—Disculpad a mi padre. Está…
—Os habéis manchado los zapatos, sire —balbuceó el viejo con sorna.
—¡Callad de una maldita vez! —le gritó su hijo.
—Éste no es un barrio para cortesanos… —siguió mascullando el viejo—. Desde que pusisteis un pie en esta casa mi hijo no ha vuelto a embarcarse. ¡Ahora tiene una bolsa de monedas y cree que puede decirme lo que he de hacer!
El marinero levantó la mano como para pegarle.
—No te preocupes por él —le calmó Charpentier—. Tenemos que salir de aquí de inmediato.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
El compositor tragó saliva. En ese momento escucharon una serie de ruidos procedentes del exterior.
—¡Dios, no…!
Se acercó a un ventanuco para mirar entre el hueco que dejaban dos tablas.
—¡Decidme ya qué pasa! —le urgió el marinero, pegándose a él para asomarse también.
—¡Habla en voz baja!
—¿Por qué?
—Vienen a por ti.
—¿A por mí? ¿Quiénes son?
—Los asesinos de Jean-Claude, los mismos que atacaron al doctor Evans. —Se volvió para mirarle a los ojos—. Quieren la melodía.
—Maldita sea…
—¿Qué vamos a hacer?
El padre los contemplaba con un repentino aire de inocencia, con las manos apoyadas sobre las rodillas. El marinero se lanzó hacia un arcón del que sacó una daga corta que sujetó en el cinturón. Después tomó una horquilla de cuatro puntas que colgaba de un clavo en la pared. Volvió a asomarse y vio a tres hombres junto a la puerta. Uno de ellos, enorme, estaba hurgando en el cierre.
—Van a entrar ya…
El compositor señaló a un rincón del pajar.
—¿Ese portón comunica con la casa?
—Antes de huir tenemos que pararlos.
Lanzó una mirada intensa a su padre. Éste también buscó en el arcón alguna herramienta que le sirviera como arma. El marinero le pidió que no hiciera ruido; al menos disfrutaban del elemento sorpresa. Charpentier se apartó hacia un lado justo cuando el coloso derribó la puerta con el hombro. Antes de que las astillas hubiesen caído al suelo, el marinero le clavó la horquilla en la base del cuello. El sicario se desplomó sobre la paja ennegrecida. El marinero se aferró con fuerza al mango de madera y volcó todo el peso de su cuerpo sobre las cuatro puntas, arrojando borbotones de sangre por todo el pajar. Apenas se había asomado el siguiente cuando el padre, con una fuerza inusitada para un viejo, le clavó una hoz en el muslo derecho. Salió dando alaridos con el hierro hincado en la pierna, haciendo retroceder a su compañero.
—¡Corred! —gritó el padre mientras asía una azada puntiaguda—. ¡Yo los entretendré!
Sus ojos volvieron a cruzarse con los de su hijo. El marinero, comprendiendo que su padre no podía seguirlos, se perdió con Charpentier por el portón que comunicaba con la casa. Atravesaron una habitación de cuyo techo colgaban unas liebres preparadas para despellejar. El compositor se hizo un corte en el hombro con uno de los ganchos. Cruzaron otro hueco en el que humeaba un hogar, golpearon una cazuela que desparramó un líquido hirviente y salieron a la calle por la puerta delantera.
Miraron a ambos lados en busca de ayuda. El barrio estaba desierto, salvo por un pordiosero que los contemplaba sentado sobre su única pierna junto a un muro. El marinero recordó que todos habrían acudido al entierro del alguacil que había muerto de tuberculosis la noche anterior. Corrió en dirección al cementerio para confundirse con los parroquianos. A Charpentier le costaba seguirle. El camposanto estaba al otro lado de la colina. Servía tanto para enterrar a los muertos como de cercado para los cerdos de un propietario vecino. Charpentier bajaba la ladera como podía, recogiéndose la capa. Cuando se estaba acercando al grupo del funeral dio un traspié que le hizo rodar hasta golpearse la espalda contra una lápida. El marinero retrocedió sobre sus pasos para ayudarle.
—¡Sálvate! —le rogó el compositor, apretándose con fuerza el tobillo que se había torcido.
—¡No voy a dejaros aquí, maldita sea!
—¡Yo soy prescindible, pero a ti te necesitamos vivo!
—¡Si no hubieseis venido a avisarme ya no lo estaría! ¡Levantaos!
Cuando iba a agacharse para tirar del compositor escuchó el disparo.
Una punzada en el hombro.
Permaneció unos instantes inerte.
Un hilo de sangre…
Charpentier contempló boquiabierto cómo el marinero se desplomaba de espaldas contra el barro. Se volvió hacia la parte alta de la ladera. Allí estaba uno de los sicarios, avanzando hacia él con una pistola que todavía humeaba.
Todos los asistentes al entierro se volvieron, pero Charpentier se percató de inmediato con horror de que ninguno movía un músculo para socorrerle. En aquel barrio no tenían por costumbre entrometerse en los asuntos de los demás. Comenzaron a dispersarse lentamente mientras el clérigo contemplaba la escena hierático, y el monaguillo, un muchacho con tiña en el pelo, suspendía el movimiento pendular del incensario.
—¡Que alguien me ayude! —suplicó, tirado como estaba junto al cuerpo del marinero.
—¿Por qué van a ayudar a un traidor? —dijo el sicario elevando la voz cuando ya lo tenía casi encima.
—¿Traidor…?
—¿Qué clase de hombre se alía con un sucio inglés?
¿Se refería a Evans o a Newton? ¿Cómo podía saberlo? El sicario se detuvo a los pies del compositor, que se sentía incapaz de moverse, y recargó la pistola con parsimonia.
—A ti no te importa tu patria —le reprochó Charpentier con un arrebato desesperado de rabia—. Lo único que buscas es…
En ese momento el marinero se incorporó de golpe y propinó al sicario una brutal patada en la parte de atrás de las piernas, haciendo que hincase las rodillas contra la losa. La pistola se le escapó de las manos y fue a caer a un par de metros de donde se encontraban. Se abalanzó sobre él, le golpeó con furia en la cara con el puño del hombro sano y le inmovilizó sentándose sobre su pecho. Asió la daga que llevaba en el cinturón y la alzó sobre su cabeza con la punta hacia abajo.
—¡Esto quieres, ¿eh?! —gritó con los ojos extremadamente abiertos—. ¿Quieres ir al infierno, como ese gigante que venía contigo?
—¡No lo mates! —le rogó Charpentier—. ¡Tenemos que saber para quién trabaja!
—¡Suéltame! —ordenó el sicario sin amedrentarse—. Quizá así logre vivir.
El marinero le sacudió un golpe en la frente con el mango de la daga y volvió a alzarla. La mano le temblaba, quería hundírsela en el pecho.
—¡Dime quién te paga y te dejaré marchar!
Charpentier se volvió instintivamente hacia la parte alta de la ladera. El corazón le dio un vuelco.
—¡Es el otro!
El sicario al que el viejo había herido con la hoz se acercaba cojeando, con un torniquete y una expresión de odio estampada en la cara. Arrastraba por el barro la punta de una espada desenvainada.
—¿Cómo es posible…? —murmuró el marinero.
—¡Tenías que haber visto morir a tu padre! —gritó sin dejar de andar hacia ellos—. ¡Suplicaba como un perro!
—¡Párate donde estás o termino con tu amigo!
—¡Calla y suéltalo de una vez!
—¡Hablo en serio! ¡Detente!
Lo tenían casi encima. El primero había dejado de forcejear. Charpentier se desesperó al ver que todo se había descontrolado. Se volvió hacia la pistola que había quedado medio sumergida en el barro. El sicario lo advirtió y trató de correr hacia ella, pero la herida de la pierna se lo impidió. El compositor se arrastró como una culebra y se hizo con ella. Le apuntó con su mano trémula. Era la primera vez que empuñaba un arma. Sintió el frío del hierro entre los dedos y estuvo a punto de dejarla caer.
—¡Suéltala! —le ordenó el sicario irguiendo la espada embarrada.
—¡Disparad! —se desgañitó el marinero—. ¡Aún tenemos vivo a éste!
Por la mente de Charpentier pasaron mil imágenes que se entremezclaron con la realidad. El sicario se acercaba cada vez más. Ya estaba a un paso. Apretó el gatillo. Nada fue como esperaba. El arma, que no estaba bien cargada, le estalló en la mano produciendo una nube amarillenta. Se llevó las manos al rostro quemado gritando de dolor.
El marinero, viendo que se habían acabado las posibilidades de sacar algo en limpio de aquella situación, no lo pensó más y hundió la totalidad del filo en el pecho del que tenía inmovilizado. Se oyó un chasquido y un gorgojeo. Trató de arrancar la daga para utilizarla contra el otro, pero debía de haberse clavado en algún hueso y sólo podía tirar de ella con la mano del hombro sano. Apenas tuvo tiempo de levantar la mirada y ver cómo la inmensa hoja de la espada trazaba una curva horizontal y le seccionaba el cuello.
El compositor seguía sollozando con el rostro tapado. Lentamente recobró la serenidad y retiró las manos, soportando la quemazón y entornando los ojos para saber cómo había acabado todo. Lo primero que vio fue la cabeza del marinero, observándole desde el suelo con expresión de incredulidad. El sicario permanecía de pie, apoyado en la espada
con
las piernas separadas, la herida del muslo cubierta de sangre ennegrecida y una expresión de agotamiento en el rostro.
—Rezad —dijo con una voz áspera acompañada de un olor acre.
Habría querido levantarse, golpearle, gritar, pero se limitó a apretar los dientes de tal forma que parecía que fueran a partirse unos contra otros. El sicario pareció regodearse con su actitud sumisa y siguió hablando sin levantar la espada.
—¿De verdad creéis que voy a mataros? —dijo.
—¿Cómo…?
—Es obvio que muerto no me serviríais de nada.
—Entonces, ¿puedo irme? —acertó a decir Charpentier con un hilillo de voz.
—Desde luego que
no.
—¿Qué queréis de mí? —masculló con las pocas fuerzas que le quedaban, tratando de apartar las luces que refulgían en sus retinas quemadas para fijar en su memoria los rasgos de aquel hombre.
—¿Por qué no me entregáis la partitura y termináis con todo esto? —Señaló al marinero muerto—. Primero fue vuestro sobrino, luego Evans y ahora este desgraciado. ¿No os parece que ya habéis causado suficiente daño?
—No la tengo, lo juro…
—No os creo.
—Mi sobrino no llegó a transcribirla —sollozó—. ¿Quién nos asegura que ese marinero escuchó la verdadera melodía original? Quizá ni siquiera exista…
—¡No os creo! —repitió iracundo—. ¡Si realmente no está acabada sentaos al órgano y terminadla de una maldita vez!
Alzó la espada y colocó el filo embarrado en el cuello del compositor, que comenzó a temblar de forma incontenible.
—Os lo suplico…
—¿Veis lo que se siente al tener el acero tan cerca? —Charpentier asintió como pudo—. Pues esto es lo que sentirá la esposa de vuestro hermano, el maestro escribano, unos segundos antes de que le rebane su cuello de cisne.
El corazón le dio un vuelco.
—No podéis hacer eso…
—Quizá me entretenga un rato con ella antes de matarla. Aún tiene la carne firme. Y luego será vuestro hermano, y… ¿Me dejo alguien? Vuestro sobrino Matthieu ya se ha buscado la ruina él solo. Jamás saldrá con vida de la Bastilla.
—Dios mío, no puedo más…
El sicario bajó la espada.
—Volved a París y poneos manos a la obra. ¡Y ni se os ocurra pensar en quitaros la vida! Dudo que tengáis el valor suficiente para tomar una decisión así, pero sabed que si lo hacéis terminaré de igual modo con todos los miembros de vuestra familia. Los buscaré allá donde estén e iré arrojándolos uno a uno a vuestra fosa.
—Estáis loco… ¿Cómo esperáis que transcriba la partitura correcta sin la ayuda del marinero?
—¿Acaso no sois el mejor compositor de Francia? —le respondió enfurecido—. Disponéis de la información que él os brindó y de vuestro propio genio para hacer modificaciones sobre el boceto inicial, y tenéis tiempo de sobra para escribir un millón de partituras hasta dar con la correcta. ¡No hagáis que pierda la paciencia!
Charpentier no daba crédito a lo que estaba pasando. Ni siquiera se alegraba de estar vivo.
—¿De cuánto tiempo dispongo exactamente?
—Bastará con que la tengáis terminada antes del equinoccio de marzo —concretó el sicario con hastío mientras se daba la vuelta como para marcharse—. Ya tendréis noticias mías.
Faltaban varios meses para esa fecha. Newton llevaba a cabo sus grandes experimentos al inicio de la primavera, por lo que aquella exigencia se debía a algún detalle alquímico que se les había escapado.
—¡Esperad! —se atrevió todavía a preguntar el compositor—. ¿Por qué antes del equinoccio de marzo?
El sicario caminó de nuevo hacia él con determinación, arrastrando la pierna herida. El compositor se encogió como un animal asustado.
—¡Deberíais agradecerme el que me muestre tan generoso! —le espetó a un par de centímetros de la cara—. Más os vale cumplir con vuestra tarea o, cuando termine con vuestra familia, os cortaré los dedos como a vuestro sobrino Jean-Claude. Pensad cómo será vivir sin poder tocar, con tantos cadáveres a la espalda…
Charpentier quiso decir algo, pero el sicario ya no se lo permitió. Con un movimiento certero dio la vuelta a la espada y le golpeó brutalmente en la cabeza con el mango. Miró a ambos lados para comprobar que no quedaba nadie en el cementerio que hubiera podido escucharlos y se alejó cojeando entre las tumbas, dejando al compositor tirado con sus nobles ropajes sobre el barro de los cerdos.
E
l candado de la mazmorra chirrió al abrirse. Matthieu se puso en pie. Tenía los músculos entumecidos.
—Cúbrete con esto —le ordenó el carcelero al tiempo que le arrojaba una capa—. La cabeza también.
Le siguió, tapado como un monje, hasta el patio interior de la prisión. Por un ventanuco estrecho se filtraba un haz de luz natural. Era como regresar a la vida. Le empujaron hacia un carruaje. El cochero esperaba con las bridas en la mano.
Su tío estaba dentro.
Se abrazaron. Los caballos cruzaron el puente y se lanzaron al galope por el camino embarrado que conducía a Versalles. Durante el viaje, Charpentier le dio una serie de instrucciones acerca de cómo debía comportarse ante el soberano. Matthieu escuchó sin intervenir, todavía aterido por el frío húmedo de la celda y conmocionado por las quemaduras que cubrían el rostro del compositor, a quien le resultaba difícil mantenerse entero. Estaba aterrado por la amenaza del sicario y, lo que era peor, no podía desahogarse. Prefería que ni Matthieu ni el maestro escribano, y mucho menos su esposa, estuvieran al tanto de la amenaza que se cernía sobre ellos. ¿Para qué ponerles las cosas más difíciles? Ya encontraría el modo de hablarlo a solas con el rey para recabar su ayuda. Al fin y al cabo al soberano también le interesaría apresar a aquellos que perseguían su fantasía alquímica derrochando tanta crueldad.