Trabajar con Isabella era un quebradero de cabeza: nuevas exigencias noche y día, sugerencias constantes a Lucie sobre cómo debía componer una toma y un séquito siempre cambiante. Sin embargo, la última de esas búsquedas compulsiva iba a llevarla al límite.
El teléfono de Lucie sonó, y lo sacó rápidamente de sus vaqueros.
—¿Catherine? —preguntó—. Tengo que pedirte otro gran favor.
—Mamá se ha perdido —dijo una voz. Ni un hola. Ni un cómo estás. Sólo los hechos. Y un tono crispado—. Pensé que tal vez quisieras saberlo.
—Hola, Mitch —respondió sin alterarse. Si Rosie estuviera de verdad en peligro, su hermano hubiera empezado por ahí, se dijo. Sería mejor tomárselo con calma—. ¿Dónde está ahora?
—Está en casa y yo estoy aquí con ella —contestó Mitch—. Y no gracias a ti.
—¡Cinco minutos de descanso todo el mundo! —gritó Lucie. Luego, bajó la voz—. ¿Está bien?
—De momento. Pero quién sabe con qué nos encontraremos mañana, o pasado mañana.
—¿Habéis regresado antes de las vacaciones?
—Hubiéramos tenido que hacerlo —respondió Mitch con aspereza—. De no ser porque volvimos el fin de semana.
—Mitch, estoy en pleno rodaje y el tiempo es dinero, dinero que tampoco es mío. ¿Puedes darme la versión resumida?
Por lo visto, Rosie había decidido que necesitaba algunos comestibles y no podía esperar a que su hijo mediano, Brian, fuera a buscarla después del trabajo para acompañarla a la tienda. De modo que se fue andando. Y cuando llegó Brian a las seis no la encontró por ninguna parte. Ni en la tienda, ni en la calle, ni en casa de los vecinos.
—Hace un cuarto de hora que ha entrado tan campante por la puerta —explicó Mitch—. Acabo de llamar a Brian para que vuelva de la comisaría, donde había ido a rellenar un formulario para denunciar la desaparición.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
—El suficiente, Lucie, para que Brian haya estado aquí sentado hasta las nueve de la noche sin que hubiera señales de mamá —le espetó Mitch—. Estaba oscureciendo y ella seguía por ahí.
Lucie oyó el sonido de un auricular al descolgarse y unos resoplidos de respiración.
—Hola, mamá —dijo.
—¡No veas el alboroto que tenemos aquí, caramba! —exclamó Rosie—. Voy a dar un paseo por mi ciudad, y los chicos avisan a la policía. No me arreglan el coche y ahora van a mandarme a la cárcel por querer comprar una hogaza de pan. No tardaréis en dejarme morir de hambre. ¡Me robaréis la comida!
—Nadie va a robarte la comida, mamá —la calmó Lucie—. Tal vez podrías haber dejado una nota.
—¿Para quién? ¿Para mí misma? «Adiós, Rosie, nos veremos cuando llegue a casa. Con cariño, Rosie.» —Chasqueó la lengua—. Yo ya era responsable de mí misma mucho antes de que llegarais vosotros cuatro y aún lo voy a seguir siendo por mucho tiempo.
—Lo que pasa es que estábamos preocupados, mamá —terció Mitch.
—Mis propios hijos me tratan como a un prisionero de guerra —continuó diciendo Rosie—. ¿Sabéis quién es buena conmigo? Darwin. Ella y su marido trajeron a sus hijos para que los conociera.
—No sé de qué está hablando —dijo Mitch dirigiéndose a Lucie—. Mamá, la amiga de Lucie no ha venido aquí. Y ahora, ¿puedes colgar el teléfono mientras hablo con Lucie, por favor?
—No está bien que llames a Lucie a Italia para chivarte —se quejó Rosie—. No he hecho nada malo aparte de vivir mi vida, como he hecho siempre. Pero adelante, demandadme, yo sólo quería un sándwich de carne.
—El helado estaba completamente derretido —señaló Mitch—. Debes de haberlo comprado hace cinco horas. ¿Dónde has estado desde entonces?
—Ya te lo dije —respondió Rosie, con el mismo tono que utilizaba hacía mucho tiempo, cuando Brian y Mitch luchaban demasiado cerca de su colección de figuras Hummel en el salón—. Estaba dando un paseo.
—Mamá, ¿me dejas unos minutos con Lucie, por favor?
—Bien —repuso Rosie, que alargó la palabra hasta que pareció tener por lo menos tres sílabas—. Y que conste que Darwin y Dan estuvieron aquí el viernes, antes de que tú vinieras. No es cosa de mi imaginación. Puedes llamarlos por teléfono si no me crees. Un hijo que no cree a su madre...
Lucie oyó que Rosie hacía todo el ruido del mundo. Conocía el viejo truco: su madre fingía colgar el teléfono para poder seguir escuchando. Quizá estuviera perdiendo la memoria, sí, pero continuaba siendo una pilla, esa Rosie.
—La situación se nos va de las manos —afirmó su hermano, suponiendo que estaba solo con Lucie en la línea—. Creo que tienes que venir a casa.
—Mitch, quieres que haga que esto se resuelva y no puedo —contestó, tratando de no levantar la voz para no llamar la atención del personal de Isabella—. Mamá se está haciendo mayor. Tiene algunos días malos y...
—¡O quizá lo que pasa es que todo el mundo se ha vuelto demasiado entrometido para su propio bien! —intervino Rosie, antes de darse cuenta de que acababa de revelar a su hijo que estaba escuchando a escondidas.
—¡Mamá, por favor! —gritó Mitch, y Rosie carraspeó exageradamente y colgó el teléfono de golpe—. Me va a dar un maldito infarto, Lucie, en serio —se le quebró la voz—. Esto nos está afectando de verdad. Tú no entiendes lo que digo porque no estás aquí lo suficiente.
No había duda de que Mitch era un pesado. Discutidor. Desdeñoso. Autoritario. Pero también era su hermano mayor. Y aunque Lucie odiara admitirlo, podría ser que hubiera una pizca de verdad en lo que le estaba diciendo. Y eso era lo que más coraje le daba.
Horas más tarde, Lucie regresó cansada al hotel. Ginger estaba profundamente dormida en su cama y Dakota dormitaba en el sofá mientras por televisión daban otro más de esos incomprensibles dramas italianos. «La verdad es que deberían ofrecer un subtitulado electrónico», pensó. Se llevó el teléfono al dormitorio de Dakota para no molestar a su hija y marcó el número de Darwin.
—Ciao
—dijo Darwin—. He reconocido el número.
—Sálvame —gimió Lucie por teléfono—. Acaban de hacerme tragar a la fuerza una ración de culpabilidad entera.
—Rosie —dijo Darwin de inmediato.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lucie—. Si ya lo sabías... ¿fuiste a ver a mi madre el fin de semana pasado?
—Ya te dije que iría —repuso Darwin—. La última vez que hablamos.
—Lo sé, lo sé... Es que al oír a Mitch decir tu nombre me pareció fuera de contexto.
—El no estaba —explicó Darwin—. Brian acababa de marcharse cuando llegamos; limpió los sumideros.
—No tenías que pegarte la paliza de ir hasta Jersey, Dar —comentó Lucie frotándose los ojos, agotada.
—¡Pues claro que sí! Tu madre nos tejió todo un ajuar para cada uno de los bebés. Era precioso, lo digo en serio.
—Porque tú de tejer sabes mucho, ¿verdad? —comentó Lucie, y se echó a reír. Aunque Darwin estaba con el tema de los calcetines, tenía bastante mala fama en el grupo porque nunca enmendaba sus fallos ni comprobaba las medidas. Resumiendo, era una tejedora descuidada.
—Tú espera a que vuelvas a casa —replicó Darwin—. Ya he dejado atrás los calcetines, amiga mía. Los niños no tienen tantos pies. Ahora estoy dándole a las mantas Georgia como una loca. Este año voy a ser la mejor.
—¿Y qué me dices de Anita? —comentó Lucie—. Siempre es la que hace más.
—Bueno, el rumor que circula por ahí, de Catherine a Peri vía K.C., es que está confeccionando un abrigo de novia.
—¿La veo continuamente y no sé nada de esto?
—Supongo que eso se debe a que siempre andas por ahí con ese tipo del vino. Y ahora, dime, ¿algún detalle que valga la pena compartir?
Lucie se quitó los vaqueros y se metió bajo las sábanas de la cama de Dakota, esperando que a ella no le molestara.
—No —admitió—. Es muy simpático. Es amigo de todo el mundo. Hace que me pregunte si acaso me he perdido demasiadas cosas. Aunque siempre estamos rodeados de gente a montones. Es como esas citas en grupo para ir al cine en la época del colegio. ¿Sabes lo que quiero decir?
—No del todo —contestó Darwin—. Yo nunca tuve novio antes de Dan en la universidad. Pero vi algo parecido en
Salvados por la campana.
—Bueno, él parece estar muy interesado en Catherine, principalmente —dijo Lucie—. Y en cierto modo eso me irrita porque ella siempre consigue lo que quiere, ¿sabes? Primero viene a Italia, luego un poco de afecto...
—Entonces, ¿Catherine está saliendo con él?
—Es todo un poco raro, la verdad —contestó Lucie—. Ella se pone melancólica y él mira.
—¡Qué dramático! —comentó Darwin con entusiasmo.
—Irritante —la corrigió Lucie—. No es que me guste Marco Toscano. Estoy demasiado ocupada para esas cosas. Pero me gusta la idea de que vayan detrás de mí.
—Bueno —repuso Darwin—, no es el único hombre que hay en Italia. ¿O sí?
—No, claro —contestó Lucie—. Lo que ocurre es que no he conocido a otro.
—¿Tú no fuiste a Italia porque iba a ser fantástico para tu carrera?
—Sí, profesora.
—Entonces, ¿qué es eso de desviarte del tema, ese rollo de «Quizá debería tener un romance»? —dijo Darwin—. Entiendo que todos tenemos que cenar, pero no lo tergiverses.
—Podría ser que también quisiera tener pareja, ¿sabes? —observó Lucie. No estaba de humor para soportar más de un sermón en una noche.
—Pensaba que me habías dicho que era un viudo con hijos.
—Así es —dijo Lucie—. La verdad es que parece un padre muy afectuoso.
—Entonces lo que buscas es un padre para Ginger —afirmó Darwin—. ¿Esto es por Will?
—No. Me gusta. Estoy interesada en él.
—¿Interesada en ser una madre para sus hijos?
Hubo un profundo silencio en la línea.
—¿Te has dormido?
—No —respondió Lucie, aunque en realidad tenía los ojos cerrados—. Ya sabes que no ando buscando más crios. Me basta con Ginger. Pero nunca se sabe... Podríamos intentarlo poco a poco. O quizá tener una aventura aquí en Roma y nada más.
—¡Vamos, no me vengas con ese rollo de «Siempre queda el internado» en plan
Sonrisas y lágrimas!
—dijo Darwin—. Si recuerdas bien, ese tipo acaba casándose con la monja de pelo mal cortado. La que quiere a sus hijos. No con la rubia ambiciosa que acecha haciéndole ojitos.
—Yo no soy rubia —dijo Lucie, tras lo cual rompió a reír de manera incontrolada debido al nerviosismo y al cansancio—. Ésa es Catherine.
—Lucie, en cualquier momento Stanton va a empezar a chillar sin motivo aparente —explicó Darwin—. ¿Te gusta Marco, el del vino, o no?
Lucie soltó un gruñido y se dio la vuelta en la cama.
—No —admitió—. Sólo me gusta la idea.
—¿Se trata de Will? —volvió a preguntar Darwin.
—Sí —gimió—. ¿Qué pasa, que ahora eres psicóloga? —Lucie se tapó la cabeza con las mantas—. Estaba viendo a Marco, que era un encanto con Ginger —añadió— y me pregunté si no debería llamar a Will y ponerlo al corriente. Hacer un favor a todo el mundo.
—Si eso es lo que quieres, te apoyaré —dijo Darwin—. Pero ¿has considerado que podría ser que exigiera un régimen de visitas? ¿Estás dispuesta a compartir a Ginger según las condiciones de otra persona?
Lucie abrió los ojos de repente.
—La verdad es que eso no lo había considerado —admitió—. Tal vez esté saturada. ¡Tengo demasiadas cosas encima!
—Lo sé —dijo Darwin—. Tu madre.
—Darwin, dímelo con franqueza: ¿cuál es la situación con Rosie?
—Es una buena mujer: llena de vida, simpática, mimó a los bebés... —explicó Darwin—. Pero cometió algunos errores. Se dejó el horno encendido un rato después de haber sacado ya las galletas, por ejemplo. Cosas que nos podrían pasar a ti y a mí sin que ello supusiera un gran problema. Sin embargo, en ocasiones parece un poco confusa. Dan sugirió que tú o tus hermanos deberíais visitar a su médico y tal vez llevarla a un neurólogo.
—Así pues, ¿podría ser que Mitch tuviera razón?
—No lo sé. Yo sólo soy la médico de verdad que hay por aquí. Dan no es más que el licenciado en medicina. Pero puede llamarte cuando vuelva del hospital.
—Esta noche no. Estoy frita. Isabella ha decidido que necesita llevar una prenda de alta costura tejida a mano en el vídeo, y en el desplegable de
Vogue
Italia que lo acompañará.
—¿Y el minivestido que le estaba haciendo Dakota?
—Es fabuloso —respondió Lucie—. Isabella lo lleva continuamente, ahora que las prendas tejidas a mano son su sabor de la semana. O del mes. Resulta difícil saber cuánto tiempo van a durar sus mini obsesiones. Pero es muy insistente. Quiere que le busque un vestido de punto.
—Espero que no lo hagas —dijo Darwin—. Sólo porque estés frustrada con Catherine por esta historia del tal Marco que quizá ni siquiera sea una aventura... Ella te ha ayudado más de una vez. Como con el vino, por ejemplo, y consiguiendo que Dakota pudiera ir, ¿no?
—¿Qué puedo hacer? —repuso Lucie con apenas un hilo de voz por la falta de sueño—. Isabella es la persona más conflictiva y difícil con la que he trabajado nunca. Sin embargo, este trabajo es lucrativo y podría tener un gran impacto en el tipo de cosas que puedan venir después.
—Así pues, le dijiste...
—Que sé de un vestido precioso en Nueva York, tan asombroso que hasta tiene nombre propio —dijo Lucie—. Prometí conseguirle el Fénix.
Anita eligió la ropa con esmero y no dejó de ponerse los pendientes que habían sido de su madre. Algo que Sarah reconociera. Algo que hubiera visto con frecuencia. Y para ello sólo había una opción: un par de discos de madreperla engarzados en plata de ley que su madre lucía en todas las ocasiones en que debía ir elegante. La familia Schwartz estaba en buena posición, pero no eran ricos, ni mucho menos. Los lujos eran sencillamente eso, lujos. Además, casi toda la esplendidez de la que habían disfrutado más tarde en la vida provino de Anita y Stan; casi todas las joyas que quedaban de su madre, se las había regalado Anita.