Llamó a Darwin.
—Hola, profesora —dijo Lucie.
—Hola, señora Directora Famosa o algo así —respondió Darwin—. He oído que convenciste a Isabella para que posara en
topless.
—¡No es verdad! —protestó Lucie—. Aunque, hablando en serio, tengo una crisis de contenido. No dejo de pensar que no quiero que Ginger vea lo que hago.
—No estás haciendo vídeos de los Wiggles, Lucie —contestó Darwin—. Tú haces vídeos musicales y esas cosas..., donde todo va de sexo, pero fingiendo que se trata de amor.
—Eso ya lo sé —repuso Lucie—. ¿Crees que no lo sé? Pero me estoy diciendo que tendría que haber un canal de televisión para chicas, ¿sabes? Algo con ciencia divertida, series inteligentes de detectives y alguna que otra cosa apropiada sobre moda. Algo que fuese más..., bueno, no tan escandaloso.
—Es una idea perfecta —convino Darwin—. Y tienes aptitudes.
—Y tú tienes conocimientos —afirmó Lucie—. Podrías ser mi junta asesora.
Se rieron las dos e intercambiaron una y otra vez la frase «¿Y si lo hiciéramos de verdad?» hasta que guardaron silencio, imaginando las posibilidades.
—Necesitaríamos un montón de dinero —comentó Lucie.
—Y de tiempo —añadió Darwin.
—Y lo más probable es que fracasáramos.
—Es una locura —reconoció Darwin—. Pero mira, estoy tejiendo mantas Georgia como si me ardieran los dedos y hubo una época en que no lo hubiese hecho. Creo que deberíamos pensar en ello.
Hicieron un trato: cada una de ellas elaboraría una lista con los pros y los contras —y, por parte de Darwin, también de las preocupaciones— y después decidirían hasta qué punto estaban dispuestas a intentar algo descabellado.
—Hablando de cosas descabelladas —comentó Lucie—, no puedo creer que esté a punto de terminar el verano y no haya hecho ni la mitad de cosas que tenía planeadas.
—Como ponerte en contacto con el padre de Ginger —señaló Darwin.
—Sí, lo sé —repuso Lucie—. Para serte sincera, desde la noche en que descubrí a Roberto ya no he pensado tanto en él. Durante un tiempo creí que lo necesitaba. Luego me pregunté si serviría cualquier otro hombre.
—Marco.
—Sí —admitió Lucie—. Sin embargo, aunque es muy simpático, y dado que se le ve muy atento con Catherine, finalmente he pensado en otra cosa.
—¿Que es...?
—Que ya tengo a suficientes personas bajo mi responsabilidad. No me importaría contar con la compañía madura de un amigo de vez en cuando, no sé si me entiendes, y la circunstancia de tener cerca a Dakota ha hecho que me diera cuenta del valor de un asistente personal. Pero ¿un novio o un marido? Ahora mismo, no. Tal vez nunca.
—Así pues, ¿Will no va a saber lo de Ginger?
—De momento, no —respondió Lucie—. Afectaría a mucha gente: a Ginger, a Will, a sus hijos, a su esposa... Y podría acarrear muchos problemas. Voy a cerrar de nuevo esa puerta, al menos por ahora.
—Ya sabes que yo te apoyo en lo que sea. Incluso cuando me abandonas para irte a Roma.
—¡Ja! Daría lo mismo que hubiera estado en un estudio en Brooklyn —repuso Lucie—. No he visto nada en todo el verano. Ni siquiera la Capilla Sixtina. Rosie va a matarme.
—¿Qué tal está?
—Bueno..., resulta difícil decirlo. Mitch me cuenta historias interminables sobre que necesita que la vigilen, y luego mi madre me explica otra cosa. La verdad está en algún punto intermedio. De todos modos, dentro de una semana ya estaré de vuelta, y estoy ansiosa por ver cómo sigue la situación.
—Pues Dan y yo por fin estamos libres de suegras —suspiró Darwin—. Voy a llevar a los niños al pediatra para que los pese, pero podría pedirle a Dan que fuese a buscarla el sábado y la trajera para pasar aquí la tarde. Francamente, me vendría bien un poco de ayuda para terminar mis mantas Georgia.
—Eso es hacer trampas —reprobó Lucie—. No puedes utilizar a mi madre para terminar tu labor para beneficencia.
—Bueno..., sí puedo —replicó Darwin—. Mientras estés en Italia, no hay objeciones que valgan.
—Yo no he terminado ninguna desde abril —reconoció Lucie.
—Lo cual te convierte en otra de las personas a las que supero —comentó Darwin alegremente—. A mí Georgia me caía muy bien, ya lo sabes. Teníamos nuestras diferencias, pero también nos parecíamos en muchos aspectos. Así pues, creo que este año ella está pensando en mí y no voy a defraudarla.
—Voy a recordar este verano como el de no poder dormir —farfulló Catherine para sus adentros mientras arrastraba su cuerpo fuera de la cama para contestar al teléfono que sonaba, otra vez.
—Catherine, lo siento mucho —oyó decir a Marco—. Lamento haberte despertado.
—¿Va todo bien?
—Estupendo. Mejor que estupendo. Tengo bastantes amigos, ¿sabes?, y moví algunos hilos.
Catherine se quitó el antifaz, preguntándose de qué diablos estaba hablando. Y entonces se acordó: Marco le había prometido que podría hacerla entrar en los Museos Vaticanos antes de que abrieran al público. Antes de todo el gentío. Al menos una hora, dijo Marco, una hora para empaparse de los tapices, de la Capilla Sixtina y también de los artefactos egipcios. De todo tipo de cosas magníficas.
—¡Oh, Marco! Eso sería maravilloso, ¿sabes? —exclamó Catherine.
—Lo sé, lo sé. Trae a todas tus amigas. Intentar pasar tiempo contigo es como tratar de pasarlo con una joven virgen hace cincuenta años. Todo el pueblo sale a pasear con nosotros.
—¿Te importa? —preguntó Catherine con vacilación.
—No, no. Al menos, así puedo ver a mi hijo. Resulta difícil encontrarlo desde que conoció a tu Dakota. Es su primera novia de verdad.
—Sí.
Catherine no había dicho nada sobre el descubrimiento de Roberto y Dakota y aconsejó a Lucie que hiciera lo mismo. No se lo habían contado a nadie, ni siquiera a James, pues decidieron que no era necesario que los padres supieran ciertas cosas. Además, Dakota no les había dado una respuesta directa en ningún momento, ¿no? De modo que ni siquiera sabían qué le dirían a James si se lo revelaran todo.
—Lo de Roberto —prosiguió luego Catherine— es una de las poquísimas cosas que me ha contado nunca Dakota. Por lo tanto, debe de tratarse de amor.
—Ya, ya. Sólo el primer amor puede ser así de limpio y sencillo. El resto de nosotros hemos aprendido, ¿verdad? Puede resultar más complicado a medida que avanzamos. Pero, Catherine, no hay tiempo de debatir como siempre hacemos. Tendrías que estar abajo dentro de media hora si quieres que el taxi te traiga a tiempo.
—Iré con el grupo. Me gustaría que por fin conocieras a Anita. Ha estado muy preocupada buscando a su hermana y tú nos oyes hablar de ella continuamente... —concluyó con voz apagada—. Tú y yo hablamos mucho, ¿verdad, Marco?
—Pues claro que sí. Somos amigos.
—No; somos amigos de verdad —afirmó Catherine, cada vez más emocionada—. Sabes lo de Georgia, lo de Adam, lo de la tienda, lo de Anita y su hermana, lo de mis padres y lo de todas esas relaciones que nunca funcionaron...
Marco la cortó en cuanto ella hizo una pausa para respirar.
—Llegaremos tarde, Catherine, y si no nos apresuramos habrá una horda de turistas en la Capilla Sixtina —apremió—. Levántate, ponte algo de ropa y nos vemos enseguida.
Colgó el teléfono con más energía de la que había sentido en meses. Se había divertido mucho con sus amigos de Nueva York durante el verano. Y también ella sola: llevándole flores a Julio César; leyendo; escribiendo; comiendo; paseando; durmiendo (cuando no la despertaba nadie). Se había molestado en ayudar a Lucie. Y se contuvo con Marco. No se había lanzado alocadamente a otro romance rápido lleno de chispas y poco sostenible. No; tan sólo se había permitido hablar, hablar, hablar. Y si a él no le parecía bien, o no le gustaba ella, podía seguir su camino.
El hecho de que Marco pareciera disfrutar de verdad con lo que ella tenía que decir resultó toda una revelación. Que quisiera compartir sus propias ideas y opiniones. Que creyese que su tienda era una gran idea, y no sólo el aspecto vinícola del negocio. Prestó mucha atención cuando le contó que estaba trabajando en un libro y asintió encantado cuando Catherine le dijo que en la novela un asesino en serie mataba a todos los hombres malos.
—No esperaría menos de ti, por supuesto —comentó.
En resumen, Marco se había convertido en un gran amigo. Un amigo de quien ella quería más y había dejado muy claro que tenía más que ofrecer. Sin embargo, de momento, daba la sensación de que las cosas estaban bien como estaban.
Se puso un jersey ligero y unos pantalones de estilo informal, unas botas altas de tacón y se dio una pasada rápida de lápiz de labios, saltándose toda la rutina restante de maquillaje. Consideró que si Marco escuchaba sus historias, también podría ver sus ojos sin rímel.
Catherine ya no necesitaba máscaras de ningún tipo.
Dakota no podía creer lo que veían sus ojos cuando los abrió y miró por la ventana de su dormitorio hacia las ondulantes colinas de Cara Mia, en las afueras de Velletri, con sus interminables hileras de viñedos de los que se produciría el vino.
Todos los neoyorquinos habían llegado la noche anterior en una caravana de automóviles descapotables y Smart que cubrió el trayecto hasta la finca. El verano se terminaba y, tal como había prometido, Marco ofrecía la fiesta de fin de rodaje para la
Isabella stravaganza,
con cuyo fin se habían instalado dos carpas de lona cerca de la villa. Aquella noche prometía ser digna de recordar.
Lo mismo que todo el viaje. Habían ocurrido muchas cosas: dentro de unos días sería su decimonoveno cumpleaños y había encontrado un chef en el que inspirarse, le dijo a su padre que quería vender la tienda y asimiló toda la belleza —el arte, la arquitectura, los olores de las panaderías de barrios cercanos y distantes— que una persona podía absorber en unas semanas. Había realizado muchos progresos.
Por no mencionar que se había enamorado. O quizá algo superparecido a eso. Resultaba difícil saberlo con certeza, pues no tenía nada con lo que compararlo. Sin embargo, una cosa estaba clara: tenía novio, un novio guapísimo que además daba unos besos excelentes. A ella le gustaba pensar a menudo en todos los momentos que habían pasado juntos; envió un mensaje de texto a su amiga Olivia después de su primer beso con Roberto, emocionada y también agradecida por no sentirse como la única estudiante universitaria estadounidense que se había quedado atrás.
Roberto tenía un aire relajado, y su risa fácil contrastaba muy bien con la seriedad innata de Dakota. En su opinión, formaban una buena pareja, y muy pronto descubrió que el inglés de Roberto ya era casi perfecto. Lo cual sólo sirvió para que el chico le gustara aún más, y su forma de pensar que debía encontrar motivos para hacer que quisiera estar con él. Era estupendo que fuesen detrás de ti. Que te desearan. Que te encontraran hermosa. Tener valiosas bromas privadas con otra persona que podía comprenderla al fin de un modo completamente nuevo. Distinto de todos los demás. Pero no estaba dispuesta a contarle a nadie todo lo ocurrido en la
suite
de Lucie aquella noche; eso sólo era asunto suyo y de Roberto.
—Sé lo que quiero y lo que no.
Lo dijo en voz alta, aunque estaba sola, mientras se desperezaba para combatir los restos de somnolencia. Así pues, eso era lo que también le había reportado el verano: una comprensión más profunda. De casi todo.
No obstante, aún quedaba mucho más: ver los terrenos y la villa de Cara Mia y pasar una tarde en la cocina. James había organizado las cosas para traer a Andreas, el chef del V, y desde luego éste estaba ansioso por cocinar para la famosa Isabella, y más que cómodo teniendo a Dakota como su chica para todo.
—Gracias, papá —dijo Dakota cuando lo supo.
—Siempre lo intento, Dakota —repuso James—. Puede que no seas consciente de ello, pero lo hago, créeme.
A media tarde, los invitados llegaron en tropel: actores, miembros del equipo de rodaje y toda clase de amigos famosos de Isabella, tanto norteamericanos como europeos. Pero Dakota estaba mucho más interesada en conocer a la familia de Roberto. Le gustó especialmente que dijera que era su novia delante de su abuelo.
—Ésta es Allegra.
Así presentó Marco a Anita y Dakota a su tímida hija de cabellos castaños y en edad de asistir a la escuela primaria. La pequeña se escondió tras una anciana que estaba de pie a su lado.