—Un alquimista…
—Es el doctor Evans —le informó Jean-Claude.
—¿Quién?
—El doctor Evans, el inglés que conocimos en casa de la duquesa de Guise.
—Lo recuerdo perfectamente —le cortó—. Pero ¿qué está haciendo ahí?
—Nos está esperando.
—¿A nosotros?
—Sígueme.
Matthieu le dedicó una mirada de desconcierto, pero algo le impidió decir lo que estaba pensando. De improviso comenzaron a escucharse gritos que provenían del otro lado del pajar. Los dos hermanos volvieron a asomarse por el ventanuco para ver qué ocurría. Un hombre con las espaldas más anchas que la grupa de un caballo atravesó la puerta tras derribarla con el hombro, arrancando a su vez parte de la pared de adobe. Se abalanzó sobre el doctor Evans y le sujetó de ambos brazos al tiempo que entraban otros dos. El que parecía dar las órdenes le preguntó algo sobre una supuesta partitura. Al ver que se negaba a contestar, el otro comenzó a golpearle en la cara con una furia innecesaria. Ni siquiera le dio opción de esquivar sus puños. La sangre y las babas salpicaron el crisol y se mezclaron con el preparado. Lo tiraron al suelo y le patearon el cuerpo.
Jean-Claude estaba horrorizado.
—Dios mío, lo van a matar…
—Pero ¿qué es esto? —consiguió articular Matthieu sin entender nada.
Lo levantaron de nuevo y lo agitaron para que no perdiese la consciencia. El jefe volvió a preguntarle varias veces por la partitura, pero el doctor Evans se limitó a escupirle a la cara. Sin inmutarse y con gesto de hastío, aquél sacó una daga y se la hundió en el vientre.
—¡No…! —exclamó Jean-Claude antes de llevarse la mano a la boca.
El asesino levantó la vista hacia el ventanuco donde estaban los dos hermanos. El corazón les dio un vuelco.
—¡Corre!
Bajaron a trompicones por la escalera, saltaron por encima del tablón que servía de pasamanos y se alejaron por el callejón anegado de barro mirando asustados hacia atrás para comprobar si los seguían. Zigzaguearon por las calles adyacentes y salieron a una plazoleta en la que se vendían cuencos de cerámica. Se mezclaron con la gente tratando de pasar inadvertidos. Matthieu sentía que le escrutaban todas y cada una de las personas que estaban en el mercado. Le fallaba la respiración. Nunca en su vida había presenciado algo así. Buscaron un rincón apartado detrás de un grupo de tenderetes vacíos y se apoyaron en un murete para recuperar el resuello.
—¡Explícame de inmediato qué está pasando! —le exigió a su hermano entre jadeos.
—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró Jean-Claude con la mente en otra parte.
—¡Explícamelo!
—Iba a contártelo antes. Se trata de la partitura…
—Pero ¿qué partitura? ¡Jean-Claude, por Dios! ¡Acaban de matar a ese hombre!
—La partitura de la melodía original.
Matthieu trató de mostrarse sereno, pero le temblaban la voz y las manos.
—Dios, no sé de qué hablas… ¿Qué hacía ahí el doctor Evans? ¿Qué tienes tú que ver con él?
El iris azulado de Jean-Claude pareció mutar como el de un gato que se pone en guardia.
—Evans había encontrado la llave alquímica. Yo sólo le estaba ayudando.
Matthieu se llevó las manos a la cara.
—¿Ayudarle? ¿Qué demonios sabes tú de alquimia? —preguntó agitando las manos violentamente mientras se apartaba intentando pensar con claridad.
—Yo sé de música —repuso Jean-Claude con rotundidad, como si de pronto hubiera recuperado la presencia de ánimo—. La música es la llave.
—¿La música?
—Así es, hermano. La música es el origen y el fin de todo —sentenció—. En ella está el secreto que los alquimistas han perseguido durante siglos. Por eso estoy aquí, y por eso te he traído conmigo. No podía ocultártelo más tiempo…
Nunca se había sentido así al lado de Jean-Claude. Su relación no tenía nada que ver con la camaradería, ni con un impuesto compromiso fraternal; era amistad incondicional, servicial, no precisaban demostrarse su entrega, cada uno siempre estaba a disposición del otro. Pero en aquel momento Matthieu no veía a su hermano. Era como si no lo conociera. Se suponía que era él quien había heredado la vena soñadora de su madre natural, la inconsciente sirvienta Marie, y que Jean-Claude era el responsable, el ilustrado. Ahora, sin embargo, le parecía estar frente a un demente.
—Jean-Claude —susurró con cariño, posando la mano en su brazo—, ¿qué tiene que ver el sonido que arranco a mi violín con la búsqueda de la piedra filosofal? ¿Qué tienen que ver las composiciones de nuestro tío con el ocultismo?
Jean-Claude rió de forma aparatosa.
—No hablo de ocultismo, Matthieu, ni tampoco de la piedra filosofal. Hablo de la conexión originaria del hombre con Dios, de una música jamás escuchada que nos elevará al conocimiento pleno y terminará con el sufrimiento del ser humano. La música nos mostrará, por fin, el cielo en la Tierra.
Un soplo de viento trajo el olor pútrido de las orillas del Sena.
—Pero ¿qué estás diciendo…?
Jean-Claude miró a ambos lados con nerviosismo.
—Alejémonos de aquí.
Matthieu se percató de que estaba demasiado desconcertado como para tener miedo.
—¿Quiénes eran esos hombres? ¿Te conocen?
—Nos veremos al atardecer en el taller del luthier San Giacomo.
—¿En casa del fabricante de violines?
—Allí lo comprenderás todo. ¡Ahora corre!
—Pero Jean-Claude, por favor, dime: ¿estás en peligro?
—Ve a la cita con nuestro padre y haz como si nada hubiera ocurrido. ¡Vamos! Si nos encuentran aquí…
Dejó suspendida la frase y echó a correr hacia la plazoleta.
—¡Jean-Claude!
—¡Y no se te ocurra decirle nada! —gritó mientras se alejaba—. ¡No faltes esta tarde!
Se perdió entre el gentío. Matthieu tuvo de nuevo la sensación de que todas las caras del mercado se volvían para mirarle. Dio unos cuantos pasos inciertos con la cabeza agachada y al momento también corrió, en dirección al Parlamento.
M
atthieu se mostró ausente durante toda la conversación que mantuvieron en el despacho del archivero. El maestro escribano le echaba miradas de reojo. Sabía que a su hijo no le interesaba en absoluto el trabajo de aprendiz que le estaban ofreciendo, pero no cejaría en su empeño de encontrarle un empleo seguro. No creía que fuese un genio, como afirmaba Charpentier. O quizá no quería creerlo. Era mejor músico que Jean-Claude, pero le asustaba que apuntase demasiado alto y que terminara estrellándose. De cualquier modo le extrañaba que se comportase de aquella forma tan poco correcta. Desconocía que la mente de su hijo estaba acaparada por las oscuras palabras de su hermano, nublada por la sangre del doctor Evans.
Cuando terminó su exposición, el archivero los acompañó a través de un pasillo flanqueado por columnas de mármol hasta la puerta de salida a la calle. Olía a lluvia inminente.
—Quedo a vuestra disposición —dijo sin ninguna convicción.
Matthieu se despidió de él con una leve inclinación de cabeza al tiempo que se percataba de que algo ocurría en la plaza situada frente a la puerta del Parlamento. Se había formado un corro y varias personas hablaban al mismo tiempo. Dos mujeres se echaban las manos a la cabeza. Farfullaban frases inconexas acerca de un asalto ocurrido a unas manzanas de allí. Algo monstruoso, según decía un viejo que agitaba una jarra vacía. Un coche de caballos se detuvo frente a ellos tras realizar un giro violento. Su ocupante, un hombre de mediana edad ataviado con una capa marrón rematada en los bordes con piel de conejo, bajó sacudiéndose el polvo que se había levantado.
—Es horrible, horrible… —se lamentaba, dirigiéndose hacia otro caballero.
Matthieu y su padre se acercaron para escuchar la conversación.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se trata de un muchacho. Le han cortado los dedos de las manos y se los han introducido en la boca.
—¡Por Dios santo! —exclamó el maestro escribano.
—Y eso no es todo —añadió el otro dándose importancia—. Le han atravesado la garganta con un arco de violín.
Representó la brutal acción con un gesto exagerado.
—No es posible…
—Ese muchacho agoniza frente al portón de la iglesia de Saint-Louis y… —Tragó saliva—. Si lo hubieran visto… Se trata sin duda de un acto ejecutado por el mismo demonio.
Los labios de Matthieu estaban cada vez más apretados.
—El demonio no merodea por las calles de París a media tarde —se indignó el maestro escribano—. ¿Han apresado ya a los autores?
—Aunque parezca increíble, nadie ha visto cómo ha ocurrido. Esta ciudad se derrumba. El rey Luis tan sólo se preocupa en conquistar nuevas tierras y olvida las penurias que atraviesa su pueblo. Aquí se impone el desorden y nadie hace nada para evitarlo. Podríamos infectarnos de peste todos los habitantes de París y el soberano ni siquiera llegaría a enterarse.
—¿Está… muerto? —preguntó Matthieu con el rostro descompuesto.
—Quizá ahora lo esté, y en otro caso no creo que dure mucho. Parecía un joven un tanto frágil.
Jean-Claude…
—¿Qué dices, hijo?
—Es él, padre. ¡Es Jean-Claude! —gritó lanzándose a correr calle abajo.
—¡Espera! ¿Por qué habría de ser él? ¡Es una locura!
—¡Corre! —siguió gritando sin volverse, mientras una garra le oprimía el pecho impidiéndole respirar.
Matthieu llegó exhausto a la calle Saint-Antoine y cruzó la calzada. Una mula que tiraba de un carro estuvo a punto de llevárselo por delante. Se lanzó hacia la escalinata de Saint-Louis. Un trueno resonó en el cielo, que para entonces estaba cubierto de un manto plomizo barnizado en ocre. Se introdujo entre los curiosos que se aglomeraban alrededor del moribundo.
—¡Apartad!
Era Jean-Claude.
Su hermano.
Estuvo a punto de caer desmayado sobre él. Yacía descoyuntado junto al portón de la iglesia, con las manos y los pies atados. Un reguero de sangre se escurría por los cinco escalones. Como les había informado el caballero de la capa, le habían amputado los dedos de las manos, le habían introducido algunos de ellos en la boca y arrojado el resto sobre el pecho, y le habían atravesado la garganta de parte a parte con un arco afilado de violín. Nadie se atrevía a tocarle. Todos pensaban que aquella escena, que parecía sacada de un libro ritual de arcaicas misas negras, era la culminación de alguna suerte de maldición.
Tras superar el terror que le mantuvo inmovilizado durante unos segundos, se arrodilló junto a él. Le apartó el pelo de los ojos. ¡Todavía estaba vivo! Jean-Claude le reconoció y su primera expresión de miedo e incomprensión se desvaneció bajo un gesto roto de pena y dolor. Ahora ya tenía con quien llorar. Alzó las manos sin dedos hacia su hermano.
—¿Qué te han hecho, Dios mío? ¿Quién es capaz de hacer algo así? —dijo por fin Matthieu rompiendo en lágrimas con él.
Pidió a gritos que alguien fuese a buscar a un médico. Una dama que se tapaba la boca con un pañuelo le contestó que ya había enviado a su cochero para que trajese al suyo. Mientras retenía a duras penas una arcada, fue sacándole a toda prisa de la boca los dedos amputados. Parecía imposible que aún pudiera respirar. La garganta bombeaba borbotones de sangre.
De repente el gesto de Jean-Claude se volvió sereno. Matthieu supo que su hermano iba a morir, y de entre todos los recuerdos que se agolpaban en él no escogió imágenes, sino sonidos. Evocó las melodías para cuerda del maestro Biagio Marini que ambos tocaban en el cuarto de estudio, uno la voz principal, el otro ribeteados giros por encima, y las improvisaciones sobre aquella canción popular que entonaban las campesinas de las afueras de Nantes, y las misas de su tío Charpentier, alguna de las cuales habían llegado a tocar cuando la tinta de la partitura aún no se había secado. Juntos por última vez, sobre la escalinata de Saint-Louis, interpretaron todas aquellas piezas sin sus violines, tan sólo mirándose a los ojos.
En aquel instante, la multitud que se aglomeraba sobre ellos debatiéndose entre la compasión y la atracción morbosa desapareció de pronto. Y el cielo plúmbeo se abrió al azul infinito y les dejó ver al mismo tiempo el sol y las estrellas. Escucharon las trompetas del paraíso, colmando el universo de sonido para marcar el momento de la despedida. Jean-Claude se fue tras la música. Era una melodía distinta de todo lo que Matthieu había escuchado hasta ese día; llegaba desde ninguna parte y penetraba con fuerza, extasiaba, enamoraba. ¿Acaso aquella música era el amor divino en estado puro del que le habló su tío Charpentier el día de su quinto cumpleaños? ¿Acaso él también la había escuchado alguna vez y por ello era capaz de componer del modo en que lo hacía? Hubiese querido quedarse allí para siempre, envidió a su hermano por fundirse en la muerte con aquel canto único, pero supo que debía cerrar los ojos y que cuando los abriera Jean-Claude ya no estaría allí.
Así fue. Matthieu regresó de improviso a las escalinatas Irías, al charco de sangre. La muchedumbre de vestimentas grises le contemplaba con recelo. De nuevo sentía sus alientos viciados. La noche se abalanzó sobre París y estalló la tormenta. Las primeras gotas le despertaron por completo y se vio arrodillado junto a un cuerpo vacío. Acarició por última vez la frente blanquecina. Escuchó toses y murmullos, el golpeteo sordo de la lluvia contra el suelo de tierra. No podía ser tan simple. Se tapó los oídos y apretó los ojos para sumergirse de nuevo en el soplido mágico de los cornos celestiales, pero no sirvió de nada. Aquella música se había ido, y con ella el alma fulgurante de su hermano.
—¿Por qué me has dejado solo? —Lloró bajo la lluvia, aterrorizado al comprobar que no había nadie en todo el mundo a quien ansiase tener a su lado en un momento así.
E
l maestro escribano llegó al poco en el carruaje del hombre de la capa, el cual se había brindado a llevarle. Saltó de la cabina.
—No puede ser… No, no… —sollozaba mientras se acercaba con pasos cada vez más inciertos.
Matthieu le alcanzó en el primer escalón y le aprisionó la cara contra su pecho para evitarle la horrenda visión del cuerpo mutilado de Jean-Claude.
—¡Suéltame! —gritaba, tratando de zafarse de su hijo con movimientos lentos y carentes de fuerza.
—No podemos hacer nada, padre. Nada.
El maestro escribano lanzó al cielo un grito que llevaba dentro todo el dolor que puede sentir un hombre.