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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (28 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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¿Por qué Maroni actuó solo?

Del carrusel de ideas oscilantes que giraba a toda velocidad en torno a su cerebro, una se cayó del caballito. La mente de Ariosto la recogió con delicadeza. Era descabellada, pero atractiva, y muy ingeniosa, digna de su oponente.

Podía ser. ¿Por qué no?

52

La Laguna, sábado. 06:30 horas.

Olegario mantenía una distancia prudencial respecto a la moto. Al llegar a la carretera de Las Mercedes, el chófer dejó pasar dos automóviles, aún cuando perdió un par de minutos, para que hicieran de pantalla y no revelaran su presencia de inmediato. Apostó a que el motorista conduciría sin prisa.

Los automóviles subieron por la carretera rumbo al macizo de Anaga, formado por un sinfín de montañas espectaculares cortadas a pico sobre profundos barrancos que ocupaban la parte noreste de la isla. La carretera serpenteaba describiendo mil curvas por la dorsal de aquella pequeña cordillera. Dejaron pronto la Cruz del Carmen, un cruce concurrido los domingos, pero que a aquella hora estaba desierto. Cuando la primera luz del amanecer apareció detrás de las cumbres de Gran Canaria, al otro lado del mar, uno de los automóviles giró en el desvío al caserío de Carboneras. Un kilómetro más allá el chófer divisó la moto, que circulaba un poco por debajo de la velocidad permitida. Tras estudiarla en cada curva, Olegario se aseguró que era la misma del incidente del día anterior. Y su conductor también era el mismo.

El siguiente coche se desvió hacia la aldea de Afur dos kilómetros adelante y el
Mercedes
negro quedó justo detrás de la motocicleta. Su presencia comenzaba a ser demasiado obvia con el despertar del día.

El serbio se percató del peculiar automóvil que lo seguía en una de las pocas rectas que poseía la carretera. La distancia de doscientos metros que el elegante coche mantenía no le sirvió para seguir inadvertido.

Olegario se dio cuenta de que había sido localizado cuando notó que la moto aumentaba su velocidad. El chófer de Ariosto conocía la carretera y era consciente que una moto bien manejada se perdería fácilmente en sus continuas revueltas. Sabía también que, un kilómetro más adelante existía una recta en la que podría hacer valer la mayor potencia del
Mercedes
.

El automóvil comenzó a acelerar de una manera temeraria, invadiendo el carril contrario continuamente y pasando a centímetros de los bordes de asfalto que lo separaban de abismos amenazadores. La vía transcurría en aquella zona dejando un profundo barranco a su derecha. El chófer oteó las curvas que se encontraban mucho más adelante en la carretera, similares a ondulantes serpentinas. La falta de luces en sentido contrario le puso sobre aviso de que no se encontraría con vehículos de frente y pisó el pedal al máximo de lo que le permitía la carretera. Para que el motorista no se percatara del cambio de velocidad, Olegario apagó las luces. Veía lo suficiente en la penumbra del amanecer.

El ruido del motor de la motocicleta no permitió a su conductor escuchar los chirridos de las ruedas del
Mercedes
en cada curva, y cómo se iba acercando. De hecho, la desaparición del par de faros que le perseguía le hizo creer que había dejado atrás al automóvil.

Olegario logró colocarse a unos treinta metros de la moto. Si su memoria no fallaba, dos curvas después llegarían a la recta. Cuando la moto estaba a unos veinte metros, aceleró el automóvil al máximo y llegó a los cien kilómetros por hora a mitad de la recta. Alcanzó a la moto y la sobrepasó cuando el tramo estaba acabando. El motorista estaba desprevenido cuando la sombra negra le adelantó por su izquierda, intentó acelerar a su vez, pero ya era demasiado tarde. Los faros de freno del
Mercedes
se encendieron súbitamente cuando comenzaba la primera curva. El automóvil frenó en seco y se abrió en diagonal ocupando toda la calzada, intentando detener al motorista. El serbio no tuvo tiempo de frenar, intentó escapar por la derecha del automóvil, donde vio un hueco de apenas un metro de ancho. La rueda delantera pasó, pero la trasera chocó con el parachoques del coche, y el conductor perdió el control de la moto, que salió despedida contra el quitamiedos de piedra que existía al borde de la carretera. La rueda delantera se empotró en la pared protectora, pero la inercia despidió al conductor por encima. El serbio describió un arco en el aire y cayó por detrás del parapeto hacia el fondo del barranco. Una caída de diez metros hizo que Olegario tardara un par de segundos en escuchar el golpe. No se esperaba que la persecución concluyera de aquella manera. Sólo pretendía detener al motorista.

El chófer paró el motor y bajó del auto. Corrió a asomarse al borde de la carretera, junto a la destrozada moto. Abajo, en la escarpada ladera de la montaña, rodeado de matorrales, se encontraba el cuerpo de su rival. Notó que aún se movía, pero era incapaz de levantarse.

El chófer sacó su móvil y marcó el número de la policía. Mientras esperaba que contestaran, sintió que aquella revancha no le había dejado satisfecho.

53

La Laguna, sábado. 06:30 horas.

Dragan, el otro serbio, llevaba varios minutos tratando de reanimar a Marta. Quería que estuviese despierta. Una mujer inconsciente no le suscitaba su interés. Deseaba sentir el inútil forcejeo de la víctima antes de ser dominada por completo. Y aquella presa valía la pena. A pesar de que se lo habían ordenado, había decidido no inyectarle otra dosis de somnífero previendo la actual situación. Así sería más fácil despertarla. Volvió a aplicarle agua fría en el rostro.

La mujer comenzaba a volver en sí cuando el serbio escuchó un ruido familiar cerca, fuera del garaje. Una moto se aproximaba. ¿Se le habría olvidado algo a Vujadin?

Se aproximó a la puerta. No le dejaría entrar. Si le veía con la chica allí acabarían discutiendo. Escondió a la mujer bajo la parte delantera del coche, apagó la luz del garaje para ver mejor en el exterior, abrió la cerradura y se asomó.

No era Vujadin. Una moto conducida por un policía local con un pasajero de paisano se desviaba de la carretera en su dirección. Aquello no era normal. Dragan cerró la puerta y volvió al automóvil, en busca de su arma. La chica no se había recobrado y seguía en el suelo, desmayada. Había dejado de moverse.
Qué inoportunos eran aquellos tipos
, pensó.

Cogió la pistola ametralladora y se parapetó detrás del coche, en silencio. Oyó como la motocicleta se detenía delante de la casa y su motor se apagaba. El timbre de la vivienda sonó a continuación. Estaba seguro de que aquellos tipos no tenían orden judicial, por lo que no tardarían en marcharse. Era cuestión de paciencia.

Oyó como los hombres comprobaban que las puertas estaban cerradas. Al cabo de unos segundos desistieron. Sus pasos se alejaron. Estaban dando la vuelta a la casa, buscando otra entrada. Dragan sabía que no la había. Un par de minutos después se encontraban de nuevo frente a la puerta del garaje. Se les oía hablar entre sí, en tono de consulta. Ahora se irían. Tal vez volvieran, pero sería mucho después.

—¡Socorro! —El inesperado grito de Marta sonó amplificado en el garaje—. ¡Hay un hombre armado!

El serbio dio dos pasos y descargó una dura bofetada con la encallecida mano abierta en el rostro de la mujer, que volvió a quedar inconsciente.
Mierda
, se dijo,
con lo que me estaba costando despertarla
.

—¡Abran! ¡Policía! —se escuchó al otro lado de la puerta. Dragan volvió al lugar donde estaba, a cubierto y controlando la puerta. Quitó el seguro de la P90 y comprobó que el cargador estuviera bien inserto.

Un disparo sonó en el exterior y la cerradura del garaje saltó hecha pedazos. Una mano empujó la puerta. El serbio esperó a que la primera sombra se interpusiera en el umbral y comenzó a disparar.

Galán vislumbró un destello metálico a la tenue luz del amanecer detrás del automóvil de Protección Civil que ocupaba la mayor parte del garaje de aquella casa. No supo qué era realmente, pero acertó. Empujó al policía local al suelo una décima de segundo antes de que una andanada de balas atronadoras pasara por encima de sus cabezas. Los proyectiles eran de combate, observó fugazmente el policía, agujereaban la puerta metálica como si fuera de papel. Había que buscar la protección de un muro, los disparos no tardarían en bajar al nivel del suelo. El policía local no necesitó que le empujasen de nuevo para ponerse a cubierto gateando. Galán le siguió, aunque antes de desaparecer tras la pared disparó dos veces en dirección al origen del estruendo.

Los disparos del garaje se detuvieron. En el silencio repentino que siguió al intenso ruido, sólo se escuchó al municipal solicitando refuerzos por su radio.

Aquello se complicaba. Dragan había recibido un balazo en el pie. No fue un impacto directo, sino de rebote. Mala suerte. Sangraba abundantemente y eso exigiría una cura. Perdería tiempo.
Tenía que haberme marchado antes
, se lamentó. Ahora, tendría que cargarse a aquellos tipos y largarse herido. No le gustaba. Iría a por ellos ahora mismo, antes de que pudiera debilitarse por la pérdida de sangre. No se lo esperarían.

Galán estaba en cuclillas de espaldas a la pared, al borde de la puerta del garaje, con la pistola en alto. Era la segunda vez que se tenía que enfrentar a una ametralladora con una simple automática. Cuando iba a asomarse, los disparos comenzaron de nuevo, mordiendo el filo de la esquina. Sería mejor apartarse un poco, los bloques de cemento y grava amenazaban con desintegrarse debido a los impactos repetidos. Notó que los golpes en la pared no percutían a la misma altura, sino cada vez más espaciados. ¡El tirador se estaba moviendo!

—¡Rápido, dobla la esquina de la casa! —indicó Galán al policía local.

Los hombres corrieron y giraron en el momento en que el agresor salía del garaje gritando. Los disparos barrieron el espacio que ocupaban décimas de segundo antes y se perdieron en las huertas vecinas. Galán dio media vuelta, se agachó y sacó la mano con la pistola tras la esquina a veinte centímetros del suelo, apuntando al lugar donde se figuraba que estaba el tipo de la ametralladora, y disparó cinco veces seguidas sin mirar. Los disparos volvieron a cesar. A indicación de Galán, se apartaron unos metros, esperando que apareciera el atacante. Pero no lo hizo.
¿Le habría alcanzado alguno de sus disparos?

—Rodea la casa por el otro lado —dijo Galán al policía, que tenía el semblante blanco como la cera—. La pistola por delante. Nos vemos en la puerta del garaje.

Galán esperó unos segundos antes de volver sobre sus pasos. No se fiaba. Llegó a la esquina. Intentó atisbar en las sombras del suelo, un poco más allá. Nada se movía. Por fin, se atrevió a asomar media cabeza. El frente de la casa estaba desierto. Un camino de rodadura de unos tres metros de ancho lindaba con un muro de bloques sin enfoscar de apenas metro veinte de altura, detrás del cual se hallaba una pequeña huerta en desuso, llena de maleza. Enfrente, en el suelo, en la entrada de la casa, vio gotas de sangre. Esperó pegado a la pared hasta que el policía local miró a su vez por la otra esquina, con la pistola por delante. Aquel tipo tenía valor, reconoció Galán. Los municipales no solían encontrarse en situaciones como aquella. La aparición de su colega aseguraba que el perímetro de la casa estaba controlado. Quedaba el garaje. A lo lejos, comenzaban a oírse las sirenas de varios coches policiales acercándose. Lo inteligente era quedarse donde estaban hasta que llegaran los refuerzos. Sin embargo, el policía temió por la chica. Tal vez la utilizase como rehén, y eso complicaría las cosas.

Galán se acercó al hueco de la puerta del garaje. El policía local hizo lo mismo por el otro lado. El silencio sólo era roto por los ladridos lejanos de varios perros, sobresaltados por los disparos.

—¡Está rodeado! —Aventuró el policía, gritando hacia el interior—. ¡Tire el arma y salga con las manos en alto!

De repente, del otro lado del muro bajo que enfrentaba la fachada de la casa surgió el tirador y disparó en modo automático contra los agentes. La línea de disparos, a medio metro del suelo, alcanzó a los dos policías por la espalda. Galán sintió que algo se clavaba en sus piernas y cayó girando sobre sí mismo. El policía local cayó a su lado y perdió el arma al caer, que se deslizó debajo del coche de Protección Civil, fuera de su alcance.

Una amplia sonrisa se iluminó en el rostro del serbio. Se acercó cojeando, apuntando con una extraña pistola ametralladora a la cabeza de Galán.

—Tira la pistola —dijo.

Galán no tenía opción, y dejó caer el arma.

—Lo lamento —dijo en tono triunfal—, no tengo tiempo de hacer amigos.

El serbio levantó un poco más el cañón del arma.
Nos va a rematar a sangre fría
, pensó Galán. Dos disparos atronadores surgieron del fondo del garaje, y alcanzaron al secuestrador en la cabeza y en medio del pecho. No tuvo tiempo de cambiar la expresión antes de que media cara desapareciera al primer impacto. El hombre se derrumbó hacia atrás y cayó en la tierra, frente a la puerta del garaje. No soltó su arma.

Galán no podía creer en su suerte. Un segundo antes se veía como un colador y aquellos disparos providenciales le habían salvado la vida, al igual que al policía local, que se quejaba en el suelo, a su lado. Un instante después, al mismo tiempo que frenaba a su espalda el primer coche patrulla, una silueta conocida surgió del garaje, con la pistola del municipal en la mano.

—¡Marta! —Galán se quedó pasmado—. ¿Qué diablos haces aquí?

—Pues como siempre, Antonio —respondió la mujer, sonriendo—, salvándote el pellejo en el último segundo.

54

La Laguna, sábado. 06:30 horas.

Ariosto se había descalzado para impedir que sus pasos resonaran en el suelo de madera del viejo edificio. Llevaba muchos minutos preguntándose qué habría hecho él si fuera Maroni. El italiano se jactaba de ser imprevisible. Partiendo de esa premisa, Ariosto concluía que habría hecho lo contrario de lo que se esperaba de él. No habría huido del edificio con su trofeo. Se habría quedado en él. ¿Y dónde?, en el sitio más obvio, más a la vista, donde nadie lo buscaría.

No perdía nada por comprobarlo. Tal vez hiciera el ridículo si alguno de los vigilantes lo sorprendía caminando a hurtadillas por el convento. Tal vez desperdiciara el tiempo, pero nada más que eso.

Recordó la distribución del viejo edificio. A la entrada, una sala de exposiciones, ahora ocupada por paneles explicativos de la exposición. A la izquierda, tras el claustro porticado, otra sala de eventos, cerrada aquellos días. En el piso superior, la sala de exposición de las cruces, y al frente, tras un amplio vestíbulo, un pasillo que llevaba a las oficinas de la concejalía de Cultura. Llegó al final de ese corredor y comenzó a subir las escaleras que ascendían a la zona de trabajo administrativo.

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