Matthieu no comprendía el porqué de aquella actitud. Nunca había tenido problemas para relacionarse y no soportaba sentirse excluido. Pensó que podría deberse al hecho de no ser capaz de hacer un nudo marino. Al principio optó por recogerse el máximo tiempo posible en su camarote. No dormía en el sollado de marinería, como el resto. Compartía con el capitán una cámara situada en el castillo de popa. Unas cortinillas desplegadas a derecha e izquierda brindaban un poco de intimidad a los dos catres. El espacio entre ambas lo ocupaban una mesa con cuatro sillas y un pequeño aparador en el que Matthieu guardaba lo poco que le habían permitido llevar consigo. La cristalera emplomada, de color azul como la enseña francesa, estaba decorada con flores de lis que tamizaban la estancia con sutiles reflejos de oro.
—¿Por qué no estás aquí conmigo? —solía repetir Matthieu en voz alta, en ocasiones dirigiéndose a Jean-Claude, otras a la bella Nathalie, mientras contemplaba la estela de espuma que el barco dejaba sobre las olas.
En sus escasas salidas a cubierta trataba de hacerse el encontradizo y entablar conversación con La Bouche. Era cierto que el capitán no le daba la espalda, pero también que era hombre de pocas palabras. A Matthieu le fascinaba ver cómo dirigía la expedición con la seguridad de quien lo ha hecho mil veces. Por sus venas corría agua salada. Aprendió a navegar en los barcos que cruzaban el Atlántico hacia las primeras colonias de Acadia. Después vinieron la Guayana y Martinica, y durante años hizo la ruta a Saint-Domingue, el asentamiento caribeño más floreciente. Un buen día las enseñas del Rey Sol pusieron rumbo hacia el Índico y algunos marinos como La Bouche no dudaron en acrecentar su prestigio internándose en la misteriosa India. Tras la ocupación de Bengala el capitán cometió el error de obsesionarse con Madagascar, la gran isla roja, la indómita, cuyo bastión de Fort Dauphin no supo defender, en la cual perdió a casi todos sus hombres, la honra y el respeto que hasta entonces le habían mostrado todos los miembros de la armada francesa.
Al octavo día, Matthieu comenzó a percatarse de que los miembros de la tripulación no sólo le hacían el vacío, sino que cuchicheaban a su paso. Incluso llegó a pensar que el conato de accidente que sufrió en cubierta, la mañana en la que estuvo a punto de ser golpeado en la cabeza con el extremo de hierro de un obenque suelto, había sido provocado por uno de ellos. Decidió terminar con aquella sensación claustrofóbica e iniciar una huida hacia adelante. Se propuso que todos en el barco le conociesen tal como era, aunque tuviera que abordarlos uno a uno. A media tarde vio al sobrecargo apartado en un extremo de la cubierta y probó suerte. Se le acercó y le preguntó por Bengala. Había oído que desde que la Compañía se estableció allí no cesaba el ir y venir de naves francesas, al ver que se trataba de una fuente inagotable de los más exóticos productos. El sobrecargo miró a ambos lados y le contestó, por una vez, de forma distendida.
—Por las bodegas de este barco han pasado hasta una docena de tigres —le explicó, aludiendo a un sonado capricho del soberano—. Fue una lástima que ninguno de ellos resistiera el viaje hasta Versalles.
—Pobres animales… —repuso el músico, pensando en sí mismo.
—Espero que tú tengas más fortaleza que esas fieras —dijo el sobrecargo recuperando el tono más agrio.
—¿Hacéis siempre la misma ruta? —insistió Matthieu sin amilanarse.
—Desde 1673. Yo antes transportaba ganado negro al Caribe.
Matthieu se estremeció. Nunca había cuestionado la labor de los traficantes, ya que ni siquiera había pensado en ellos como pertenecientes al mismo mundo que él habitaba. Pero estaban allí, de pronto estaba hablando con uno de ellos. La conquista del Nuevo Mundo exigía mano de obra abundante y no estaba permitido esclavizar a los indígenas, por lo que tenían que importarla de África. La mayor parte de los esclavos provenían de la sabana situada entre las arenas del Sahara y los paisajes verdes al sur del río Gambia. Matthieu volvió la mirada a babor. Estaban a pocas millas de la costa, a un paso de sus poblados.
—¿Dónde los comprabais?
El sobrecargo le miró con extrañeza.
—¿Acaso no sabes cuál es nuestra próxima escala?
—En el puerto oí que alguien hablaba de Saint-Louis.
Se refería al primer asentamiento francés en territorio africano. No debían de andar lejos.
—Ya lo hemos dejado atrás. Lo avistamos anoche.
—Pero…
—Esta nave suele parar en Saint-Louis, pero el capitán dispuso otra cosa.
—¿Adónde vamos?
El sobrecargo comenzó a adujar un cabo.
—Ahora no puedo hablar —le cortó, sumándose al mutismo del resto.
Matthieu se sintió definitivamente al margen de una expedición que no había hecho sino empezar. Fue a buscar al capitán. Lo encontró en el castillo de popa, sentado en un barril junto al timón. Su amigo, el contramaestre Catroux, gobernaba la nave. Ambos contemplaban una bandada de alcatraces que jugaban con el viento entre los palos y se lanzaban al mar para salir al poco con un pez en el pico.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó Matthieu levantando la voz mientras subía la escalerilla.
—¿A qué te refieres? —contestó el capitán sin dejar de mirar hacia el cielo.
—Deberíamos haber hecho escala en Saint-Louis. Estaba en el plan…
—El plan ha cambiado. Vamos a la isla de Gorée —le informó de forma escueta.
—¿La isla de…?
Matthieu no conocía aquella diminuta isla senegalesa en la que se centralizaba todo el mercado de esclavos del Atlántico.
—Gorée —repitió La Bouche —. Tengo algunas cuestiones que resolver allí antes de seguir adelante.
A Matthieu le sorprendió el tono de desdén que utilizó el capitán. Era la primera vez que le hablaba así desde que levaron anclas, con la mirada puesta en otro sitio.
—Creo que debería estar al tanto… —replicó, tratando de recuperar un atisbo de autoridad.
Entonces sí que se volvió.
—¿Al tanto de qué? —exclamó violentamente—. Concéntrate en tu violín y deja que los demás hagamos nuestro trabajo.
El contramaestre Catroux trató de contener la risa pero no pudo evitar que se le escapase un bufido. Un alcatraz pasó rozando sus cabezas. Emitió un graznido, como si reclamase la atención perdida del capitán, que se giró solícito para seguir de nuevo el curso del pájaro. Matthieu no había previsto aquello. Pensó que si se humillaba ante aquel primer envite tendría que padecer sus vejaciones durante todo el viaje, por lo que no dudó en plantarle cara.
—Vos estáis aquí por mí —declaró con severidad—. Recordadlo siempre.
El rostro del capitán se congeló durante unos segundos. El contramaestre dibujó un gesto que Matthieu no pudo identificar y por fin estalló en una carcajada que inmediatamente acompañó La Bouche.
—¡Ya apuntaba arrojos! —exclamó Catroux—. ¡Si no lo controláis, capitán, va a terminar apoderándose del barco!
—¡Prefiero gente así a mi alrededor, y con más razón si va a internarse conmigo en la maldita isla roja! Ven aquí —le pidió a Matthieu, pero éste no se movió—. ¡Está bien, monsieur, ya me levanto yo! —siguió diciendo entre risas.
El capitán pasó un brazo por encima de los hombros del joven músico y se lo llevó a la balaustrada de popa. El sol se desplomaba hacia el horizonte, dibujando una cinta naranja sobre las aguas en calma.
—Llevo muchos años surcando este mar —declaró.
—No pretendo quitaros el mérito.
—Quiero decir que el estar siempre dando órdenes hace que se pierda la sutileza, y máxime al no tratarse de mi propio barco. He de hacer valer mi autoridad con una tripulación que aún no me reconoce como uno de los suyos.
—Tampoco os pido que me tratéis como a una cortesana —repuso Matthieu, decidiendo sobre la marcha que no le convenía profundizar en la discusión, al menos en aquel momento—. Sólo quiero que todo discurra según lo planeado. Si no estamos de vuelta en París para la fecha prevista todo este esfuerzo no habrá servido de nada.
—Llegaremos a tiempo —declaró el capitán.
—Entonces pongamos punto final a este malentendido y vayamos a comer.
Aquella frase causó en La Bouche el efecto que Matthieu buscaba. No sólo restableció la cordialidad entre ambos, sino que consiguió que el capitán se mostrase con él mucho más abierto de lo que lo había hecho hasta entonces.
—En la isla de Gorée tengo un pequeño negocio de trata de negros —le confesó en tono distendido—. Lo regenta madame Serekunda, una joven mestiza. Hace tiempo que esa mujer, que es una endiablada mezcla de europea y africana, conquistó el corazón de este marino que tienes delante. ¡Cuando la veas lo comprenderás!
—Sólo quiero estar al tanto de los detalles de la misión y de aquello que pueda afectarla —aclaró Matthieu para acabar de ganárselo—. Lo que hagáis entretanto me tiene sin cuidado.
—Lo tendré en cuenta —resolvió el capitán protocolario—. Pero insisto: para compensarte, mañana cenarás en nuestra casa y te enseñaré el negocio. A madame Serekunda le encanta recibir invitados. —Le dedicó un guiño cómplice—. Y si además le interpretas algo con tu violín…
La isla de Gorée era conocida como la isla de los esclavos. Tras ser descubierta por los portugueses un siglo antes, los gobiernos europeos fueron instalando almacenes a lo largo de sus escasos novecientos metros de longitud para intercambiar abalorios, telas, útiles de hierro y algunas armas por oro, marfil, especias y plumas de avestruz. Fue Francia, tras establecerse en la cercana ciudad continental de Saint-Louis, la que apoyó con entusiasmo el desarrollo del comercio negrero en aquel terruño que pronto se convirtió en el paradigma del horror. La corte del Rey Sol no sólo permitía el tráfico humano, sino que defendía su bastión con uñas y dientes frente a los ataques de ingleses y holandeses. Gorée estaba diseñada como un fortín natural y tenía una orientación inmejorable para que los barcos se resguardasen de las tempestades o desembarcasen en sus playas de arena blanca.
Avistaron la isla a media tarde del día siguiente. El capitán conocía cada palmo de sus orillas y los rincones aptos para fondear. El contramaestre Catroux se colocó en la borda para sondear el fondo y, tras comprobar que no había rocas, mandó soltar el ancla. A bordo comenzó el trabajo de arriar velas, preparando los foques para virar y mantener el buque aproado al viento. Matthieu salió del camarote y se asomó a babor. Pensó que le sentaría bien pisar tierra firme durante unas horas, ya que no podría volver a hacerlo antes de llegar a su destino.
El capitán mandó arriar un solo bote. Quería conservar intacta la tripulación para un viaje que se prometía duro, por lo que no permitió a los hombres bajar a tierra. Las reyertas, habituales en Gorée, acababan con frecuencia con la muerte de algún marinero. A tierra bajó únicamente La Bouche acompañado por los remeros y tres soldados de su unidad a modo de escolta. Matthieu se sentó entre ellos.
A lo lejos vieron un barco varado, con la quilla recién rascada y calafateada.
El embarcadero no olía a pescado. Olía a sudor y a óxido.
E
l hierro de las cadenas golpeaba contra la piedra de la escollera y el llanto de los niños esclavos rompía el ocaso como un lamento venido de otra dimensión. Al mismo tiempo, en cínico contraste, nubes de buganvillas tapizaban las paredes de las casas que se repartían por unas incipientes calles de arena. Se trataba de un enorme jardín regado con sangre. Matthieu sentía más desconcierto que rechazo. Los únicos hombres de raza negra que había visto antes de aquel día eran un puñado de pajes del rey ataviados con bombachos y cintas de colores, como el nativo malgache que trajo La Bouche de su última expedición y que ahora, tras haber servido durante años en Versalles como atracción para los nobles, viajaba de vuelta a Madagascar para hacer de traductor. En nada se parecían a los que ahora le rodeaban, acuclillados espalda contra espalda con argollas en el cuello. Las moscas chupaban las llagas rosáceas que les producían los grilletes. Se observaban unos a otros mientras los traficantes caminaban entre los grupos y les abrían la boca para examinar su dentadura. Algunas nativas libres se ofrecían a los marineros en las puertas de las chozas que, más allá del atracadero, formaban una media luna de tejados de caña. Gorée parecía sumido en el desorden pero allí, como en cualquier otro mercado, todo tenía su sitio y su precio.
El capitán se dirigió hacia una caseta de vigilancia. Dos soldados salieron a su encuentro y saludaron a La Bouche con respeto. Éste les respondió con aprobación y les dio unos papeles enrollados y una bolsa de monedas. Cada rincón de Gorée estaba controlado por la milicia. A la izquierda del puerto, ocupando una tercera parte de la superficie de la isla, se elevaba un peñón amurallado. Matthieu se fijó en los soldados que hacían guardia y pensó en los que le observaron desde las almenas de la Bastilla cuando el carro al que le habían encadenado cruzó el puente levadizo.
Caminó detrás del capitán La Bouche por una calle estrecha. Al poco llegaron a la casa de madame Serekunda. No era el único almacén de esclavos de la isla, pero sí el más grande de los que Matthieu había visto por el camino. Estaba dividido en dos zonas perfectamente diferenciadas. El primer piso albergaba la vivienda de la mestiza y las habitaciones del servicio, mientras que en los bajos se repartían las celdas. Al frente se abría un patio circular en el que se celebraban las subastas. Podría haber pasado por una casa romana de gladiadores, si bien en Gorée habrían considerado un desperdicio permitir que los negros se matasen unos a otros. Cruzaron la verja. Del patio partía una escalera que llevaba a la galería del primer piso. Allí estaba ella, erguida con altivez en la balconada. Un traje confeccionado en París realzaba su ya de por sí voluptuosa figura. Su actitud traslucía altanería, pero también un carácter arrollador que sin duda le sería útil para dirigir el negocio. Cuando el capitán pronunció su nombre se esfumó su frialdad. Se lanzó escalera abajo para abrazarlo y lo besó en medio del patio, para que todos les vieran.
La Bouche le presentó a Matthieu. Ella reaccionó con la agilidad y cortesía de una dama de Versalles, pero al momento recuperó su fiereza natural y arrastró a su capitán hacia un extremo del patio, besándolo con voracidad y pegándole al mismo tiempo. Se quejaba, mezclando frases de su lengua con un francés estudiado, de que cada vez se le hacían más largas las esperas.