—Y ésta es mi abuela —dijo a su vez Roberto.
Una vez más hubo un aluvión de apretones de manos y saludos con la cabeza mientras Anita empezaba una ronda de presentaciones de todo el grupo de Nueva York. La madre de Marco, la abuela de Roberto, era una mujer menuda con una piel de un intenso color aceituna y unos ojos oscuros y separados. «Ajá, ahora ya sé de dónde ha sacado esos ojos tan preciosos», pensó Dakota.
—Bienvenidos —saludó Paola Toscano. Ella, al igual que Marco, parecía estar encantada de que una horda de invitados invadiera su pintoresco rincón del mundo—. Cara Mia lleva generaciones siendo propiedad de mi familia y me llena de alegría compartirlo con vosotros.
—Gracias —contestó Anita—. Eres muy amable al abrirnos tu casa.
La noche anterior, Anita había descansado estupendamente en una cama cómoda y lujosa, tras estar varios días llorando en su
suite
con Marty, sintiéndose confundida: aquel verano todo el mundo parecía haber encontrado lo que buscaba en Italia..., excepto ella.
«La resignación parece mucho más digna de lo que es en realidad», pensó Anita. Aquélla era su propia batalla, el reto de abandonar, de reconocer que el hecho de aferrarse a un sueño se había convertido en su propia maldición.
Así pues, ¿cómo decir adiós a una carga de cuarenta años? Anita tomó las postales que amaba y odiaba a la vez, las que guardaba en el cajón de los trastos y en su corazón, se las entregó a Marty y le pidió que las quemara. Él le prometió que lo haría, y Anita pudo dormir por fin.
Catherine le estaba dando vueltas a la idea. Ponérselo o no. La sesión de fotos ya se había realizado y las pruebas estaban de camino al director creativo. Sin embargo, en cuanto Isabella echara un vistazo a Catherine vestida con el Fénix sabría que la había engañado. No obstante, al final quiso que Marco lo supiera. «Mira lo que mi amiga Georgia hizo para mí —le diría—. Ella me mostró la manera de volver a la vida. Confeccionó este vestido con sus propias manos y lo cosió con poder suficiente para darme impulso en mi viaje.»
—Estás etérea —comentó Marco al verla acceder al jardín con el vestido dorado sobre su cuerpo y el cabello rubio que, sujeto en lo alto, caía en forma de zarcillos sueltos—. Eres como una reina.
—Gracias. Siempre he sido propensa a la adulación.
—La adulación es falsa —objetó Marco—. Lo que yo te digo son hechos.
Y de eso hablaban, paseando por los viñedos mientras el resto del grupo probaba la comida, el excelente vino e incluso intentaba bailar con los estilos de música del DJ de Isabella.
—Vine a Italia para huir de algunos errores —expuso Catherine—. Sin embargo, precipitarme ahora a una relación bien podría ser sólo uno más.
—Entonces, no deberíamos hacerlo.
—Es algo que tengo por costumbre —explicó Catherine—. Me entierro en mis relaciones. Tiendo a perder de vista quién soy en realidad y no estoy segura de saber cómo evitarlo. Pero estoy aprendiendo.
—Puedo esperar —afirmó Marco—. Soy vitivinicultor, por el amor de Dios. Sé muy bien que es preciso dejar que la posibilidad madure a su tiempo.
A medianoche, Anita se había cansado de la fiesta y de la estridente música de Isabella. Por supuesto, probó todas las pastas en cuya elaboración participó Dakota y vigiló a Ginger porque Dakota estaba muy ocupada cautivando a la familia de Roberto. Pero no tardaron en llevarse a Ginger a la cama, y Anita ya se había hartado de todo aquel barullo.
Justo cuando se escabullía de la celebración oyó la voz resonante de Marco que decía:
—Buonasera.
Ven a conocer a mis maravillosos amigos de Estados Unidos.
—Me voy a la cama antes de que tenga que conocer a más gente —le comunicó Anita a Dakota con un susurro—. Dile a todo el mundo que, a mis setenta años, necesito mi sueño reparador.
—Pero si tienes setenta y ocho...
—Nunca corrijas a Anita cuando miente sobre su edad, Dakota —terció Catherine, que se acercó a ellas con un aspecto más relajado del que Dakota le había visto nunca—. Pensaba que este verano ya lo habías entendido todo.
—Buenas noches, chicas —se despidió Anita, pero Catherine alargó la mano y la tomó del brazo.
—Tómate una última copa con nosotras, Anita. Brindemos por el verano.
—Sí —la apoyó Dakota—. Que vengan también Lucie y papá. ¿Dónde demonios están? —preguntó mientras recorría la zona exterior con la mirada.
—Están en la pista de baile —informó Roberto—. Están los dos con ese baile robótico pasado de moda.
—¡Ah, qué horror! —exclamó Dakota, aunque no lo decía en serio ni mucho menos—. ¿Por qué no vamos y nos marcamos un baile estilo Isabella con ellos?
—Y después brindaremos —propuso Catherine—. ¿De acuerdo, Anita?
En aquel preciso momento Marco alcanzó al grupo; acompañaba del brazo a una atractiva mujer mayor.
—¡Nona! —exclamó Roberto con entusiasmo—. Mi novia y yo vamos a bailar.
Dakota se dio la vuelta esperando ver de nuevo a Paola. Pero vio a una mujer delgada de cabello cano que le resultaba vagamente familiar. ¿La había visto en la fiesta antes? Catherine lo comprendió todo en el acto, y de inmediato rodeó a Anita con los dos brazos en tanto que la anciana empezaba a temblar y lamentarse.
Allí, del brazo de Marco Toscano, estaba la mujer que otrora fuera una neoyorquina llamada Sarah Schwartz.
Anita había encontrado por fin a su hermana.
—No puedo creerlo —decía Marco momentos después, pasando la mirada de una mujer a otra. Se parecían, pero claro, también eran mujeres de edad madura. Y los hombres no siempre prestaban la suficiente atención, más allá de cierto punto—. Todo este tiempo buscando a tu hermana, y resulta que es la madre de mi esposa. Es increíble. ¡Ahora sí que de verdad eres parte de nuestra familia!
—Es igual que en ese juego —comentó Dakota—. Que si conoces a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien, y al final os conocéis todos.
—Los seis grados de separación —añadió Catherine—. Porque puede ser que lo que buscamos esté cerca de todos nosotros desde el principio.
—Quizá tendría que haber preguntado más cosas —dijo Anita, que parecía dirigirse al grupo, pero cuyas palabras eran en realidad para Sarah.
—Por fin estás aquí —murmuró Sarah, una mujer menuda y hermosa de cabello plateado que seguía aferrada al brazo de Marco.
—¡Gracias a Dios que Anita sólo es como una abuela para mí! —le susurró Dakota a Roberto mientras veían abrazarse a las dos mujeres, que se murmuraron cosas: cuarenta años de conversación saliendo de repente—. De lo contrario, tú y yo tendríamos serios problemas...
En Nueva York, Darwin y Rosie habían pasado un día magnífico jugando con Cady y Stanton. Echaron un vistazo a las mantas Georgia y Rosie tejió varias pasadas. Dejaron a los niños con Dan y comieron en Sarabeth’s, donde se abastecieron de mermelada para llevarse a casa, y luego pasaron por Walker e Hija para seleccionar aún más lana para Darwin. El permiso de maternidad tocaba a su fin, ella estaba sumamente cansada y, con todo, había tomado unas notas estupendas para su nuevo trabajo de investigación. Y luego estaba su misión con las prendas de punto para beneficencia, tema que iba realmente bien. En general fue un verano fabuloso, aunque no hubiese viajado a otro país y tenido que soportar la prolongada visita de la señora Leung.
Rosie, en cambio, sí parecía cansada, pensó Darwin. Fue en busca de unos cafés para ellas dos y otro para Peri y subió las escaleras hacia la tienda, donde esta última finalizaba una de las clases que daba los fines de semana. Las saludó con la mano al verlas entrar.
—¿Más lana? —preguntó Peri, aunque ya tenía separado un montón de madejas que Darwin le había pedido por teléfono.
—Sí —respondió Darwin—. Creo que quizá podría retirarme después de ganar este año.
—Los grandes nunca se retiran —señaló Peri, y se despidió de algunas de sus alumnas—. Viven en su esplendor para siempre.
—Chicas, ¿dónde está el baño? —preguntó Rosie.
—Lo quité —respondió Peri—. Toda la trastienda desapareció con las reformas.
—En realidad, las tiendas de punto no forman parte de esos sitios en que se utilizan los servicios —comentó Darwin—. Esto no es un Starbucks.
—Bueno, sí, todo eso está muy bien —aceptó Rosie—, pero me iría bien refrescarme un poco. Echarme un poco de agua en la cara, y eso...
Peri le tendió la llave del apartamento.
—A la madre de Lucie no puedo negárselo —rezongó—. El baño es la segunda puerta a la derecha. No mires el fregadero de la cocina, porque los platos del desayuno aún están ahí.
—¿Los platos del desayuno? —dijo Darwin—. En estos momentos, en el fregadero de mi cocina están los del desayuno de hoy y los de la comida y la cena de ayer.
—Se han terminado las madres, ¿eh?
—Sólo hay una —respondió Darwin—, que soy yo. Nadie paga de más por un servicio rápido, de manera que hago lo que puedo y cuando puedo.
Al cabo de diez minutos, Rosie le devolvió la llave a Peri y Darwin recogió sus compras de la semana. El teléfono de la tienda sonó cuando estaban a punto de marcharse.
Peri tapó el auricular con la mano con una mezcla de excitación y sorpresa en su rostro.
—Vogue
Italia —les explicó articulando los labios—. Entrevista.
Darwin llevó rápidamente una silla al rincón y animó a Peri a que tomara asiento. A continuación asumió el mando e intentó hacer funcionar la caja registradora, una tarea que no había realizado nunca, para atender a las últimas clientas del día.
Rosie la ayudó, ordenando los cajones y separando los colores.
—¡Yupiiii! —chilló Peri cuando colgó el teléfono media hora más tarde—. Están escribiendo un artículo sobre mí en la revista. Mis bolsos saldrán en sus páginas y también una minirreseña sobre mí.
—Vamos a celebrarlo —sugirió Darwin—. Tengo que volver a casa, pero podemos comprar una botella de vino para ti e ir a mi apartamento.
—Yo prepararé un poco de salsa —se ofreció Rosie—. Podemos hacer tallarines.
Era una cita. Se fueron en cuanto el establecimiento quedó vacío. No había necesidad de llevarse chaqueta en una noche húmeda de agosto en Manhattan, por lo que Peri no subió a su apartamento situado encima de la tienda. Fue una mala decisión. Porque Rosie había abierto el grifo y luego se olvidó de ello, o de cómo cerrarlo. El agua llenaba el lavabo del baño de Peri con más rapidez de la que éste podía desaguar: Walker e Hija estaba a punto de inundarse.