Esperaba al jefe, don Carlo, como le llamaba a pesar de sus protestas. Le había dado instrucciones para verse en aquel lugar al día siguiente del golpe, y allí estaba, fiel a su protector. Como debía ser.
Matteo había seguido las indicaciones al pie de la letra. Se había mantenido durante las horas siguientes al robo en el aparcamiento anexo a la plaza del Adelantado, actuando como guardacoches. Había sobornado a los capos del parking para que le dejaran estar allí y hasta había ganado unos quince euros en calderilla. A las nueve fue caminado a la parada del tranvía y bajó en él a Santa Cruz. Se tomó una hamburguesa en la plaza de la Candelaria y subió al ferry de
Fred Olsen
con billete prepagado a nombre falso, de un español, cuyo documento de identidad —birlado en Italia— llevaba encima. La travesía a Gran Canaria duró menos de lo que esperaba, pero a pesar de ello notó excesivamente el cabeceo del barco. El autobús le transportó al parque —un poco pequeño para ser parque, demasiado grande para ser plaza—, y donde permanecía aguardando.
En caso de que algo fallara y los demás no aparecieran, también sabía lo que debía hacer. Tomar otro autobús en dirección al sur de la isla, donde había un hotel reservado al efecto. Allí se integraría en un grupo de franceses provenzales. No le gustaba demasiado la idea, era gente que solía quejarse por todo. Con ellos volvería a Francia al par de días en vuelo chárter de madrugada bajo la última identidad que le quedaba, la de un ciudadano de Niza.
Sabía que cada uno de sus compañeros volvería de un modo diferente. No conocía los detalles —mejor no saberlos, decía don Carlo—, pero había escuchado que uno de los serbios retornaría a Las Palmas, por donde habían entrado todos, en un yate alquilado en el puerto deportivo de Radazul. El otro tomaría el primer barco de la otra compañía,
Armas
, que unía Tenerife con Gran Canaria. Del jefe no sabía nada. No le preocupaba, ya se las ingeniaría.
Sin embargo, no era normal que sus compañeros no hubieran aparecido. Sobre todo porque ninguno había cobrado, salvo un pequeño adelanto para pequeños gastos. A él le daba lo mismo, ya le pagarían tarde o temprano, pero le extrañaba de los serbios, que eran lobos para el dinero.
Matteo miró su reloj. Habían pasado sesenta minutos de la hora de la cita.
Habrán tenido algún problema
, pensó. El jefe sabía dónde localizarlo, por lo que no se preocupó demasiado. Si salía para Roma en el día previsto, estaría en casa para la poda de los sarmientos, una ocupación que le gustaba especialmente. Porque él, en el fondo, sabía que era un simple campesino. Un poco maleado, pero un campesino al fin y al cabo, al que no le gustaban los aviones ni los barcos.
No se lo había dicho a nadie, pero se mareaba.
La Laguna, sábado. 10:45 horas.
Las campanas repicaban gozosas ante el inminente acontecimiento. Después de más de una década, la iglesia Catedral de La Laguna sería reinaugurada con toda solemnidad. El sol brillaba en lo alto sin competencia, proporcionando un cielo azul limpio e intenso, en el que se recortaban las torres del templo escoltadas por unas gigantescas palmeras tropicales que las sobrepasaban en altura.
El alcalde Perdomo estaba de buen humor. Había dormido como nunca. Salió de un sueño profundo a la tercera repetición de la alarma de su despertador. Desayunó un café con leche con un par de quesadillas que su cuñado le había traído de la isla de El Hierro, y que le supieron mejor que otras veces. Se había afeitado, duchado y vestido para la ocasión, todo ello sin encender la radio ni la televisión. Hoy no tocaba escuchar las malas noticias que se repetían a diario en los medios de comunicación.
Por una vez, él no era el principal protagonista de los actos. Ese honor correspondía al obispo y sus invitados del clero. Sólo intervendría con unas palabras, tanto en la Catedral como en la exposición, y luego a celebrarlo. Los curas sabían hacer bien las cosas y habían contratado a uno de los mejores chefs de la isla para la comida institucional, y ese detalle era un gran incentivo para acudir a la cita, aunque tuviera que pasar por los actos y celebraciones religiosas.
Perdomo salió a la calle.
¡Qué raro que no me hayan llamado todavía!
Pensó. Miró el móvil y descubrió que estaba apagado. Lo encendió y un aluvión de pitidos de aviso siguió a su conexión. Demasiados mensajes, no tenía tiempo para leerlos. Los dejaría para más tarde.
Aquella mañana no había solicitado los servicios del chófer oficial. Iría caminando, disfrutando del buen tiempo. En dos pasos se puso en La Concepción y enfiló por la calle de La Carrera, bastante concurrida de gente a aquella hora. Su recorrido fue de lo más normal. Dieciocho saludos con la cabeza, siete apretones de mano, y un guiño a una señora bien que no convenía nombrar.
Cuando llegó a la plaza de la Catedral, delante de la puerta, ya sin las molestas vallas que la ocultaron tantos años, estaba lo más selecto de la curia diocesana. Del obispo para abajo, todos. Le acompañaba en lugar preferente el nuncio, aquel alemán de buenas maneras. Y también el comisario de la exposición, el tal Ariosto, que no se perdía una. Charlaban entre sí de forma grave, con gesto de circunspección.
Lógico
, pensó,
se tomaban todo aquel ceremonial con mucha seriedad
. Se acercó al grupo y dudó acerca del protocolo.
¿A quién tenía que saludar primero, al obispo o al nuncio?
Se decidió por el nuncio, en cualquier caso era un invitado de alto copete.
—Buenos días, eminencia —dijo, besando el anillo con la mejor de sus sonrisas, que cambió inmediatamente por un gesto leve de preocupación cuando le miró a la cara—. Le veo un poco demacrado. ¿Ha pasado mala noche?
Si el amable lector ha conseguido llegar hasta esta página —lo que le agradezco profundamente—, espero que lo haya hecho con una sonrisa. Y de igual manera espero que esta novela de ficción le haya resultado entretenida y divertida, que es únicamente lo que se busca con ella, entretener y divertir.
Casi todos los personajes son ficticios, y los poquísimos que no lo son, los afectados los saben y han dado su cómplice visto bueno para aparecer en el texto.
Todos los escenarios públicos donde se desarrolla la trama, sobre todo los edificios religiosos, son reales y, en algún momento del año, visitables. Espero que las andanzas de los protagonistas induzcan al lector a pasarse por ellos algún día. Los tesoros artísticos que son en sí mismos y que poseen en su interior hacen que valga la pena el desplazamiento.
Por el contrario, el Hotel
La dalia negra
, el interior de la casa de la calle de La Carrera —y su garaje—, y las viviendas de los personajes son inventados y no se corresponden con otros que puedan asemejarse a ellos. Fruto de la imaginación es también la madre abadesa del convento de las Claras que aparece en la novela. La reverenda madre real es de una amabilidad y dulzura asombrosa. El lector no debe preocuparse, ya me ha perdonado.
La teoría de una ciudad ideada según los criterios de Platón existe y fue aportada por la profesora María Luisa Navarro, en su libro
La Laguna 1500, la ciudad-república: una utopía insular según Las Leyes de Platón
[1]
. Bien acogida en los círculos políticos, fue fundamental en la obtención del título de Ciudad Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988. La teoría del crecimiento evolutivo, por el contrario, fue mantenida por los historiadores Elías Serra Ráfols
[2]
y Alejando Cioranescu
[3]
, y últimamente por el profesor Eduardo Aznar Vallejo
[4]
. Como autor de la novela, prefiero no decantarme por ninguna, y que el lector elija —si desea profundizar en el tema— la que más le satisfaga. Sólo quiero hacer constar mi agradecimiento a la profesora Navarro por aportar la idea en la que se ha inspirado parte de la trama de este libro.
Hasta donde yo sé, no existen en La Laguna disposiciones esotéricas o mistéricas de sus edificios. Es pura invención, y los errores en que haya podido incurrir al tratar la terminología al uso son de mi exclusiva responsabilidad. Nadie debe sentirse molesto ni atacado, porque ésa no ha sido nunca la intención del autor. No obstante, es cierto de que se trata de una asombrosa casualidad…
Esta novela posee tantas referencias a lugares de la ciudad de La Laguna que muchos lectores tal vez no hayan tenido la suerte de visitar, que exige un par de mapas. En el último, el lector que quiera entretenerse puede dibujar, a medida que avance en el texto, las líneas que faltan para desarrollar el polígono completo, tal como lo hacen los protagonistas. Y no se olvide de los excéntricos.
En nuestra página web www.iradei.es aparecen fotografías de las principales localizaciones religiosas que se detallan en el texto. Tal vez ellas aclaren algo las cosas.
En la redacción de esta novela he tenido el apoyo diario de mi esposa Elisa, que ha racionalizado mis ideas en más de una ocasión; de Madi Ramos, la directora de publicaciones de Oristán y Gociano, que puso toda su confianza en el texto desde el principio; y de mi padre Eusebio, que me aportó convenientemente la visión del lector escéptico, lo que redunda en un texto más cercano y creíble, dentro de la ficción.
Quiero agradecer la colaboración prestada por los doctores Carlos Rodríguez Morales —un guía de lujo de los edificios religiosos de La Laguna— y Miguel Ángel Rábade —por su feliz combinación de sapiencia latina y entusiasmo literario—, cuyas aportaciones han sido fundamentales en el desarrollo de la novela. Espero que me perdonen que no les haya contado el final.
Por otro lado, extender mi gratitud al deán de la Catedral, don Julián de Armas, y al arquitecto del obispado, Aurelio Hernández, cuyas gestiones me permitieron una visita a fondo del edificio del obispado.
Es imprescindible que conste también mi agradecimiento y toda mi simpatía a mis amigas y colaboradoras Victoria Martínez Lojendio, Mamen Diez y Doris Martínez, que han logrado con su meticulosidad profesional que la novela sea más legible.
De igual manera hago mención del soporte anímico que han representado para mí otras personas como Charito, Raquel, Dulce, Sandra, Carlos, Mar, Pablo, Maru y Cristina, y todos aquellos que conforman la comunidad
Ira Dei
en Facebook.
Finalmente, emplazo a todos aquellos que hayan disfrutado con
Ira Dei
y con
El Círculo Platónico
, a la próxima cita en
La Casa Lercaro
.
Hasta entonces.
NotasEn el círculo platónico encontrarás al heraldo de Roma
Se inicia en la jabalina que busca la cruz
Donde un extemporáneo se descubre al verlo
Allí donde debe estar, no está, pero se acerca
Pasa de largo por el camposanto pestilente
Y finaliza en el abrazo del águila oscura
El bautista te indica el espíritu
El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata
Donde la mirada se transmuta en rosario
El Cristo sufriente lo hace suyo y señala la cruz de la esperanza
Desde donde se atisba el fuego consumidor
Acoge en tu mente la séptima oración
Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad
Justo donde se cruzan los excéntricos
Y al final el vencedor portará la joya de la reina
[1]
Navarro Segura, María Isabel:
La Laguna 1500, la ciudad — república: una utopía insular según Las Leyes de Platón
, La Laguna, 1999.
[2]
Serra Ráfols, Elías:
Alonso Fernández de Lugo. Primer colonizador español
. Santa Cruz de Tenerife, 1972, pp. 21 a 24.
[3]
Cioranescu, Alejando:
La Laguna. Guía histórica y monumental
, La Laguna, 1965, pp. 15 a 25.
[1]
Aznar Vallejo, Eduardo: «La época fundacional y su influjo en el patrimonio de San Cristóbal de La Laguna»,
Anuario de Estudios Atlánticos
, Las Palmas, 54-I (2008), pp. 191 a 203.