la plaza, acentuando una sensación de soledad y desolación que no disminuían las luces de las farolas diseminadas por el amplio espacio. Ariosto intentó protegerse con el muro enramado, pero lo logró sólo a medias.

A lo lejos, en diagonal, vio llegar a Pedro Hernández acompañado de otra persona. La que tenía la llave de la iglesia. En un par de minutos llegaron a la altura de Ariosto, se saludaron y acto seguido entraron en el patio adoquinado que daba acceso al Santuario. Abrieron una de las hojas de la puerta doble y entraron en el templo.

Una vez dentro, el Santuario del Cristo lucía más pequeño de lo que parecía por fuera. Una profunda y alta nave provocaba que las miradas se dirigieran inevitablemente al fondo, donde la imagen de madera de un Cristo crucificado enmarcado en una impresionante hornacina de plata dominaba la zona del altar, orientado de modo extraordinario al sur.

—El Cristo de La laguna es una talla flamenca de comienzos del siglo XVI, según dice la tradición traída a Tenerife por el adelantado Alonso de Lugo —comentó Pedro mientras avanzaban entre dos filas de austeros bancos de madera—. Desde siempre fue referente de culto, aunque su importancia aparece realmente reflejada desde 1588, cuando comenzó a salir en las procesiones de Semana Santa.

Ariosto asintió, conocía la importancia social de aquella imagen y su estrecho vínculo a la Semana Santa lagunera, menos conocida internacionalmente que la de otros puntos de España, pero de una riqueza, solemnidad y devoción tan profundas que no envidiaba a ninguna. Llegaron al final de la nave y observaron la escultura. Tallado con gran realismo, el Cristo exánime aparecía con la cabeza ladeada a su derecha, con los ojos cerrados y la boca laxa, semiabierta. Era un cuerpo sin vida.

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