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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (23 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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—Esta imagen representa un Cristo que ha sufrido terriblemente, es impresionante —apuntó Ariosto.

—Busquemos señales que enlacen con el enigma —respondió el archivero—.

Ariosto desdobló el folio que contenía el texto y leyó la frase en cuestión.


«El Cristo sufriente lo hace suyo y señala la cruz de la esperanza».

Ambos miraron de nuevo a la talla.

—¿Ve que el Cristo señale algo, Pedro?

—Tal vez la inclinación de la cabeza nos esté diciendo algo —aventuró Hernández.

—Desgraciadamente, la postura del cuerpo clavado al madero impide que pueda señalar hacia ningún sitio. Los párpados ocultan una posible mirada y los puños están cerrados en torno a los clavos. No veo las indicaciones que hemos visto en los otros lugares —contestó Ariosto, con tono de desencanto.

—Tiene razón. Nuestra forma de interpretar el enigma no parece válida con este Cristo. Busquemos en el resto del templo —indicó Pedro, dubitativo.

Los dos hombres, cada uno por su lado, recorrieron de vuelta el santuario. A medio camino de la salida, en dos hornacinas insertadas en retablos neoclásicos, se enfrentaban un san Francisco y un san Buenaventura. El san Francisco, con la mano izquierda en el abdomen, miraba extasiado un crucifijo que sostenía en alto con la derecha.

—El san Francisco no me dice, nada, si el crucifijo señala algo, lo hace en sentido contrario a la ciudad —dijo Hernández.

—Pues el san Buenaventura, aunque sostiene una pluma de escribir en un ángulo sospechoso, tampoco termina de convencerme —contestó Ariosto, que volvió a mirar su reloj—. Me temo, amigo mío, que esta pista acaba aquí, sin resultado.

—No puede ser —respondió el archivero—. El mensaje era claro, había que buscar un Cristo
sufriente
. Tiene que ser éste.

—Amigo Pedro, este Cristo ya no sufre, está muerto —replicó Ariosto—. Debe haber otro que esté vivo, en algún lado.

—Pues aquí no lo hay —concluyó Hernández.

—Está claro que nos hemos equivocado. Revisemos el plano. El rosario de la virgen de los Plateros señalaba en una dirección. ¿Está seguro de que era la del Santuario del Cristo, Pedro?

—Bueno, más o menos —Hernández se colocó debajo de una luz para estudiar mejor el plano—. Si se acuerda, los dedos se dirigían al noroeste.

—Perdone la indicación, amigo mío —dijo Ariosto señalando con el índice un lugar en el plano—, pero creo que tal vez la línea que nos indicaba la virgen deba declinar uno o dos grados al oeste. Fíjese bien.

Pedro Hernández, siguió la ruta planteada por el dedo de Ariosto.

—Es posible —admitió, un tanto inseguro—. Según lo que usted dice, señala directamente al convento de las Clarisas, en la calle del Agua.

—Efectivamente, y creo que no tenemos ni un minuto que perder. ¿Podremos entrar?

Pedro permaneció unos segundos ensimismado, con cara de preocupación.

—No sabe usted, Luis, con quién tendrá que lidiar, la madre Virtudes, la abadesa del convento, es temible.

—No se preocupe, amigo Pedro, para eso está usted aquí. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo, y pronto.

43

La Laguna, sábado. 05:45 horas.

La madre Virtudes sufría de insomnio aquella noche, como otras tantas. La cena, a pesar de no haber sido muy abundante, le había sentado mal. Tal vez fuera el ñame, que se le hacía indigesto. Debía hablar en serio con la hermana Eduvigis, la dominicana, el último fichaje del convento, que se había empeñado en hacerse cargo de la cocina y le daba un toque excesivamente americano a sus guisos. Pero no estaba la cosa para coartar las iniciativas de sus monjas. Las vocaciones habían decaído de forma alarmante y los cenobios se veían obligados a nutrirse de jóvenes de otros continentes. No es que fueran distintas a las locales, su devoción y entrega eran irreprochables, pero es que tenían una debilidad por el picante y las especias que machacaban su estómago y el de las hermanas Graciela y Paquita, las más ancianas de la comunidad.

Por una rendija de la ventana se colaba un aire frío que la obligaba a arrebujarse con la manta. Debía acordarse a la mañana siguiente de llamar al chiquito aquél, el arquitecto del Obispado, para que pusiera remedio. Menos mal que le hacía caso. Tardaba un poco, pero es que los operarios tampoco estaban disponibles a todas horas.

Daba la vigésimo octava vuelta sobre sí misma en la cama cuando le pareció oír un timbre, a lo lejos. Se detuvo a escuchar y el sonido insistió. Esta vez lo reconoció. Era el timbre de la puerta de la calle. Miró su reloj. Una hora inaceptable. Tal vez algún bromista.

El irritante soniquete volvió a la carga. Esto clamaba al cielo,
¿acaso no sabían que aquello era un convento de clausura?
La madre superiora se levantó indignada, se calzó sus zapatillas, se colocó la toca y se abrigó con una enorme bata que le llegaba a los pies. Abrió la puerta de su celda y se dirigió por el pasillo al lugar donde podía atisbar la calle. Dos hermanas se asomaban al corredor, alarmadas. La madre Virtudes les ordenó que volvieran a dormir, que ya se ocupaba ella de aquella impertinente intrusión. En vez de mirar desde el piso alto, decidió bajar hasta la puerta y dar una lección a los inoportunos que molestaban a las religiosas a aquella hora.

La abadesa cruzó el patio de la planta baja y se acercó a la pantalla del video portero que sustituía al antiguo ventanuco situado en la parte superior de la gran puerta de madera de la entrada, en la calle del Agua.

—¿Quién demontres es a esta hora? —el tono de la pregunta no ocultaba lo más mínimo su irritación.
Que Dios me perdone
, rogó.

—Ave María purísima —se escuchó al otro lado.

La madre se sorprendió con el saludo. No le quedaba más remedio que contestar, refunfuñando.

—Sin pecado concebida.

—Querida madre abadesa, soy Pedro Hernández, el historiador.

A pesar de que la imagen no era perfecta, la monja reconoció al chico —bueno, no era tan chico, pero corno lo conocía desde de pequeño…—. La retahíla de improperios tolerados que tenía preparada se desinfló por completo.

—Pedro, ¿sabes la hora que es?

—Es muy temprano, madre, ya lo sé.

La respuesta volvió a coger con la guardia baja a la superiora. ¿Ya había dejado de ser tarde? No es lo mismo tarde que temprano. Ya se sabe, a quien madruga…

—Le presento a mi amigo Luis Ariosto —continuó Pedro, la imagen de otro hombre se asomó fugazmente en la pantalla—, un devoto de san Francisco y de santa Clara que viene a dejar una limosna en la iglesia.

A pesar de no percatarse de la cara de asombro que puso Ariosto, que quedó fuera de encuadre, aquello le sonó extraño a la religiosa. En todos sus años de convento nunca le habían venido con un cuento como ese.

—¿Y no podría venir un poco más tarde, a la hora del desayuno?

—Es que debe partir de viaje y el sobre le ocupa mucho espacio en el bolsillo de la chaqueta —respondió el archivero adoptando una expresión de total sinceridad. Ariosto enarcó una ceja. Si seguía así, Pedro se iba a condenar.

La madre Virtudes se había quedado descolocada sin darse cuenta.
Un sobre tan grueso que no cabe en una chaqueta bien vale un madrugón
, se dijo.

—De acuerdo —dijo la monja—, vayan al otro lado de la manzana, que abriré la puerta de la iglesia desde dentro.

La monja cortó la comunicación y Pedro sonrió a Ariosto triunfante.

—Espero que tengas alguna salida para el asunto del sobre —le previno Ariosto.

—También aceptan cheques —respondió el archivero.

Los dos hombres dieron la vuelta por la calle del Agua, girando por el callejón peatonal adoquinado donde tenía su entrada el templo. Cuando llegaban a uno de los dos arcos de medio punto que coronaban las puertas de la iglesia del convento de Santa Clara —también llamado de San Juan Bautista, a quien estaba consagrada—, la madre abadesa se les había adelantado y ya tenía abierta una de las hojas.

—Muchas gracias, madre —dijo Ariosto, dándole la mano con suavidad.

—No hay por qué darlas, hijo —respondió la monja, que por el camino interior del convento había perdido toda su animosidad.

—Reverenda madre —Pedro captó la atención de la religiosa mientras Ariosto penetraba en el templo—, mi amigo quiere transmitirle una petición especial. Desea orar en privado antes del viaje, como hacían los antiguos marinos antes de embarcar.

—Es una petición que no oía desde niña, Pedro —respondió la monja—, pero tu amigo, tan elegante, tiene pinta de estar tan pasado de moda como su solicitud. No seré yo quien niegue a un parroquiano estar a solas con el Señor. Les doy diez minutos.

La monja desapareció por una puerta lateral, y Pedro sabía que existían muchas probabilidades de que en poco tiempo les espiara desde el otro lado de la reja de clausura —donde las monjas participaban del culto sumidas en la penumbra—, por lo que decidió darse prisa.

Cuando Pedro se reunió con Ariosto, éste ya había comenzado la inspección de la iglesia. La alta nave poseía en sus paredes una colección fantástica de pinturas y esculturas sacras. A la izquierda, tres grandes retablos lucían numerosas tallas policromadas. En la pared contraria dominaban los lienzos. Pero no estaban allí para admirar las obras de arte. Ariosto estaba leyendo el enigma junto al altar de la Virgen de la Esperanza, con su manto verde, que portaba en sus manos un niño Jesús muy tieso e inclinado.

—Recuerde, Pedro —indicó Ariosto—. «El Cristo sufriente lo hace suyo y señala la cruz de la esperanza». De las distintas imágenes con que cuenta esta iglesia, sólo hay dos que escenifiquen sufrimiento: un
Ecce homo
—llamado también el
Señor de la sentencia
— y el
Señor del huerto
. La primera estatua tiene las manos atadas, con lo que no indica nada. La segunda, sí. Acerquémonos.

Pedro quedó estupefacto cuando se enfrentó a la estatua del
Señor del Huerto
, del célebre imaginero canario Luján Pérez. Un Cristo angustiado que vestía túnica blanca y manto oscuro miraba al cielo buscando consuelo.

—Fíjese en sus manos —dijo Ariosto.

Al igual que otras muchas composiciones religiosas, el Cristo aparecía con los brazos separados, uno más alto que otro, pero en ambos casos, las manos, abiertas, tenían sus dedos índices dirigidos a lugares concretos.

—No me lo diga —dijo Pedro—, el índice de la mano derecha señala directamente a la capilla de la Cruz de los Plateros.

—Si quiere no se lo digo —respondió Ariosto—, pero así es, en efecto.

—Y el de la mano izquierda —Pedro consultó el mapa que había desplegado— señala al sur. ¿Qué hay en esa parte de la ciudad?

Ariosto miró por encima del hombro de Pedro el plano de Torriani.

—¿La ermita de San Cristóbal? —inquirió.

—Podría ser, pero queda un poco lejos… —caviló Pedro, que cambió el viejo plano por uno actual—. Además, san Cristóbal no tiene nada que ver con el enigma. Estoy viendo otra posibilidad más prosaica. El Cristo señala
la cruz de la Esperanza
. ¿Qué tenemos a medio camino en dirección sur?

—Déjeme ver… —Ariosto se acercó al papel—, hay una ermita… la Capilla de la Cruz Verde.

—¿Cuál es el color de la esperanza? —dijo Pedro sonriendo.

Ariosto no respondió, había entendido el mensaje a la perfección. Se sentó en uno de los bancos de la iglesia. Sacó un bolígrafo y comenzó a juntar con líneas las pistas que habían seguido hasta ese momento. De Santo Domingo a la capilla de la Cruz de los Plateros, de allí a Santa Clara, y de esta última iglesia a la capilla de la Cruz Verde. Pedro seguía su trazado con la mirada.

—¿Cómo seguía el enigma? —preguntó Ariosto.


«Desde donde se atisba el fuego consumidor»
, le leyó Pedro.

—¿Ve usted lo mismo que yo, amigo Pedro? —volvió a preguntar Ariosto cuando trazó la última línea.

Pedro se quedó helado cuando su amigo completó el dibujo. No creía en las casualidades, y aquello no podía serlo. Mejor dicho, lo que estaba dibujado en aquel plano no podía ser cierto, pero tampoco podía tratarse de una simple casualidad.

—Es hora de hablar con Enriqueta —sentenció Ariosto, inquieto.

—Salgamos —indicó Pedro, en voz baja—. Aquí, las paredes oyen. El hecho de que las monjas sean la fuente mejor informada de lo que ocurre en la ciudad no es por azar.

Los hombres se dispusieron a salir de la iglesia. Buscaron en derredor a la madre superiora para despedirse, pero no la vieron.

—Perdone Luis, ¿no se olvida algo?

—¿El qué, Pedro? —Ariosto se palpó los bolsillos—, creo que no me dejo nada.

—El sobre con el cheque. Quiero volver algún día a oír misa aquí.

44

La Laguna, 05:50 horas.

Era el momento. A lo lejos, el hombre apostado en la oscuridad de la esquina había visto entrar a Ariosto en Santa Clara y determinó que sólo era cuestión de minutos que terminara de descifrar el mensaje. Sólo faltaba que interpretara el conjunto, pero daría con la solución él mismo o con la ayuda de sus amigos.

Debía de consultar una última vez la cuenta bancaria en Internet. Ya le habían avisado de que la transferencia se realizaría en minutos. Un poco apurado, pero a tiempo.

Como estaba planeado, se encontraría con sus hombres en la trasera del convento. Matteo vendría solo, con su disfraz de Policía Nacional, y franquearía la entrada a los demás. Los dos serbios acudirían a su vez con el atuendo y el vehículo de Protección Civil. Una vez neutralizada la seguridad, le tocaría a él entrar en escena. La parte delicada, puro arte, le estaba reservada. Y todo se haría en menos de tres minutos. Cuando saltaran las alarmas ya estaría en marcha su plan de fuga. El problema es que nadie estaría pendiente de esas alarmas, todos tendrían algo mucho más importante en qué estar ocupados.

Era perfecto.

Sin embargo, dudó. Era demasiado fácil. ¿Sería capaz Ariosto de descifrar el mensaje oculto dentro del enigma? ¿Podría resolver el significado de la línea clave? ¿Tendría presentes los acontecimientos del pasado que le indicaban cuál era el segundo objetivo, el invisible?

El móvil vibró en su bolsillo. Debía de ser uno de sus hombres, nadie más tenía el número. Se mantuvo en la sombra mientras sacaba el pequeño aparato. Era Vujadin.


Pronto
—respondió en italiano, en voz baja.

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