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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (25 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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—Sólo necesito información —le dijo al portero—. ¿Sabe si en las últimas semanas se ha alquilado alguna oficina o vivienda en este edificio?

El portero frunció el ceño y pareció profundizar en su perplejidad. No sólo le hacían levantarse antes de tiempo, sino que también le hacían preguntas profesionales fuera de horario de trabajo. Lo consultaría con su cuñado, Macario, el del sindicato.

Galán, notando la resistencia a contestar del portero pasó a la segunda fase de persuasión. Guardó la placa y exhibió la pistola, a la que quitó el seguro y montó. La visión y el chasquido del arma al entrar la bala en la recámara, aún cuando no le apuntara el policía con ella, recordaron convenientemente al empleado de la comunidad de propietarios su deber de colaboración con los agentes de la autoridad.

—El
Primero E
—dijo rápidamente, con voz gutural—. Se alquiló hace dos semanas. Es el único arrendamiento que se ha efectuado en los últimos meses.

—Gracias, puede volver a la cama —dijo Galán, volviéndose hacia las escaleras.

El portero cerró la puerta sin ruido.
Desde luego que me iré a la cama, pero para meterme debajo
, pensó.

Galán avisó a los subinspectores con un par de voces. Se encontraron en el corredor del primer piso que les llevó al
Primero E
, la vivienda alquilada. Los policías adoptaron la usual coreografía de asalto, con sus armas en mano. Galán pulsó el timbre. No sonó.

—Tal vez la corriente eléctrica no esté conectada —dijo Morales, tocando con los nudillos a la puerta.

Pasaron quince segundos. La puerta permaneció cerrada y no se notaba movimiento dentro.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ramos, a un lado del pasillo—. No tenemos orden judicial.

Morales se separó de la pared, enfrentó la puerta, y antes de que ninguno de sus compañeros pudiera reaccionar, le dio una patada con la suela de su zapato a la altura de la cerradura. Con un chasquido que delataba que algo se había roto sin posible reparación, la puerta se abrió. Galán miró a su compañero con gesto de reproche.

—La cerradura era de seguridad —Morales se encogió de hombros—, hubiera tardado mucho en abrirla.

Los policías entraron con cautela, cañón del arma en ristre por delante. Era una vivienda pequeña. Un salón con tresillo desgastado y ventana a la calle, una mini-cocina-pasillo y dos habitaciones en las que unos colchones azules dormitaban sobre sus canapés.

Ni rastro de ocupantes.

Morales abrió los armarios y descubrió ropa de cama revuelta en el fondo. En el baño, las toallas rivalizaban en caos en el suelo de la ducha con las sábanas de las habitaciones.

—No hay nadie —dijo Ramos, pesaroso.

—Mierda, mierda, mierda —musitó Galán, mirando su reloj—. Se nos acaba el tiempo.

47

La Laguna, sábado. 05:58 horas.

Una sonrisa hizo resplandecer el rostro del jefe de los secuestradores mientras observaba fijamente su
Ipad
de última generación. La transferencia había llegado a la cuenta de destino en Vanuatu. En unos minutos sería transferida a otra cuenta de otro paraíso fiscal situado en las antípodas, concretamente en Nauru, y de allí a una tercera, en las islas Marshall. Iba a ser difícil seguirle la pista. Envió el último
e-mail
que tenía preparado para la periodista y apagó el minúsculo ordenador. Después, con el móvil, envió otro mensaje preescrito conservado en la carpeta de borradores. Salió del portal donde se había refugiado del frío y, sin más dilación, se dirigió al punto de encuentro acordado. Sentía la adrenalina correr por sus venas. Había llegado el momento.

***

El móvil de Vujadin avisó de la recepción del mensaje. Lo abrió y comprobó que contenía la palabra clave que daba comienzo a la última fase de la operación. Se giró a la derecha y encaró el rostro pétreo de su compatriota. No hizo falta decirle nada. Ambos esperaban dentro del automóvil decorado con las pegatinas de Protección Civil, en la oscuridad del garaje. El serbio devolvió otro mensaje de confirmación y arrancó el coche, dio marcha atrás y se dirigió por la zona de rodadura hacia la salida. Se detuvo ante la pesada puerta y el conductor escuchó unos segundos, por si notaba algún ruido en el maletero del coche. La inquilina permaneció inerte, como se esperaba. El mando a distancia activó el motor de la puerta y ésta comenzó a elevarse. El vehículo salió al exterior. La calle seguía tranquila, al igual que cuando entró, unos minutos antes. El coche tuneado de naranja había estado oculto hasta ese momento en otro garaje a las afueras de la ciudad, en la casa donde se había hospedado por separado el siciliano.

Al pasar por Tabares de Cala esquina a La Carrera, Vujadin observó a su izquierda un coche detenido en la puerta del edificio amarillo. La descuidada forma en que el automóvil descansaba en medio de la calle peatonal le indicó que era de la Policía, aunque no llevara distintivos. La experiencia era un grado. Sin embargo, una oleada de aprensión recorrió su cuerpo.

Estaban cerca.

Pero no lo suficiente. Aceleró y giró en la siguiente esquina a la izquierda, por el tramo final de Herradores. Al fondo de la avenida, varios coches patrulla se dirigían rápidamente hacia allí con las luces giratorias destellando.

***

Ariosto respondió a la llamada rápidamente. Era Galán.

—Luis —dijo el policía, hablando a toda velocidad—. Tenía razón, los secuestradores alquilaron una vivienda en este edificio, pero la hemos encontrado vacía. ¿Tiene alguna idea que nos pueda ayudar?

Ariosto transmitió la información a Pedro Hernández, que se mantenía a su lado. Pedro echó un nuevo vistazo al enigma.


«Profundiza en el interior y hallarás la verdad»
, dice el texto —leyó Hernández.

—Profundiza… —repitió Ariosto, mientras pensaba—. Profundiza en el interior…

—¿Qué habla de profundizar, Luis? —preguntó el policía al teléfono.

—Profundo… ¡Eso es! —El tono de Ariosto se volvió apremiante—, Antonio, hay que buscar en lo profundo. ¿El edificio tiene garaje?

—¡Maldita sea! —respondió el policía—, no lo sé. Acabamos de llegar. ¡Morales, Ramos, averigüemos si hay garaje en el subsuelo!

Los tres policías salieron corriendo de la vivienda y bajaron el tramo de la escalera que les llevó a la planta baja. Los escalones finalizaban allí. Miraron en derredor.

—¡Allí! —exclamó Ramos, señalando a la parte trasera del patio. La clásica puerta gris contra incendios de zona común permanecía discreta en una pared oscura, tras unos macetones. El policía se acercó y giró el picaporte. Estaba abierta.

—Bajemos —dijo Galán, quitando de nuevo el seguro a su pistola—. Estemos atentos.

Los otros policías asintieron y los tres hombres comenzaron a bajar los escalones en la oscuridad.

***

Matteo intentaba pasar desapercibido como si fuera el primer guardacoches en llegar al aparcamiento anexo a la plaza del Adelantado. No le costaba mucho, de niño lo había sido por obligación. Era su aportación para devolver el dinero prestado que su padre había recibido de la Mafia, más los intereses. Al cabo de los meses, descubrió que era más lucrativo vender los coches que supuestamente vigilaba que perder las horas de pie bajo el sol siciliano.

El italiano recibió el mensaje en su móvil. Tomó una bolsa de deporte que tenía a sus pies y se dirigió a la parte trasera del edificio de Correos. Era la hora en la que debía cambiarse de ropa y adoptar su nueva personalidad. Tenía tres minutos.

***

Sandra se encontraba en la calle del Agua, a la altura de la Plaza del Adelantado, cuando su
BlackBerry
soltó un pitido de aviso. El anuncio de la llegada de un mensaje electrónico parpadeaba en la pantalla. Era del secuestrador. La periodista pulsó rápidamente la tecla correspondiente y el texto se hizo visible:

Ariosto cierra el círculo.

Sandra tecleó el número de Ariosto. Comunicando. Llamó a Galán. Comunicando también. Se decidió por Marta. Apagado o fuera de cobertura. Maldecía su suerte cuando divisó luces giratorias a mitad de la calle de La Carrera en cuanto llegó a la esquina. Al sobrepasar el quiebro que hacía la calle a la altura del Ayuntamiento vio a lo lejos llegar varios coches patrulla y descender de ellos a una decena de agentes.
Allí está la noticia
, pensó, mientras comenzaba a correr en aquella dirección.

48

La Laguna, sábado. 06:05 horas.

La radio crepitó en la cintura de los dos agentes de la Policía Municipal que hacían guardia en la puerta del convento de Santo Domingo. Se protegían de las gélidas ráfagas de aire que llegaban del norte tras el portalón de madera que se elevaba hasta el arco de piedra de cantería gris que lo cubría. Escucharon atentamente. Era un mensaje destinado a todas las unidades. Había que rodear todas las calles circundantes a la calle de La Carrera, esquina con Tabares de Cala, donde al parecer se había localizado el lugar donde tenían secuestrado al nuncio.

A pesar del anuncio, los municipales sabían que aquello no iba con ellos. Tenían orden de permanecer allí hasta que llegara un relevo, y debían cumplirla, aún cuando echaran de menos formar parte de la acción.

Varios golpes en la puerta indicaron que alguien quería entrar. El primer policía, abrió la puerta un palmo. Al otro lado, un policía nacional esperaba.

—¿No han oído la radio? —dijo el que estaba fuera—, todos los policías locales deben acudir a la calle de La Carrera. Vengo a ocupar su puesto.

Los guardias se miraron. Aquello no seguía el protocolo acostumbrado. Además, aquel hombre tenía un acento raro, indefinible, un poco forzado. Aunque llegaban a las islas policías nacionales de todos los rincones del país y aún sabiendo que el ejército estaba plagado de extranjeros nacionalizados, les resultó raro en ese cuerpo armado.

En ese momento llegó un automóvil de Protección Civil, que no tuvo el menor recato en entrar en la plazuela que conectaba el convento con la iglesia y aparcar justo en el centro. Bajaron de él dos miembros uniformados de esa organización de voluntariado.

—Venimos a reforzar la seguridad —dijo uno de ellos, el rubio, con un curioso acento andaluz—, para que ustedes puedan acudir a la emergencia.

—Un momento —dijo el municipal, apabullado por tanta novedad—, voy a confirmarlo con mi superior.

—¿Podemos entrar? —preguntó el de Protección Civil—, hace un frío que pela.

El segundo policía se hizo atrás y abrió la puerta el espacio suficiente para que entraran los tres hombres. Cuando el mismo oficial cerró la puerta tras ellos, notó en su oído derecho el clásico sonido de un arma al amartillarse.

—Quietos los dos —la voz del rubio sonó baja, pero firme. Se distinguieron de una manera extraordinaria todas y cada una de las sílabas pronunciadas—. Las manos sobre la cabeza. Despacio.

Los policías municipales se vieron apuntados al rostro por unas extrañas metralletas de las que, a pesar de su aspecto, no admitían dudas acerca de su funcionalidad. Uno de ellos se volvió en busca de ayuda al policía nacional, para encontrarse con que éste se ocupaba de desarmarlos y de despojarles de las radios.

—Tienen dos opciones —dijo el rubio—, o colaboran y se quedan quietecitos o terminamos antes de tiempo. Aquí, el amigo, tiene el gatillo fácil.

Los municipales asintieron quedamente, jamás se habían visto en una como aquella. Una cosa era multar a los desprevenidos conductores que proliferaban en la ciudad y otra jugarse el tipo con unos asesinos profesionales. El falso policía nacional les inmovilizó con sus propias esposas a una tubería de agua en el cuarto de contadores, al fondo, a la derecha, y les amordazó con una ancha banda adhesiva que presagiaba que cuando se las quitaran no necesitarían afeitarse en varios días.

Mientras los tres hombres subían al primer piso por la escalera de piedra, un cuarto tipo vestido de negro hizo su aparición por la puerta principal. El brillo de esperanza en los ojos de los municipales se tornó en mate de decepción cuando el recién llegado pasó de largo hacia la escalera, dedicándoles un guiño.

En la sala de exposición, los dos empleados de seguridad pasaban la noche en una hastiada somnolencia. Hasta allí arriba no habían llegado las noticias extraordinarias de lo que estaba ocurriendo fuera. Una voz los sacó de su adormecimiento.

—¿Todo bien?

Un policía nacional les sonreía a la entrada de la sala principal. No era normal que subiera un poli a aquella hora, pero tampoco les extrañó demasiado. El carrusel de policías a lo largo del día había sido continuo.

—Sí, un poco aburridos —respondió uno de los seguritas—, pero qué se le va a hacer. Para eso pagan.

—¿No quieren bajar a tomar un café? —preguntó el policía—. Los municipales han traído una cafetera.

Aquella era toda una tentación. Ningún vigilante de noche podía hacer ascos al último café de la jornada. En apenas hora y media vendría el relevo. Además, era un buen momento para moverse un poco.

—Yo bajo —dijo el primero—, ¿lo quieres con azúcar?

Su compañero asintió. El segurita desapareció por la puerta, mientras su compañero tomaba posición a la entrada. El policía nacional se acercó por detrás al segurita. Éste notó acto seguido el frío contacto del acero del cañón de un arma contra su nuca.

—Nunca hay que despreciar un buen café —oyó a su espalda.

Un minuto después, los seguritas hacían compañía a los municipales en el cuarto de contadores. Si los apresados consideraban que difícilmente podían estar peor, cuando les cerraron la puerta y quedaron sumidos en la oscuridad, cambiaron de opinión.

El jefe de los secuestradores hizo su entrada en la sala de la exposición. Sus hombres esperaban instrucciones.

—Ya ha terminado vuestro trabajo —dijo con tono satisfecho, observando el panorama que se abría ante él—. Ya sabéis cuál es la ruta de escape. Nos veremos en el punto de encuentro acordado.

Los hombres se despidieron dando la mano a su líder y salieron de la estancia. El jefe comenzó a pasear entre las urnas que exhibían las piezas. Había que esperar a que sus hombres pusieran tierra por medio y, al mismo tiempo, deleitarse con aquel grupo de cruces. En verdad la exposición era extraordinaria. Había que reconocerle a Ariosto un gusto exquisito, y un trabajo tremendo. Convencer a todas aquellas iglesias y museos para que cedieran los tesoros allí reunidos debía haber sido una labor ardua y difícil. Pero no estaba en aquel lugar para dejar en ridículo al comisario haciendo que desaparecieran las maravillas expuestas. En realidad, sólo le interesaba una de las cruces. Por fin llegó al fondo de la sala y se enfrentó a su objetivo.

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